La ventana de Overton: cómo asume la sociedad los principios de la derecha radical

Hemos aceptado una regresión terrible en el foco de los debates: volvemos a debatir si la violencia de género existe o no, si las personas LGTB deben ser protegidas o no… mientras ganan increíble popularidad teorías económicas que van incluso más lejos que las propias del neoliberalismo. 

Por Adrián Juste

En 2019, Joseph P. Overton propuso una teoría política que defiende la idea de que solo un estrecho margen de políticas públicas son aceptables por la sociedad. Más tarde, el comentarista Joshua Treviño postuló cual podría ser la percepción social de diferentes políticas en base a su posición en este margen: cuanto más al centro, más popular; cuanto más alejada, menos aceptada.

Sobre esta teoría, que pasó a denominarse “la ventana de Overton”, se han realizado muchas propuestas. ¿Cómo hacer que ideas que la sociedad ve como radicales (en los extremos o fuera de la “ventana”) se vuelvan más aceptadas? O al revés, ¿cómo hacer que una política que sea aceptada se vea, con el tiempo, rechazada por una mayoría social?

La ventana de Overton es una teoría que guarda una relación muy estrecha con otros dos conceptos: el de hegemonía cultural, desarrollado por el autor marxista italiano Antonio Gramsci en los años 20; y el de “guerra” o “batalla cultural”, creado (o popularizado al menos) por el autor francés Alain de Benoist en las décadas de los 60 y 70.

Estos últimos, por resumirlo y simplificarlo mucho, hacen referencia a los valores y creencias que impregnan la cultura de las diferentes sociedades y que, por lo tanto, unas decisiones políticas sean más aceptables que otras. Mientras que Gramsci aplicó estas ideas al comunismo y al socialismo, Alain de Benoist buscó aplicarlas a la extrema derecha. No en vano, su colegas se hacían llamar a sí mismos “gramscianos de derechas”.

Y es que, este último se dio cuenta de que, aunque los partidos de izquierdas perdieran citas electorales, la sociedad evolucionaba en base a ideas promovidas por los sectores más progresistas. Es decir, a pesar de las victorias electorales de los partidos conservadores, estos tenían que adaptar sus ideas más tarde o más temprano al avance social.

Para Alain de Benoist, la izquierda tenía la hegemonía cultural. Desde que los fascismos fueron ampliamente derrotados en la Segunda Guerra Mundial, los valores más reaccionarios estaban en declive, teniendo que camuflarse o disfrazarse, o asumir estar relegados al ostracismo.

En un intento por frenar el avance de la izquierda, los partidos de derechas o bien asumían los cambios, o bien apelaban al miedo al comunismo en el contexto de la Guerra Fría, o a estrategias más basadas en cuestiones emocionales, personales, estadistas… que en ideas o valores culturales.

Sin embargo, De Benoist, que creó un think tank llamado GRECE, dedicó décadas en reconfigurar la estrategia de la extrema derecha para recuperar la hegemonía cultural. Se hacía exactamente la misma pregunta que he planteado antes: ¿cómo hacer que las ideas racistas, xenófobas, machistas, tradicionalistas… se vuelvan aceptables?

Del “We Are The 99%” al “TRUST THE PLAN”

Desde que el escritor francés se hizo esta pregunta hasta que la nueva derecha radical empezó la rápida escalada que hoy padecemos, han pasado unas cinco décadas.

En realidad, partidos ultranacionalistas, xenófobos y antidemocráticos ya empezaron a penetrar en los parlamentos europeos y de países asiáticos a principios de los años 80 y los 90, tras las crisis del petróleo que llevó a una pérdida de confianza en el modelo keynesiano de la economía y personajes como Margaret Tatcher o Ronald Reagan lideraron la ola neoconservadora que asoló el mundo occidental. Por no hablar de las dictaduras militares de América Latina provocadas, apoyadas y sostenidas por la CIA en el marco del Plan Cóndor.

