La sumatoria de pequeñas medidas progresivas en los primeros 100 días impresionan, pero fueron parciales e insuficientes. Queda claro que Lula decidió gobernar «en frío» y no «en caliente», privilegiando los pactos con los partidos tradicionales sobre la movilización popular. Bolsonaro sigue políticamente «vivo» y no debe ser subestimado.
La actividad duplica la fuerza. La actividad hace más fortuna que la prudencia. Refranes populares portugueses.
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No fueron tres meses «sin emoción». Lula tuvo dos tomas de posesión. El 1 de enero asumió la presidencia ante una emotiva movilización que levantó la pancarta «no a la amnistía» para Bolsonaro. Pero el mandato comenzó a última hora de la tarde del 8 de enero, cuando respondió con firmeza a la semiinsurrección golpista que durante horas convirtió Brasilia en un escenario de caóticas atrocidades. La relación política de fuerzas cambió a raíz de la victoria electoral y el gobierno tuvo una previsible «luna de miel». Los medios de comunicación burgueses, especialmente Globo, apoyaron a Lula. El gobierno es el poder más importante en el diseño de un régimen presidencialista: los ministros de los tribunales superiores son un poder no electo, nombrados por la presidencia y confirmados por el Senado, y el Congreso es una instancia donde el poder está fragmentado por la representación de distintos intereses de clase. La derrota de Bolsonaro abrió un nuevo momento más favorable, por supuesto. La presencia de Lula en la presidencia, pero al frente de un gobierno de «frente amplio», con Simone Tebet como ministra, representación del ala del MDB de Renan Calheiros y de la familia Barbalho de Pará, el apoyo de Kassab del PSD e incluso de la União Brasil de Antônio Carlos Magalhães Neto establece límites claros para las urgentes transformaciones necesarias.
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Un nuevo momento en la coyuntura no equivale a una nueva situación en la lucha de clases. La relación social de fuerzas aún no ha cambiado, como podemos observar en el ambiente dentro de las grandes empresas, y verificar en las encuestas de opinión. En las fábricas y en las escuelas, en los barrios y en las familias, la fractura política permanece. En las métricas de las redes sociales, la adhesión a la izquierda en sentido amplio incluso ha disminuido un poco. La capacidad de movilización de la izquierda es baja. Aun así, ha habido algunos pequeños pero alentadores signos de recuperación del estado de ánimo, en sectores de vanguardia o en algunas categorías de los trabajadores mejor organizados. La más importante fue la movilización nacional del 9 de enero, el día después del intento de golpe en Brasilia, que en São Paulo superó las cincuenta mil personas en la Avenida Paulista. También el plenario de la CNTE de los sindicatos de profesores de escuelas públicas, que convocó a una jornada nacional de huelga para revocar la reforma de la enseñanza media o la huelga de los trabajadores del metro de São Paulo por el bono salarial fueron señales de una nueva disposición de lucha. Pero lo que aún prevalece es una sensación de alivio por la derrota de Bolsonaro, y las expectativas en Lula están intactas pero son bajas. La agonía, y la sensación de agotamiento acumulada a lo largo de los años, ha pasado, sin embargo no se espera mucho. Encuestas recientes de Ipespe y Datafolha señalan que el gobierno mantiene sus posiciones: 38% aprueban la gestión, 29% la desaprueban y 30% consideran que el gobierno es regular. O sea, a pesar del desgaste de Bolsonaro con el escándalo de la inexplicable apropiación de joyas sauditas, la extrema derecha mantiene influencia sobre un tercio de la población. Esto significa que la masa de la burguesía, algunos millones de propietarios, y la mayoría de las clases medias siguen siendo hostiles al gobierno. El gobierno no avanzó, pero tampoco ha perdido posiciones.
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Hubo, sin embargo, fluctuaciones en la coyuntura. El gobierno se fortaleció con la derrota del ensayo golpista del 8 de enero, pero perdió el «momento de oportunidad». La respuesta de Lula, todavía en Araraquara, decidiendo la intervención federal en la seguridad de Brasilia, exigiendo la presencia de los gobernadores, incluidos los bolsonaristas, en una marcha contra los golpistas al STF, y luego destituyendo al comandante del Ejército, fue enérgica. La extrema derecha estaba dividida, entre otras cosas porque Bolsonaro abandonó Brasil a la defensiva, renunciando a su presencia en la transmisión del poder una semana antes. Pero no hubo una convocatoria en cadena nacional de radio y televisión, ni un llamamiento a la movilización popular en las calles. La apuesta por una respuesta «fría», estrictamente, institucional al golpe fue una vacilación grave. Generó polémica incluso la convocatoria a las calles el 9 de enero. Faltó una valoración lúcida de la máxima gravedad del significado del levantamiento golpista. Se evitó un combate frontal. Las siguientes semanas de enero fueron las mejores del mandato, pero se desaprovechó parcialmente la oportunidad. Lo que más pesó posteriormente fue la continuidad de la desaceleración económica que viene desde finales de 2022.
