Por Jaime Nieto
Ya sea por razones ecológicas, éticas o políticas, podemos definir el consumo responsable como una forma de consumir en la que nuestras elecciones en el mercado premian o castigan aquellos productos que cumplen (o no) con una serie de requisitos. El consumo responsable, implícitamente atribuye un conflicto entre la compra de bienes y servicios y una sociedad justa y sostenible. El problema es desde dónde abordamos este conflicto. Si bien con un origen transformador, si nos acercamos con honestidad a su realidad, su rol más importante en la actualidad no pasa de ser una estrategia de segmentación de mercados y un fragmentador de identidades políticas. El problema de fondo es que se ha desligado el consumo de los modos de producción y que se ha difuminado su carácter profundamente social en una nebulosa, más comprensible por inmediata en nuestra cotidianeidad, de decisiones individuales dispersas. No cabe duda de que un consumo responsable contribuye a mejorar las cosas, pero si queremos transformarlas de verdad, debemos cuestionar las distintas herramientas de que disponemos.
Para empezar, el consumo responsable parte de un enfoque individualista en el que la suma de buenas decisiones desemboca en un mejor resultado social. Pero no siempre fue así. Con los albores del capitalismo industrial y la generalización del acceso a una creciente cantidad de bienes de consumo para las clases trabajadoras, nació el consumerismo. Esta herramienta política considera el consumo no como un acto neutral ajeno a la distribución y el poder, sino que lo considera plenamente político. Así, desde el consumerismo se plantea de manera organizada la protección de los consumidores, campañas de boicot a productos o empresas que no cumplan una serie de criterios, etc. Si bien el consumerismo ha sobrevivido gracias a la labor de algunas asociaciones de consumidores (FACUA sería un ejemplo en España), la visión individualista parece ser hegemónica cuando se mira en conjunto a la sociedad. De este modo, proliferan productos con etiquetados “sostenibles”, “BIO”, el marketing dirigido a segmentos de clientela “concienciada”, etc. Un instrumento más de posicionamiento en el mercado para las empresas, especialmente las agroalimentarias; una vía para hacerse hueco, a empujones, en los cada vez más apretados nichos de mercado. Esta perspectiva es errónea, sostengo, desde un punto de vista económico –socioecológico- pero también político. En ambos casos, la solución pasa por retrasladar el conflicto desde la esfera individual a la colectiva. Debemos partir de que el consumo es la forma concreta en la que la población adquiere los bienes socialmente necesarios para sostenerse en una economía capitalista de mercado. No todas las sociedades se organizaron así ni es la única manera posible de hacerlo; partiendo de esta premisa ya llevaremos mucho ganado –de la mano de Polanyi, todo es más fácil.
En primer lugar, no debemos perder de vista que el consumo está predeterminado por la existencia de amplias estructuras económicas. La intensidad relativa de los impactos medioambientales de las economías occidentales ha disminuido a costa de trasladar la producción más sucia a los países del Sur global. Lo curioso es que, a través del comercio internacional, esos productos vuelven al norte para ser consumidos ya limpios de polvo y paja –y, en ocasiones, también de sangre. De la misma manera, sabemos que el modo de producción agroalimentario actual está basado en los alimentos kilométricos y una ausencia generalizada de soberanía alimentaria en los territorios productores. Las grandes cadenas de distribución hacen llegar a los supermercados una variedad creciente de productos a precios bajísimos, a base de apretar a los proveedores en destino y a reducir derechos en los países de origen. Además, la agricultura tiene una base industrial fuertemente dependiente del petróleo –gracias a que los combustibles fósiles son la fuente de energía más subvencionada del mundo– y una ganadería intensiva ineficiente y deforestadora. En nuestras economías la cosa no mejora: con una concentración de capital cada vez mayor, las desigualdades entre quienes más cobran y los que menos no dejan de ensancharse –con doble carga para mujeres y migrantes. ¿Es consumo responsable el producto etiquetado como tal en Carrefour? ¿Lo es el producto de inversión socialmente responsableofrecido por el Santander? Cuando vemos el papel de aquel en conflictos por la tierra en el Sur o el de éste en el negocio de la venta de armas, parece poco probable.
Un consumo responsable contribuye a mejorar las cosas, pero si queremos transformarlas de verdad, debemos cuestionar las distintas herramientas de que disponemos.
