Contra-epifanías en viajes

Si se realiza un viaje hacia lo más próximo, es posible confrontar una verdad insoportable: la exclusión y la pobreza son parte del paisaje cotidiano.

Por Silvina Mercadal / La tinta

Denkbilder, de Walter Benjamin, deviene contra-epifanías en viajes porque, en la sociedad actual, la estructura de la realidad está expuesta. El gesto de un joven en la calle condensa las infamias del capitalismo actual.

Los textos sobre viajes de Walter Benjamin, reunidos con el enigmático término en alemán Denkbilder, se caracterizan por el estilo de prosa breve que, además, inventa un género donde se cruzan ficción, poesía y filosofía. El significado de la palabra es complejo porque es un tipo de escritura que intenta captar, en un instante, una imagen que se despliega en el tiempo. Andreas Huyssen considera que estas formas breves de narración –que exceden el fragmento, el aforismo o la parábola– se pueden definir como “miniaturas modernistas” porque, en tanto formas de escritura, están asociadas a la transformación de grandes ciudades en el siglo XIX –como Berlín, París o Viena–, así como también a la descomposición de cierto orden político.

Los Denkbilder de Benjamin procuran registrar procesos de cambio social a partir de experiencias que no aluden tanto a un “yo” individual, sino a la posición desde la que se produce una revelación –de ahí que hablemos de epifanía para traducir el término–. En Infancia en Berlín, el cuadro “Mendigos y prostitutas” refiere el momento cuando, de niño, toma conciencia del origen de la pobreza: “En este barrio de propietarios quedé encerrado, sin saber nada de los otros. Para los niños de mi edad, los pobres sólo existían como mendigos. Y supuso un gran paso adelante en mis conocimientos cuando, por primera vez, la pobreza se me reveló por la ignominia de un trabajo mal pago”. El autor reconoce aquí cierta tendencia al encierro en la clase social, que torna inaccesible la confrontación con una verdad, a la vez que expone lo propio de esa posición: el encierro en el barrio de los propietarios.

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En la crónica sobre Nápoles –texto escrito en colaboración con Asia Lacis–, hay un cuadro también sobre la pobreza en esta ciudad del sur de Italia. “El viajante burgués –escribe–, que va hasta Roma de obra de arte en obra de arte como tanteando una empalizada, no se siente bien en Nápoles”. ¿Por qué el miembro de la clase propietaria no se sentiría bien en el subdesarrollo napolitano? En parte, porque la ciudad no está hecha para colocar una barrera entre su posición de confort y el mundo –mediante la pasiva contemplación de obras del pasado–, y donde lo único tolerable –aunque esto resulte paradójico hoy– es el agua potable. Y escribe lo siguiente: “La pobreza y la miseria parecen tan contagiosas como se cuenta a los niños y el miedo feroz a ser engañado no es más que una racionalización insuficiente de esta sensación. Si el siglo diecinueve realmente invirtió el orden medieval natural para las necesidades vitales de los pobres, como dijera Peladán, si la vivienda y la vestimenta se volvieron indispensables a expensas de la alimentación, aquí estas convenciones han sido desterradas”. En Nápoles, la miseria conduce tan hacia abajo –agrega– que los pobres se han convertido en guías para los visitantes del lugar.

El texto escrito con Lacis es de 1924, es decir, tiene casi un siglo y, aunque el mundo social ha cambiado de manera profunda respecto del tipo experiencia que intentan capturar estos fragmentos, el problema que señalan parece estar tan quieto como la historia que junta polvo sobre los tomos de El capital. En la sociedad actual de aceleración creciente, que tiene por base la mediación tecnológica de nuestro vínculo con el mundo, el tiempo también está tan quieto como en los museos que alojan los símbolos de la arcaica sacralidad de la vida para las civilizaciones pre-modernas.

En el siglo que cambió las necesidades vitales, no era un misterio el origen de la pobreza; con prosa vibrante, Marx y Engels advertían: “El obrero moderno, por el contrario, lejos de elevarse con el progreso de la industria, decae siempre más y más por debajo del nivel de su propia clase. El trabajador cae en la miseria y el pauperismo se desarrolla más rápidamente todavía que la población y la riqueza. Es, pues, evidente que la burguesía ya no es capaz de seguir gobernando la sociedad ni de imponer a esta, como ley reguladora, las condiciones de existencia de su clase. Es incapaz de gobernar, porque es incapaz de garantizar a su esclavo la existencia ni aun dentro del marco de esclavitud”. Si hablan de una diferencia entre población obrera empobrecida, en relación al régimen de esclavitud en sociedades anteriores a la capitalista, es porque tales sociedades aseguraban la existencia en la esclavitudHoy, debería entenderse de manera literal que la burguesía es incapaz de gobernar, no porque sea la clase en el Estado, sino porque el Estado sólo tiene por agenda cuidar los intereses del capital: el cambio climático y la amenaza de agotamiento de los recursos no parecen ingresar en esa agenda, mientras el discurso político sigue encerrado en promesas de crecimiento y modernización cuyo reverso –aunque explícito– es persistir en la explotación de la vida y la depredación ambiental. 

