Condonar o no condonar, ¿he ahí la cuestión?

Dejémonos de elevar ruegos a quienes no dudan en sacrificar a generaciones enteras en pos de un sistema que agoniza.

La ya famosa carta publicada en El País por un lista de economistas encabezada por Thomas Piketty proponiendo la condonación de la deuda pública en manos del Banco Central Europeo (BCE) ha suscitado todo tipo de reacciones.

Las más virulentas han sido las de las fuerzas vivas de la ortodoxia institucional, desde el propio BCE hasta la Comisión Europea, pasando por la ministra de Economía del gobierno de España, quienes han rechazado frontalmente esta posibilidad. La presidenta del BCE, Christine Lagarde, ha tachado la idea de “inconcebible”. Su vicepresidente, Luis de Guindos, de “ilegal” y de carecer de “sentido económico”. La Comisión, en boca de la portavoz de asuntos económicos y financieros, ha recordado que su aplicación está “prohibida” por el artículo 123 del Tratado de Funcionamiento de la Unión Europea (TFUE). Y Nadia Calviño ha dicho, simplemente, que se trata de “un debate improductivo”.

¿Es legal la propuesta?

De entrada, y según establecen tanto el texto del TFUE como los Estatutos del BCE, la financiación directa de cualquier Estado por parte del BCE está estrictamente prohibida1. Sin embargo, esto es solamente una verdad a medias porque, de ser así, ¿cómo se explica que 2,5 billones de euros de deuda pública de los Estados miembro de la Unión Económica y Monetaria (UEM) –el 25% del total– esté en manos del BCE? Cierto es que los bonos se han comprado en mercados secundarios, pero esto no invalida el hecho de que el BCE es el principal acreedor individual del Tesoro de los países de la zona euro.

Por otra parte, la propuesta de estos economistas no aboga exclusivamente por la condonación de la deuda, sino que también contempla la posibilidad de convertirla en bonos de renta perpetua. Esto podría tener un encaje más factible dentro de la normativa comunitaria, pero, en realidad, es una propuesta que ya se intentó antes. Y sin éxito. Concretamente, una idea muy similar fue presentada por Yanis Varufakis en 2015 al BCE para tratar de mantener a Grecia en el euro y, aunque contaba el beneplácito de muchos banqueros y acreedores, acabó siendo rotundamente rechazada.

Así pues, la propuesta no es en sí misma ni legal ni ilegal. En cuanto condonación, no es posible, pero como canje de deuda, sí podría llevarse a cabo. Pero, para pensar que esto es realmente factible, tendríamos que ignorar olímpicamente de qué acreedor estamos hablando.

Una propuesta ilusoria

El BCE no es cualquier acreedor. Es un Banco Central diseñado a imagen y semejanza del Bundesbank alemán y constituye, sin duda, un ejemplo modélico de ortodoxia monetaria. Primero, porque su independencia respecto de los poderes políticos (y democráticos) de los países miembro es estatutaria y no admite reforma. Segundo, porque tiene un único objetivo: el control de la inflación. Y tercero, como hemos dicho ya, porque tiene taxativamente prohibido financiar a los Estados o hacerse cargo de sus deudas2.

Pretender convencer al BCE de que condone o canjee la deuda pública que tiene en su poder con el argumento de que podría servir a los países deudores “para su reconstrucción ecológica, pero también para reparar los daños sociales, económicos y culturales causados por la terrible crisis sanitaria que sufrimos” es completamente ilusorio. Tan ilusorio como fue pedirle que dejara de ser el brazo ejecutor de la troika y se abstuviera de amenazar y torturar al pueblo griego en el altar de la austeridad fiscal. El BCE no es un banco de inversiones ni una agencia de desarrollo, no está sometido a control democrático alguno y no tiene como objetivo el bienestar de los ciudadanos. El BCE es una institución ortodoxa hasta la médula en la que lo único que cuenta es gestionar la moneda de la manera más restrictiva posible.