Esto nos conduce al segundo punto de vista, el político. ¿Existe total libertad realmente para elegir, para ejercer la soberanía del consumidor? Mientras los carteles que uno puede encontrar paseando por La Habana se identifican claramente con un objetivo político y se le da un sentido peyorativo, no ocurre lo mismo con los que nos encontramos en nuestras calles. El pegamento de toda sociedad capitalista de mercado es el consumo, no solo te permite acceder a los bienes necesarios para sobrevivir un año más, sino que determina tu estatus y construye tu identidad ante los demás. Por eso las compañías necesitan destinar una cantidad ingente de recursos para convencer a la población para que consuma. Los defensores del consumo responsable insisten en que la información es clave. Sin embargo, en la época de la historia en la que la población está más informada, el consumo sigue siendo “irresponsable”, ¿por qué? En un famoso congreso sobre medio ambiente celebrado el año pasado en Madrid, un dirigente de la OCU se sorprendía por una encuesta interna en la que descubrían que los consumidores afirmaban consumir sus productos cotidianos incluso en empresas en las que identificaban las peores prácticas en todos los ámbitos. Las clases populares, expulsadas de los centros de las ciudades por diversos procesos de gentrificación, viven cada vez más en zonas residenciales lejanas a sus puestos de trabajo. Para muchos/as trabajadores/as, usar el vehículo privado en lugar del transporte público o la bicicleta simplemente no es una opción. Además, los negocios locales no tienen nada que hacer frente a las grandes superficies en este contexto de dispersión urbana. Así, no hay manera de elegir tu producto por tipo de envasado: se escogerá sencillamente el que la distribuidora elija. No solo eso: el capitalismo necesita que la gente haga muchas cosas gratis por él –el caso más flagrante serían las tareas de cuidados, soportadas mayoritariamente por las mujeres- y también te va a pedir que te hagas cargo de sus residuos, imponiéndote ahora además un castigo social si no separas adecuadamente los restos de lo que otros produjeron y te vendieron. Sin embargo, cuando el tiempo, tu presupuesto y la concentración de la oferta hacen que tu única opción viable sea hacer la compra en Mercadona (o incluso en Amazon) no estás siendo una persona irresponsable, estás sobreviviendo. Desde cierto ecologismo ajeno a los problemas de la mayoría social, se la culpabiliza por no ejercer un consumo responsable a pesar de las múltiples opciones y la gran cantidad de información de que se dispone. El ecologismo no debería ser una opción individual, sino un proyecto colectivo. Perder de vista esta posición, tan solo contribuye a una fragmentación política estéril y, a la postre, dañina para la sociedad y el medio ambiente.
Para que no se caiga en malinterpretaciones. Combatir el poder y las prácticas nocivas de las grandes corporaciones (sobre)viviendo fuera de sus circuitos, es un arma irrenunciable del ecologismo. De lo que hay que huir es de simplificaciones fragmentadoras que hagan recaer la responsabilidad en los individuos. Más bien, las redes de solidaridad colectiva son las que deberían guiar nuestro futuro –el declive energético, de todas formas, no nos concederá otra opción. De este modo, fortalecer iniciativas como grupos de consumo que reduzcan los canales de distribución y se basen en la agricultura tradicional o ecológica y opciones de ganadería extensiva, sería un buen comienzo. Del mismo modo, el fomento de los huertos urbanos no solo contribuye a una mayor cohesión social en los barrios, sino que educan para otro tipo de alimentación y producción futura. La economía social y solidaria, por su parte, tejen redes en las que florecen otras relaciones de producción y consumo más igualitarias, democráticas, sostenibles y, en definitiva, justas. También en el ámbito financiero, como es el caso de Fiare. La organización de opciones consumeristas combativas que nos recuerden que consumir no es una acto neutral en el que prima la soberanía del consumidor. Asumir el control público de los recursos allá donde haya economías de escala que lo indiquen y favorecer la gestión colectiva allá donde se pueda: ejemplos en este sentido serían las remunicipalizaciones de la gestión del agua y las cláusulas sociales en las contrataciones públicas que han promovido los ayuntamientos del cambio. Promover la desindustrialización de la agroganadería, favoreciendo la adopción de dietas menos intensivas en carne y vegetarianas, un elemento que juega un papel fundamental en la reducción de gases de efecto invernadero, además de los impactos positivos sobre la salud de las personas y otros animales. Por supuesto, favorecer desde la administración pública en general, todo lo anteriormente enumerado, por ejemplo, simplificando los canales de reciclado o favoreciendo la ecología industrial. Finalmente, en el contexto internacional, revisar las normativas de inversiones y comercio internacional. No debe olvidársenos: de nada sirve que compremos nuestro café con la etiqueta ‘ECO’ si no acabamos con tratados como el TTIP o el CETA.
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