Sin embargo, la crisis de 2008 llevó a una seria pérdida de confianza del sistema económico actual y provocó una fuerte oleada de protestas que cuestionaba sus cimientos y que comenzó en 2011 y duró aproximadamente hasta 2014.

Si viviste esa época, es importante que hagas un ejercicio de memoria. Si no lo viviste, necesito que hagas una pausa para que veas vídeos de aquellos momentos. Es muy importante, para entender este artículo, hacer un viaje astral a, por ejemplo, el 15 de octubre de 2011.

“No somos mercancía en manos de políticos y banqueros”, “No es una crisis, es una estafa”, “Democracia real ya”, “Occupy Wall Street”, “We Are The 99%”. Estos eslóganes cuestionaban mucho más que a la clase política: replanteaban, ya sea desde el rupturismo o el reformismo, el sistema en sí mismo.

Se criticaba el neoliberalismo, esto es, las políticas económicas basadas en los recortes presupuestarios y en la privatización de servicios públicos; se criticaba la desigualdad, la pobreza y el desamparo que generaba el sistema; se criticaba la oligarquía, el amiguismo y la confabulación que existía entre políticos y empresarios; se cuestionaba que la democracia y el sistema financiero pudieran coexistir en paz y armonía.

En definitiva, se abogaba por un mejor sistema democrático, por la protección de los servicios públicos, por mejorar el nivel de vida de la gente… y se acogieron valores como el antirracismo, la igualdad, el respeto al medio ambiente… de manera transversal. Se tenía la vista fija en las élites, tanto políticas como económicas, desde movimientos sociales que comenzaron siendo totalmente apartidistas.

En España, por ejemplo, se estima que entre 2 millones y medio y 7 millones de personas participaron en algún momento en actos promovidos desde el Movimiento 15-M, el nombre asignado a las protestas sociales que estallaron en España y que sacudieron los cimientos del sistema, aunque fuera de forma leve y breve. Diferentes sondeos hablaban de entre un 60 y un 80% de gente que apoyaba sus reivindicaciones y acciones.

Recuerdo en asambleas abiertas a multitudes replantear seriamente cuestiones como el funcionamiento de los mercados, las incongruencias del sistema capitalista, las presiones de las grandes empresas y un largo etcétera. Un espíritu que a algunas personas más mayores le recordaba a las ganas de cambio de la Transición, cuando se gritaba aquello de “Libertad, Amnistía y Estatut de Autonomía”.

Como nota de curiosidad, también recuerdo que se manejaban teorías de la conspiración en aquellos ambientes acerca de cómo las élites económicas y políticas lo manejaban todo desde grupos de poder como el Club Bielderberg, y que existía un Nuevo Orden Mundial que intentaba instaurar una dictadura a escala global de corte reaccionario. Élites que conspiraban para mantener el capitalismo a costa de acabar con la democracia, la libertad y la igualdad.

Una década después de todo aquello, el cuento ha cambiado. Al menos mi sensación, es que aquellas personas que abogábamos por esos cambios, hemos ido modificando cada vez más nuestro discurso. Hemos pasado de buscar conquistar nuevos derechos a protestar para no perderlos.

Protestábamos contra la Unión Europea por imponer políticas neoliberales y contra la globalización por amenazar el tejido económico y cultural local. Ahora se protesta contra la UE por tratar de articular políticas igualitarias y contra el “globalismo” porque amenaza la soberanía nacional al intentar llegar a consensos políticos sobre grandes amenazas mundiales como el cambio climático.

Hasta las teorías de la conspiración han cambiado sus objetivos. Ahora se lucha contra un Nuevo Orden Mundial que consiste en una suerte de élites progresistas que buscan imponer un totalitarismo marxista a base de aplicar políticas con la excusa de la igualdad. Élites de izquierdas que, por algún motivo, son las que dominan los hilos del mundo.

