CONSENSO y cultura política en la Transición

El consenso apeló al sentido de la responsabilidad de un pueblo que confiaba en sus elites y las dejaba hacer, convencido de que así se construía una democracia sin tensiones que rompieran la armonía social.

El consenso fue una construcción cultural creada durante la Transición para poner en marcha una concepción común de la competición política que permitiese llevar a cabo la opción democrático reformista y anular la opción rupturista. El consenso fue el soporte para crear un ideosistema partidario de defender la estabilidad política, de tal forma que lo que queda fuera del marco del consenso es rechazado como peligroso, presentándose a la opinión pública como propuestas que ponen en riesgo la tranquilidad y la concordia política. El consenso sirvió para rentabilizar el miedo y hacer del temor ante lo nuevo el principal anclaje de voto con el que frenar el aumento de los partidarios de la “ruptura” durante la Transición

Pero el consenso fue también una idea creadora de un ideosistema, es decir sirvió para organizar el conjunto de valores y actitudes políticos aceptados. La política es una realidad mediática, pero también mediatizada (Verón 1987) que selecciona el marco de su acción mediante una agenda-setting que establece qué temas son relevantes y qué cuestiones se deben silenciar, y cómo se han de orientar ambos para su “adecuada” interpretación. El papel de la prensa fue fundamental en este sentido: constituyó el espacio para analizar y relatar el debate político y eso perjudicó a las opciones que llegaron a la democracia sin el apoyo de los grandes medios, ya que se vieron privados de un canal de socialización decisivo a la hora de conformar las cuestiones que los votantes tenían en cuenta para participar en los procesos electorales. Como dice Juan Andrade (2015):

Los medios hicieron suyos el discurso del consenso que presidió la etapa central de la Transición, hasta tal punto que el consenso se convirtió en la ideología cotidianamente difundida a través de la prensa, la radio y la televisión, Los discursos políticos que se salieron de los parámetros del consenso fueron especialmente penalizados por ello”

El consenso debería adquirir la condición de categoría política como requisito previo para poder ser normalizada. La prensa fue fundamental en este sentido, contribuyó a extender y hacer comprensibles las ventajas del acuerdo, enfatizando sus aspectos positivos y silenciando los efectos negativos. Se trataba de poner todos los medios al servicio de la creación de un estado de opinión general a favor del consenso reformista.

La absolutización de los medios empleados en esta operación propagandística nos da idea de la dimensión del empeño y la cantidad de aparatos culturales involucrados en el proyecto del consenso. La mitificación del consenso fue la operación de propaganda política más compleja de toda la historia de la democracia, la que mayor inversión de ingeniería política precisó y la que demostró tener capacidad para integrar a mayor número de fuerzas políticas. En ella se vieron implicados periodistas, actores políticos, institutos de opinión pública, organismos internacionales, el mundo académico a través de facultades de sociología y políticas, escritores, historiadores, solamente quedó fuera un reducido número de personas con limitadas posibilidades para conseguir que sus propuestas salieran del ámbito marginal.

La campaña de lo consensual estableció de forma tácita aquello que podía ser dicho, qué debates reforzaban los valores del consenso y podían ser promocionados, cuales lo debilitaban y habían de ser marginalizados del espacio público. Fue un mecanismo con un grado de impacto social que inhibía la construcción de una interpretación alternativa.

El consenso apeló al sentido de la responsabilidad de un pueblo que confiaba en sus elites y las dejaba hacer, convencido de que así se construía una democracia sin tensiones que rompieran la armonía social. La “paz social” figuraba en las encuestas como la demanda de una población que asociaba las incertidumbres de un cambio político abierto a los temores de una guerra civil. El fantasma del guerra civilismo continuaba activo a la hora de conformar los valores políticos entre la mayoría de la población. A la credibilidad de ese peligro guerra civilista contribuyó la violencia, que reactivó los miedos asociados a la guerra civil bajo la forma del temor a un golpe de estado, y el pánico a que un desbordamiento de la izquierda del espacio reformista produjese una “revolución roja”. La presencia de la memoria de la Guerra Civil ha sido señalada repetidamente como elemento activador del discurso de la moderación (Paloma Aguilar, 1995, 1996). Dos hechos -Guerra Civil y Transición- conformaron la interpretación de los peligros desde la intermediación política que la segunda impone sobre la primera: la segunda -La Transición- como contraparte y antídoto de la primera: la Guerra Civil.