En la sociedad actual, Denkbilder deviene contra-epifanías en viajes porque la estructura de la realidad está tan expuesta que sólo el miedo o el cinismo actúan como barrera para producir cierta ceguera. En los últimos meses, viajé por distintos motivos a Buenos Aires. En cada una de esas visitas, no pude evitar observar a las personas en la calle. En “situación de calle” es una expresión que ya se ha tornado insuficiente porque la “situación” es una condición tan generalizada que resulta insoportable. Y digo no pude evitar observar porque resulta difícil evitar lo evidente, además, porque intenté que mi mirada no sea un ejercicio más de violencia. En la calle, en la zona céntrica es en-cada-calle, en el pequeño espacio que hace posible aislar –sí, aislar– un espacio para el cuerpo –porque, en esta sociedad, el aislamiento es constitutivo, los grupos sociales se espejan en un encierro individualista, donde sólo se ven (sin verse, sin reverso) los mismos con los mismos–. En el espacio que hace posible hacer lugar al cuerpo –acceso a edificio en ruinas, frente de comercio cerrado, ochava ciega y un largo etc.–, hay personas muy jóvenes, hombres solos, parejas o familias con niños muy pequeños en esta situación.

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En una ocasión, un anciano sentado en el umbral de un comercio destrozaba pedazos de pan y los arrojaba a la vereda. En otra, un hombre se acercaba al lugar donde otro lo aguardaba, le entregaba una bolsa y se retiraba. El que había recibido la bolsa, luego de ver el contenido, la tiraba –se trataba de unas empanadas–. En una vieja revista de vanguardia de los 70, era evidente: la palabra “pan” no da de comer, el pan por sí mismo tampoco, así como el lenguaje y la necesidad se excluyen, porque la situación de calle, en una ciudad que tiene por lema “la transformación no para”, debería leerse como su verdad: esa transformación es la que no para. En Buenos Aires, fue una contra-epifanía, es imposible hoy de hablar de epifanías en viajes, todo es evidente, está tan a la vista que la ceguera es otra de las formas en que la transformación no para: un hombre joven –en condición de calle– atravesaba la avenida Corrientes con un billete de 1.000 pesos en la boca, sonriente y diciendo “soy millonario”. En ese gesto, se condensan las infamias del capitalismo actual: la concentración exorbitante de la riqueza, la centralización tecno-económica del capital, la “ontología de los negocios” con su falsa epopeya del éxito: “Yo también (quiero ser) millonario”.

De nuevo Marx, en su riguroso estudio sobre el proceso llamado de “acumulación originaria” –sección VII del tomo 1 de El capital–, nos recuerda: “Si el dinero viene al mundo con manchas de sangre en la mejilla, el capital lo hace chorreando sangre y lodo”. La historia de constitución del capitalismo –como forma de organizar el trabajo y concentrar la riqueza– nos confronta con una serie de actos de violencia que obligan a abandonar el sentido común conformista que explica la pobreza porque “desde tiempos remotos” a una “elite diligente” se le opone una “pandilla de vagos y holgazanes”. Es una especie de teología que procura explicar –sin explicar en absoluto– el pecado original de la pobreza; lo cierto es que mientras unos acumulan riqueza –aunque hayan dejado de trabajar hace mucho tiempo–, la pobreza y la exclusión aumentan para los que sólo disponen de su vida, de su tiempo y de su pellejo para vender.

A riesgo de presentar citas desusadas –aunque actuales–, reconociendo, además, que atravesamos temporalidades distintas, el crítico británico Mark Fisher sostiene que una crítica moral del capitalismo que señale el sufrimiento que genera sólo refuerza su dominio. ¿Cómo realizar un cuestionamiento serio? Un hombre joven –en condición de calle– atraviesa la avenida Corrientes con un billete de 1.000 pesos en la boca, sonriente y diciendo “soy millonario”, y aunque la sonrisa del hombre sea ambivalente, mezcla de burla y desafío, expresa algo cierto. En su condición, el billete de mayor denominación, en un contexto de inflación creciente, es sinónimo de efímera suerte en la (des)ventura.

Para Fisher, sólo puede intentarse un ataque serio al capitalismo si se lo muestra como incoherente e indefendible, y aquí basa su argumento en la serie de contradicciones que expone la politóloga norteamericana, Wendy Brown, sobre la bizarra alianza entre neoliberalismo y neoconservadurismo, alianza que configura la racionalidad política dominante que ya cumple medio siglo: “¿Cómo puede una racionalidad que es explícitamente amoral tanto en el nivel de los fines como en el de los medios, la racionalidad neoliberal (es decir, capitalista), intersectarse con otra racionalidad que es explícitamente moral y regulatoria, la del neoconservadurismo? ¿Cómo puede un proyecto que vacía el mundo de sentido, que abarata la vida y la desarraiga, un proyecto que explota abiertamente al deseo, intersectarse con otro proyecto centrado en los sentidos fijos y forzados, en la conservación de ciertas formas de vida, en la represión y regulación del deseo?”.

Si bien las preguntas de Brown reorientan la reflexión hacia otros problemas, las contra-epifanías se pueden experimentar en cualquier gran ciudad del centro o la periferia capitalista, donde, a la regulación de lo deseable –los extensos palacios abarrotados de bosque petrificado que son los centros comerciales–, se superpone la regulación de lo visible con la proliferación de pantallas que también son una barrera narcótica y una distancia con el mundo.

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