Hasta de la figura de Julio Anguita, referente político y, especialmente, de la izquierda, se ha querido apoderar la extrema derecha, como vimos cuando Macarena Olona, posible candidata de Vox para las elecciones andaluzas, resignificaba su figura.

Hemos pasado del “We Are The 99%” al “TRUST THE PLAN”, donde la rebeldía y el sentimiento antisistema se catapulta contra unas (supuestas) políticas progresistas que amenazan la (supuesta) libertad inventándose problemas y creando conflictos que no existen. Es todo mentira: la desigualdad, el cambio climático, las vacunas… son todo planes ocultos para que las élites globalistas lo controlen todo y destruyan la capacidad de los países para tomar decisiones.

La diferencia es que, mientras Internet sirvió como herramienta para que la gente de a pie se enfrentara a los grandes medios de comunicación para canalizar el descontento popular que cuestionaba el sistema, este discurso reaccionario y sin sentido alguno está apoyado desde esas mismas élites que le vieron las orejas al lobo en 2011.

Intrincadas redes, demostrables, que financian organizaciones y partidos, que se coordinan y pactan, para llevar a cabo verdaderas campañas de comunicación en base a los principios que Alain de Benoist planteó hace décadas, y que incluye el uso descarado de bots y de cuentas falsas para manipular a la opinión pública.

La izquierda que es aplaudida por la derecha

Si todo lo anterior no te ha servido para darte cuenta hasta qué punto el discurso ultraderechista ha dado un manotazo al panorama social y político, no hay más que echar un ojo a las noticias:

El Papa ahora es comunista.

Federico Jiménez Losantos un vendido a las élites globalistas por preguntarle a Santiago Abascal, líder de Vox, si se había vacunado.

El gobierno socialista de Dinamarca aprobando las medidas más duras que el país ha visto nunca antes contra la inmigración.

El 72% de los votos según los sondeos en Francia irán a partidos de derechas.

Dos partidos de extrema derecha, la Liga y Hermanos de Italia, han superado ya el 40% de la intención de voto.

En diez años, se ha pasado del 50 al 16% la gente que se considera clase trabajadora en España.

Figuras y organizaciones autoproclamadas de izquierdas sostienen un discurso terriblemente reaccionario mientras acusan de “posmodernismo” a aquellas personas y grupos que llevan décadas luchando por la igualdad y contra las injusticias.

Podría estar escribiendo más y más ejemplos, pero la peor parte es la que hemos asumido en nuestro día a día. Normalizamos que los debates sean intercambios continuos de faltas de respeto y de insultos donde lo que prima es darle un zasca al contrario, normalizamos que se opine de las personas negras e inmigrantes… y hagamos una pausa, ¿qué hubiera pasado si Vox hubiera puesto ese famoso cartel del metro de Madrid contra los menores extranjeros en el año 2012?

Hemos aceptado una regresión terrible en el foco de los debates: volvemos a debatir si la violencia de género existe o no, si las personas LGTB deben ser protegidas o no… mientras ganan increíble popularidad teorías económicas que van incluso más lejos que las propias del neoliberalismo.

Tenemos a indocumentados, como Libertad y lo que Surja, que mientras presumen de gastarse su sueldo en OnlyFans, lamentan la tremenda restricción a la libertad que supone que un trabajador solo pueda tener 8 horas laborales.

Y todo ello en medio de unas cuotas de crispación y de atomización social como no se había visto en décadas.

Un gigantesco castillo de naipes

Sinceramente, no soy de los que piensan que la extrema derecha esté ganando esa famosa batalla cultural. Pero es más que evidente que se ha abierto un espacio social y político que ha reconfigurado la sociedad y que está condicionando cómo y de qué temas hablamos, y cuáles son nuestras prioridades, e incluso qué vocabulario empleamos.

Llevo tiempo pensando que existe una gran diferencia entre la extrema derecha y el resto de corrientes políticas. Y es que es probablemente el único espacio del espectro político que no puede existir sin mentiras.