Para conseguirlo había que preservar al consenso de las memorias históricas colectivas que lo pudieran dañar, y desde luego esa protección pasaba por evitar a toda costa que los medios de comunicación fueran canales de transmisión de experiencias traumáticas que pudieran reavivar un enfrentamiento entre los herederos genealógicos de los contendientes. Las memorias sobre la Guerra Civil y la dictadura se refugiaron en lo individual-familiar, en un nivel de interiorización que hacía que el espacio público quedase protegido de conmemoraciones peligrosas. Si exceptuamos los recordatorios de los 20-N -considerados como peaje forzoso para evitar la irritación de los nostálgicos del franquismo- el resto de las conmemoraciones que pudiesen alimentar identidades políticas alternativas o enfrentadas con lo consensual fueron marginalizadas en la prensa. La Guerra Civil era el acto fallido del pasado que había de evitarse en el presente. Esto era lo único que cabía recordar de ella en el plano público. Proscrito de su recuerdo quedaba el hecho de que la dictadura franquista hubiera sido su principal consecuencia. Si los descendientes y familiares de las victimas querían recordar, su proceso de rememoración debería quedar constreñido al ámbito de los recuerdos privados, sin que estos traspasaran la frontera de lo público y político. Esta dialéctica entre lo recordado y lo olvidado no se vio como impracticable, ya que su existencia tenía lugar en dos ámbitos diferentes, pero compatibles entre si. En el fondo se trataba de algo similar a la idea de “habitus” (Pierre Bordieu: 1991) como segunda naturaleza adquirida para convivir instalado despreocupadamente en una rutina que imponía su olvido. Eso si, el “habitus” no podía adquirir consciencia de su existencia, esa era la condición para mantener intacta su eficacia.

El miedo como reclamo propagandístico empezó a actuar rápidamente: en el referéndum de 1976. La apelación a sensaciones que tácitamente conforman un conjunto de percepciones articuladas por el temor fue empleada bajo la forma de eslóganes para hacer promoción electoral en el referéndum de la reforma política. El slogan escogido por el Gobierno para conseguir el voto favorable en el referéndum de 1976 de diciembre fue:” La Ley para la Reforma Política en el cambio sin riesgo”.

Los únicos acontecimientos que se escapaban del diseño y podían interrumpir el proceso venían de fuera del marco y con ellos había que actuar pensando que pese a estar localizados en una zona donde el consenso no actuaba, podían contribuir; si se operaba bien con ellos, a fortalecer la necesidad de las decisiones consensuadas. Dos tipos de circunstancias extra-consensuales estarían comprendidas en este ámbito: las movilizaciones sociales de la izquierda en la calle y el conjunto de peligros involucionistas que representaba la presión del Ejercito y los actos desestabilizadores de la extrema derecha. Existía la posibilidad de hacer peligrar lo consensuado, pero también la posibilidad de reforzar su necesidad. El primer peligro no se vio consumado como acto real, pero si como miedo que reactualizó los temores de una guerra civil, sobre todo entre la parte de la población que no la había padecido y representaba en el momento de las primeras elecciones el 50% del cuerpo electoral. No es ilógico pensar que las reactualizaciones de los temores guerra civilista hayan servido de impulso para hacer más deseable al electorado el triunfo de opciones moderadas que -haciendo publica demostración de esa moderación- constreñían con responsabilidad sus demandas al marco de lo consensual.

