El ciudadano Felipe, simpático holgazán

Cuando el 14 de abril de 1931 Alfonso XIII huyó de España, lo hacía consciente de la derrota de una monarquía que había regido en España entre las sombras del caciquismo, la desigualdad y un clientelismo que junto al ejército y a la iglesia, habían sostenido a una dinastía; la de los Borbones, que llegaba a su fin con el advenimiento de la conciencia democracia republicana. La corona, que históricamente había cimentado su poder en una oligarquía en franca decadencia y en un sistema político corrupto, veía como la voluntad popular, expresada en las urnas pese al caciquismo y la cultura política del turnismo, rompía con el sistema para expulsar a un rey y a una monarquía arcaica e incompatible con las ansias de libertad y igualdad de la sociedad española.

Huía el rey de España de la democracia, del cambio y de las ansias de igualdad y progresión de su pueblo. Huía Alfonso XIII aquel 14 de abril de 1931, como ochenta y tres años después lo haría otro Borbón, esta vez acorralado por su propia decadencia y la de una familia de supuesta sangre real pero con vicios y tentaciones tan mundanas como las de cualquier otro. A la renuncia del ciudadano Juan Carlos de Borbón no le siguieron las banderas republicanas en las plazas, ni en los balcones, tampoco lo hicieron las declaraciones institucionales de ruptura de los partidos republicanos o las exigencias del colectivo obrero y estudiantil para dotar a la jefatura del estado de un derecho por encima del de la sangre de una sola familia. A las disculpas y la renuncia de Juan Carlos, le siguió el silencio apenas roto por el torpe murmullo de impotencia de una izquierda inoperante y temerosa del recuerdo de la bandera tricolor. El silencio y su hijo, el legítimo heredero, eso al menos dice proclamar su sangre y una constitución heredada del dibujo de estado de un dictador al que la monarquía y sus defensores siempre apoyaron en su cruzada contra la democracia y la legitimidad republicana.

Las cacerías en Botsuana, los amores y desamores en casa real con paraísos fiscales de por medio o el caso Nóos y la acusación a la infanta Cristina e Iñaki Urdangarín… suponen tan solo pequeñas piedras en un camino, el de la monarquía en España, facilitado por el miedo a su alternativa

Llegó Felipe VI al trono como llegaban los antiguos monarcas a sus coronaciones, con solemnidad institucional y grandes promesas de cambio, promesas de regeneración política, de igualdad ante la ley y de justicia, que a día de hoy nada suponen para un pueblo que inmerso en la cruenta lucha del día a día, todavía sigue sin reconocer su condición de súbdito. Las cacerías en Botsuana, los amores y desamores en casa real con paraísos fiscales de por medio o el caso Nóos y la acusación a la infanta Cristina e Iñaki Urdangarín… suponen tan solo pequeñas piedras en un camino, el de la monarquía en España, facilitado por el miedo a su alternativa. Después de todo, somos un país educado en el miedo a la República, un país en el que la sangre de los vencidos sigue sin valer nada, mientras la sangre de los vencedores puede llegar a valer un reino.

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