Con los ojos del agresor

Por Laura Lecuona

Una de las maneras como los hombres violentos ejercen su dominio sobre las mujeres a las que consideran de su propiedad, típica pero no exclusivamente sus esposas, es controlar lo que ellas piensan. Otra es aislarlas del mundo: orillarlas a cortar los lazos familiares y amistosos, “prohibirles” ver a sus amigas, evitar que tengan una vida propia fuera del castillo de la pureza en el que las quieren encerrar. Tanto el control de su pensamiento como el de sus relaciones y sus acciones sirven para hacer más fuerte la dependencia, hasta que termine por cumplirse literalmente la consigna romántica “No puedo vivir sin ti”.

Una esposa que tiene poco contacto con el mundo exterior reduce sus oportunidades de acceso a cosmovisiones distintas de las de su marido; por eso es tan común que las mujeres atrapadas en una relación de maltrato vean el mundo desde la perspectiva de su agresor. Eso es a fin de cuentas lo que éste busca. Es además una de las varias razones por las que, cuando una observa su compleja y delicada situación desde la barrera, pueda a veces resultarle un enigma que ella siga ahí. “¿Pero por qué no se va, por qué no lo deja?” Puede parecer una decisión fácil, pero quienes estudian la dinámica entre hombre maltratador y mujer maltratada saben que optar por mejor no escapar de una relación violenta es muchas veces todo menos irracional.

Una de estas estudiosas es Dee Graham, autora principal de Loving to Survive. Sexual Terror, Men’s Violence and Women’s Lives, obra que tendría que haberse vuelto un clásico pero el hecho que sea algo más cercano a un libro de culto se debe seguramente a que defiende una postura muy incómoda, psicológicamente difícil de afrontar. Un ejemplito: “Como la supervivencia de las mujeres depende de que sepan cómo las cosas afectan el humor de los hombres, llegamos a experimentar el mundo desde las perspectivas de ellos. A la larga ya no somos conscientes de nuestros propios sentimientos, pensamientos y humores: sólo de los de ellos. Varios factores facilitan este proceso. Uno es que resulta ventajoso para las mujeres negar nuestros propios sentimientos porque no son sino un obstáculo a la hora de cuidar los sentimientos de los hombres, que las mujeres deben atender a fin de reducir la violencia masculina contra nosotras. Otro factor es el aislamiento físico de las mujeres con respecto a otras mujeres, debido en gran parte a que cada pareja conformada por un hombre y una mujer vive en un domicilio físicamente separado de las otras parejas. Otro más es el aislamiento ideológico de las mujeres con respecto a cualquier perspectiva distinta de la masculina, debido al control que ellos ejercen sobre los medios de comunicación, como la tele, el radio y los periódicos. El aislamiento físico e ideológico de las mujeres significa que tenemos pocos recordatorios de nuestras propias perspectivas o incluso del solo hecho de que estas perspectivas puedan siquiera existir” (Dee Graham, Loving to Survive, New York University Press, 1994, pp. 165-166).

Según nos recuerda Graham en este completísimo estudio, las mujeres que sufren maltrato a manos de sus esposos comparten una serie de características con las mujeres retenidas contra su voluntad en un asalto que llegan a formar un vínculo afectivo o de complicidad con sus secuestradores. La tesis principal de Graham es, de hecho, que las mujeres hemos adoptado frente a la violencia masculina estrategias de supervivencia muy similares a las de algunas rehenes frente a sus captores, como si el conjunto de las mujeres sufriéramos una especie de síndrome de Estocolmo social en relación con el conjunto de los hombres. Es una tesis muy fuerte, ciertamente difícil de digerir, pero antes de desecharla habría que leer el libro. Esta autora “no da paso sin huarache”; todas sus conclusiones son cautelosas e invariablemente se derivan de premisas con amplio respaldo en no pocos estudios de psicología social.

Cuando esa obra se publicó no estaban en el horizonte los medios de comunicación social, pero en éstos (que, como la tele, el radio y los periódicos, están controlados por hombres, por mucho que las mujeres participen activamente en ellas) también se da la dialéctica descrita: el punto de vista dominante, dentro y fuera de las cámaras de eco, es el masculino. Se sobreentiende que nada impide a las mujeres adoptar el punto de vista de los hombres; es lo que pasa cuando hacen suyas las opiniones de ellos, cuando confían más en lo que ellos dicen que en sus propias experiencias, conocimiento, convicciones o corazonadas. Puede tratarse de un autor connotado, un pariente, un amigo o un simple desconocido en Twitter; detrás de casi todo argumento de autoridad hay una persona de sexo masculino.

En estos modernos medios digitales es cada vez más común la siguiente escena. Una mujer de izquierda expresa una opinión (por ejemplo, “El feminismo es un movimiento centrado en las mujeres”). Resulta ser una opinión que difiere del discurso dominante en el ambiente en que ella se desenvuelve. No les gusta nada a los hombres que la siguen. Se corre la voz. Le llueven regaños, insultos e intimidaciones por pensar así. Es discurso de odio, le dicen, es excluyente y es violento contra uno de los grupos más oprimidos de la sociedad.

Aquí hay al menos cinco posibilidades: puede ser que ella 1) rápidamente cambie de parecer, se deshaga en disculpas y agradezca a quienes le hicieron darse cuenta de su error; 2) se quede con algunas dudas y decida despejarlas entrando a un curso o taller que la lleve por el buen camino y le enseñe la verdad revelada (si googlea “Cómo ser una aliada trans” seguramente encontrará alguno en su localidad); 3) se quede con algunas dudas y decida beber de distintas fuentes para informarse más y seguir reflexionando; 4) tan sólo finja haber escarmentado para quitarse de encima al batallón; 5) persevere en su postura y no se calle.

En el primer caso es probable y en el segundo casi seguro que para expiar sus culpas, y como buena cómplice entre los oprimidos, participe en el tratamiento correctivo de la siguiente incauta; tanto en el tercero como en el cuarto es muy posible que haya aprendido la lección y decida no volver a abordar el tema; en el quinto está garantizado que volverá a caerle encima la policía del pensamiento. Es lo que les pasó a J. K. Rowling y a Chimamanda Ngozie Adichie cuando dijeron, y luego reiteraron, que frente a la afirmación “Las mujeres trans son mujeres” su postura es “No comulgo”.

Sí de por sí todo está hecho para que veamos el mundo con la mirada masculina, en el clima actual, con tantos celosos vigilantes de lo que decimos, la cosa empeora. La acusación de transfobia a las mujeres que reconocen que identidad de género no es más que un nuevo nombre para los viejos estereotipos sexuales es una manera chantajista de obligarlas a abandonar su punto de vista y hacerles olvidar que ellas pueden tener sus propias perspectivas.

Los activistas de la identidad de género están empeñados en que todas las mujeres vean el mundo desde su perspectiva, y cuando alguna no se cuadra responden igual que los esposos violentos. No debe extrañarnos que parte de su modus operandi consista también en fracturar al feminismo: acabar con este movimiento, como quisiera el golpeador, es la única manera de consumar el aislamiento ideológico de las mujeres.

De Dee Graham no se sabe casi nada. Si a la información disponible en Internet nos atenemos, su vida y su paradero son un misterio total. En su momento el libro fue muy bien recibido por las lectoras feministas pero fue objeto de ataques furiosos de otro sector: hombres y mujeres que no lo entendieron y hombres y mujeres que quizá lo entendieron demasiado bien.

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