Por Xavier Casals

“Necesitamos un sitio adonde ir. ¿Cuánto cuesta una casa vacía? Hay millones de casas vacías. Los adolescentes las necesitamos. Una casa para cada cien adolescentes y seguirían sobrando millones de ellas. O un local de los que se alquilan y llevan meses cerrados. Un sitio de todos y de nadie, donde no haya que pagar por estar ni consumir algo ni matricularse en un curso ni entregar un carnet. No un sitio para dormir sino para hacer cosas, o para no hacer nada estando acompañado. Lo cuidaríamos, ¿por qué piensan que no lo haríamos? ¿Porque dejamos la ropa tirada? ¿Es que es lo mismo? Pues no lo es, por mucho que se empeñen.”
Esto lo dice Martina, protagonista de la novela Deseo de ser punk de Belén Gopegui, y es que las calles de nuestras ciudades se resumen cada día más en una acumulación deforme de Starbucks, Burger Kings, más y más franquicias y cadenas de restauración, terrazas de bar que roban el espacio para caminar (y lo imposibilitan por completo a aquellas personas con movilidad reducida), sucursales bancarias de todos los colores, agencias de viajes como cromos, pisos turísticos, tiendas de ropa de multinacionales textiles cuya mano de obra proviene de trabajo esclavo y explotación infantil, supermercados varios, clubs con carnet de acceso, gimnasios privados, escuelas de idiomas privadas, mutuas privadas (sobra explicar la relación entre el auge de estas y la reducción de camas en hospitales públicos), clínicas dentales privadas, gestorías privadas y -cada buen rato- una biblioteca pública y algún local cultural autogestionado.
El debate sobre el derecho a la ciudad y a sus espacios es algo que lleva tiempo sobre la mesa, pero con la gestión de esta crisis derivada de la covid19 se está evidenciando como nunca. Mientras los gobiernos nos están permitiendo tomar una cerveza, ir al gimnasio, salir de compras a unos grandes almacenes o reservar unas noches de hotel, nos olvidamos de hacer la reflexión más importante detrás de todo eso: el espacio público es cada día más un espacio privatizado. En una realidad así, tu vida fuera de casa (si puedes pagarte una) se limita (y ahora con la pandemia mucho más) a tus opciones de ocio que vayan acompañadas de un gasto económico. Siéntete guay, quítate la mascarilla, haz fotos, ríe y socializa tranquilamente si vas a un local a tomarte unas patatas bravas o a comer con un grupo de amigos o familiares; escóndete y evita sentarte en un banco o encima de una valla pública si te dispones a desafiar el statu quo actual y el armonioso orden social comiendo pipas, fumándote un verde o intercambiando palabras con algún otro pobre como tú. La ciudad como agente constructor de identidad, al nivel del cole, la familia o los medios.
La estrategia del sistema capitalista, ya lo ves, es clara: desregularizar (y eliminar) todos esos elementos de la vida social que puedan situarse al margen del mercado. Y contra eso, ¿qué hacemos? Pues hay muchísimas iniciativas colectivas y populares interesantes como la creación de huertos urbanos, centros okupados donde programar actividades culturales y deportivas o movimientos sociales que exigen una mayor participación de los barrios en la toma de decisiones de los ayuntamientos. Son solo algunos ejemplos, pequeños pellizcos de realidad que nos hacen creer que se puede derrotar a la especulación, al mercado y al miedo. Tres palabras que asustan, claro, porque el sistema capitalista se siente muy a gusto conjugándolas.
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