Una propuesta vana

Pero, ¿y si estuviéramos equivocados y el BCE diera su brazo a torcer? ¿Y si Christine Lagarde o Luis de Guindos, en un giro de 180 grados a sus currículos, decidieran considerar esta posibilidad3? ¿Vamos a conseguir así, como dice el texto, que “el destino vuelva a estar en nuestras manos”?

La respuesta es rotunda: NO. Suponer que ese margen fiscal, como suelen llamarlo, podría servir “para invertir las mismas cantidades en la reconstrucción ecológica y social” es ignorar las restricciones que supone la pertenencia a la Unión Europea y, sobre todo, al euro. El Pacto de Estabilidad y Crecimiento, el Pacto Fiscal y el mecanismo del Semestre Europeo impiden de raíz este tipo de iniciativas. Los fondos supuestamente liberados no podrían usarse sin permiso explícito y previo de la Comisión Europea, de igual modo que los Presupuestos Generales del Estado deben ser aprobados por las autoridades de Bruselas incluso antes de ser presentados al Congreso de los Diputados.

Nacionalizar una empresa o un sector, fundar una verdadera banca pública de inversión o desarrollo, establecer una modesta planificación económica –aun  indicativa– o, simplemente, hacer reformas progresivas en el sistema tributario son misiones imposibles en el seno de la UEM. Tener más dinero no serviría de casi nada si no podemos utilizarlo según nuestras necesidades.

Una propuesta timorata

Otro aspecto inquietante a destacar es el exquisito respeto con el que la propuesta trata a los acreedores mayoritarios de la deuda pública europea: los bancos, los fondos de inversión y los especuladores privados. En ningún caso se atreve a insinuar que la quita o la conversión de la deuda vaya a afectarlos a ellos.

Esto es fácil de entender si comprendemos que esta propuesta no pone en cuestión en ningún momento la lógica del capital. Una lógica en la que el mercado es sagrado, el negocio es lo primero y en la que quienes amasan sus fortunas aprovechando las necesidades de financiación de unos Estados atados de pies y manos por culpa de las reglas del euro no pueden ser molestados. Estos fondos y entidades especulan con la deuda de todos nosotros y ni esta propuesta ni, por supuesto, el BCE están para cambiar eso, sino para protegerlos del riesgo de que los ciudadanos decidamos (o no tengamos más remedio que) dejar de pagarles la fiesta.

Una propuesta preocupante

En cualquier caso, esta propuesta tiene una virtud innegable: deja bien clara la enorme preocupación que tienen los economistas firmantes ante lo que nos espera en el futuro. Una preocupación que compartimos y que, sin lugar a dudas, debería ayudarnos a entender la necesidad de cambiar de raíz el sistema económico que nos domina.

Por un lado, el texto evidencia la inquietud que provoca el vertiginoso aumento de la deuda pública provocado por la intervención masiva de los Estados para tratar de afrontar la crisis económica actual. Este crecimiento, que ha llevado la deuda española al 120% de su PIB, la deuda de la UE al 94% y la deuda de la zona euro al 102%, continuará sin duda alguna en el corto plazo.

Por otro lado, estremece pensar en las exigencias que, ante este escenario, nos impondrá la reactivación de las normas del Pacto de Estabilidad y Crecimiento, algo que ocurrirá en 2022 o, como muy tarde, en 2023. Volver a cumplir con el límite del 60% de deuda pública o con el equilibrio presupuestario obligará a tomar medidas de austeridad desconocidas hasta el momento. Los recortes en servicios públicos, la represión salarial, el ataque contra las pensiones o el empeoramiento de las condiciones laborales se redoblarán y, además, sus ejecutores seguirán pretendiendo convencernos de que es algo inevitable. Si no hacemos algo, volveremos a ser los asalariados que trabajamos hoy, los jubilados que trabajaron ayer y los jóvenes que trabajarán mañana los que paguemos la factura.

Dejémonos de elevar ruegos a quienes no dudan en sacrificar a generaciones enteras en pos de un sistema que agoniza. Olvidémonos de propuestas ilusorias, vanas, timoratas y preocupantes. Es hora de afrontar la realidad: el futuro nos exige un cambio de base, no parches en las ruedas.

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