La unanimidad consensual no fue total, pero la discrepancia sobre la implantación del discurso público consensual apenas llegó a los medios de comunicación y la cantidad de voces que se atrevieron a manifestar una interpretación critica de los efectos que producía el consenso, fue escasa. Actuaron al margen de la disciplina partidaria o en representación de partidos que no habían conseguido estar en el parlamento. A medida que pasaba el tiempo las voces críticas discrepantes se fueron haciendo más marginales, potenciándose ante la opinión pública la idea de que sus propuestas habían perdido la posibilidad de hacerse viables. Los críticos con el consenso fueron marginados de los partidos de izquierda. Así sucedió con José Vidal Beneyto y Antonio Trevijano, dos lideres independientes que contribuyeron a la formación de la Junta Democrática en Paris. Por las mismas circunstancia pasó Pablo Castellano, que a pesar de formar parte de las filas del PSOE hasta 1982, vio como la prensa socialista se negó a publicar varios de sus artículos. Y no solo en el ámbito de la izquierda, esas voces también existieron en el espacio de la derecha marginada, como puede ser el minoritario partido liderado por el demócrata cristiano Gil Robles. La falta de vitalidad política en la discusión parlamentaria es señalada por Gil Robles (1978) como una evidencia de adormecimiento democrático:

«una posición equívoca de discrepar sin exigir, de atacar sin querer vencer, de salvar las simples apariencias y no comprometer posibles acuerdos ventajosos». Con ese comportamiento se obtenía «un consenso —siempre el famoso y confuso consenso—. Sutilezas que, a fin de cuentas, a nadie engañaba… Por ese camino se va al descrédito de la institución parlamentaria»

J.M. Senillosa, entonces presidente del Partido Popular en Cataluña, manifestaba:

«esa elaboración se ha efectuado a espaldas del pueblo, al que ni se le ha informado debidamente ni se le ha convocado para que emitiera su parecer. Los partidos, enfrascados en el espejismo del consenso, han redactado la Constitución en pactos cerrados, oscuros, de sobremesa: en una simple tertulia de portavoces nada democrática»

El consenso triunfó porque no pareció una práctica ideológica. Ante una población bastante despolitizada representaba una manera de hacer las cosas que en sí misma no podía adscribirse a propuestas políticas de izquierdas o derechas. Se presentó a la población como una práctica ajena a los intereses partidistas, como una formula no política de resolver problemas políticos.

En el fondo se trataba de poner un valor ético por encima de la política para delimitar y reprimir las posibilidades expresivas de esta que no cuadraran en las limitaciones impuestas por la primera. De tal forma que aquellas propuestas- República, profundización de reformas sociales y económicas, democracia participativa- que fueron expulsadas del marco de lo consensual- dejaban de ser propuestas políticas y empezaban a ser contravalores éticos, indeseables e imposibles, tal y como le corresponde a todo lo que no tiene cabida dentro del campo de lo factible.

Mediante esta hábil neutralización de lo político, el consenso se fortaleció recurriendo a fuentes de legitimidad procedentes de otros ámbitos, como son los valores de lo que podría llamarse “ética del sentido común”, en algunos aspectos dotados de un transfondo cristiano, como el que estaba ligado al perdón humano, según el cual cuando la víctima no quiere perdonar, su actitud hacia todo lo que le rodea es hostil y está llena de ira y resentimiento. La transposición a la moral cristiana de las exigencias de depuración y renuncia al olvido, situarían a los partidos rupturistas en el ámbito de expresión política de esa ira y hostilidad. Poco a poco el consenso se convirtió en un valor de índole transcendental (Andre Bazzana 2006) un valor que además de fijar lo que resultaba posible, también determinaba lo deseable en el orden moral.

Pero finalmente el consenso, una vez cumplidas sus funciones de urgencia política, cayó su rutinización, y la indiferencia y el cinismo terminaron por desgastarlo. El consenso como logro que reflejaba la actitud madura de la población fue aceptado como un modelo de interés general, pero la población descreía de que el superior valor del bien común fuese la motivación real de la clase política y en ningún momento dejó de percibir la sospecha de cuáles eran los intereses que se ocultan detrás de esta propuesta. Inevitablemente política y sociedad se alejaron y la abstención hizo su aparición. Maravall ya observó en los años 80 este fenómeno, mediante el cual no se cuestiona la superioridad del régimen democrático, pero se desconfía de los políticos como representantes del interés general. Situación que Maravall ha calificado de «cinismo político». El sociólogo catalán lo ilustraba (1995) en los siguientes términos: «la concepción de que existe una disparidad entre los ideales que guían la política y la realidad de lo que ésta es, de que los ideales resultan hipócritas y las palabras de los políticos no se corresponden con sus verdaderas intenciones».

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