En una entrevista con el youtuber e investigador Carles Tamayo, me decía que las teorías de la conspiración no eran únicamente del dominio de la ultraderecha, sino que la extrema izquierda también había bebido (y bebe) de conspiraciones y pseudociencias.

Sin embargo, aunque tiene razón, la gran diferencia que veo es que el anarquismo, el socialismo, el comunismo o cualquier otra corriente izquierdista no necesita de grandes conspiraciones, ni confabulaciones, ni negacionismos para sostener su discurso. Puede ayudarse de estas teorías, o bien pueden existir grupos izquierdistas que las adopten, pero es una cuestión totalmente auxiliar.

Curiosamente, casi todas las conspiraciones y sectas que Tamayo ha investigado (la Iglesia del Palmar de Troya, la empresa IM Academy, Pizzagate, QAnon… ) tienen un marcado sesgo ultraderechista y/o ultraliberal. La Iglesia del Palmar es ultracatólica y ha canonizado figuras como la de Francisco Franco; IM Academy abría conferencias haciendo plegarias a Dios y haciendo discursos contra los impuestos; de Pizzagate y QAnon ni hablamos…

Puede apoyarse en ellos, puede exagerar problemas, puede ser populista, pero mientras que se puede ser comunista sin ser antivacunas, sin temer en nuevos órdenes mundiales y sin creer en el reiki, no se puede ser nazi sin creer en que existe una gigantesca conspiración judeo-masónica-marxista internacional.

La extrema derecha se sostiene, de hecho, en base a la negación de aquellos problemas cuya solución puede atentar con los privilegios de las clases más aventajadas. Por eso el movimiento antivacunas se nutre especialmente de radicales de derecha, y no es algo que solo pase en España porque aquí hay un gobierno (supuestamente) progresista: más de la mitad de negacionistas de las vacunas y de la pandemia votaron a Alternativa para Alemania, por ejemplo.

¿Quiero mantener mis privilegios masculinos? Niego la desigualdad de género y ataco el feminismo. ¿Quiero mantener mis empresas contaminantes? Niego el cambio climático. ¿Quiero evitar que se restrinja mi actividad económica? Niego la pandemia. ¿Quiero poder vulnerar los derechos fundamentales que quiera? Ataco organismos supranacionales.

De hecho, la extrema derecha nace precisamente con esa vocación: preservar el privilegio de unas élites que se ven impotentes ante el avance de la izquierda. Son los perros de presa del sistema económico y social imperante, y en momentos de grandes crisis reciben el apoyo de los poderosos para frenar el progreso social.

Todo lo anterior, no obstante, tiene un gran fallo: la extrema derecha, al final, es como un gran castillo de naipes. Al sostenerse en mentiras, engaños y falsedades, tarde o temprano caerá. A veces, hará falta una guerra, como en 1939. Otras, concienciación, movilización y protesta. Pero la extrema derecha, como el propio sistema que en el fondo defiende, es insostenible.

El problema es que, por el camino, hará mucho daño y, como dice el politólogo Pablo Simón, nunca se vaya del todo. Ahora mismo estamos en un temido punto en el que, en mi humilde opinión, toca tomar conciencia de hasta qué punto la normalización del discurso reaccionario está incluso cambiando la forma de actuar de los propios movimientos sociales que luchan contra él.

“Todo mal”, decía hace un mes. Y sí, toca cobrar conciencia de lo desastrosamente mal que está todo en ciertos ámbitos, pero también de hasta qué punto nos afecta en nuestra vida diaria y qué podemos hacer para cambiarlo.

De hasta qué punto nos dejamos la piel para decir alto y claro que queríamos una democracia real y cómo ahora, una década después, nos cuesta que millones de personas sientan empatía por gente que se ahoga en el Mediterráneo.

 

Reflexionemos. Se nos va el futuro en ello.

 

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