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La sumatoria de pequeñas medidas progresivas en los primeros 100 días impresionan, incluso despiertan aliento, pero fueron parciales e insuficientes, porque la esperada «revocación» general de la legislación de Bolsonaro no llegó. La PEC (Propuesta de Enmienda Constitucional) de transición garantizó un presupuesto que asegura una rediseñada Bolsa Família, la vuelta de los comedores escolares, un pequeño aumento del salario mínimo y algunas inversiones en Minha Casa, Minha Vida. Se detuvo la privatización prevista de Correos. Más impactante fue la decisión de desplegar la fuerza militar sobre el campo para expulsar a los empresarios buscadores de metales de Roraima, ante la tragedia humanitaria del pueblo yanomami. Despertaron esperanzas las acciones de represión de las empresas que explotaban a los trabajadores, imponiéndoles condiciones análogas a la esclavitud, así como fue recibida con entusiasmo la suspensión de la reforma de la enseñanza media. La anulación de la facilitación de la compra de armas, las comisarías de la mujer abiertas 24 horas, el respeto al piso nacional de enfermería, el aumento de las becas de posgrado, el anuncio de la restitución del 9% de los salarios de la administración pública federal, congelados desde hacía siete años para la mayoría, así como la reanudación del plan nacional de vacunación, fueron medidas de emergencia bienvenidas. Sin embargo, la «revocación» quedó en menos de la mitad. La privatización de Eletrobrás, por ejemplo, no será revisada. La privatización del metro de Belo Horizonte no fue suspendida. Si no se anula la «herencia maldita», el bolsonarismo puede volver.
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La mayor batalla de estos cien días fue la lucha contra la intransigencia del Banco Central. Campos Neto mantuvo los tipos de interés en el 13,75% anual, los tipos de interés reales más altos del mundo. En esa iniciativa el gobierno obtuvo el apoyo del 80% de la población. No hay peligro de moratoria de la deuda pública. La inflación sigue bajando. No hay presión de la demanda con la caída del salario medio. Campos Neto decidió desafiar al gobierno electo, apoyado por la fracción capitalista más concentrada, para presionar a Haddad. El objetivo del Banco Central era exigir una estrategia de ajuste fiscal que garantizara un superávit primario. Haddad demostró habilidad en las negociaciones al presentar el marco fiscal. Pero lo más importante es que consiguió el apoyo de la fracción más poderosa de la clase dirigente, como Palocci en 2003. Es un plan ingenioso, más flexible que el actual techo de gasto, pero es neoliberalismo «con descuento». En la nueva regla fiscal, el techo de gasto será del 2,5% por encima de la inflación. En el techo heredado del gobierno Temer el gasto estaba congelado y durante diez años no podía crecer nunca por encima de la inflación. Era imposible, y ni siquiera Bolsonaro podía cumplir. Pero la estrategia de Haddad, no hay forma de «endulzar la píldora», descansa en una apuesta peligrosa: un pacto con la clase dominante. Depende de dos factores clave. Un aumento de la recaudación sin subir los impuestos y la capacidad del gobierno de justificar paciencia en su base social. Dilma intentó algo parecido con Joaquim Levy y fue un desastre. La cuestión de la estrategia sigue sin resolverse. Brasil está completando una década perdida de estancamiento. El destino histórico de la izquierda es la lucha contra la desigualdad social. El papel del gobierno Lula es ser una palanca para la erradicación de la miseria. La distribución de la renta sólo es posible si los ricos pagan, cualitativamente, más impuestos sobre la renta y el patrimonio, y si hay crecimiento. Las inversiones dependen de la iniciativa del Estado, de los capitalistas brasileños o de la «lluvia de dólares». El optimismo de Haddad parece insensato.
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La táctica de apoyar a Arthur Lira para la presidencia de la Cámara de Diputados a cambio del PEC de Transición parece haber sido, hasta ahora, un mal negocio. Ninguna medida provisoria ha sido aprobada en tres meses. No contento con un mandato de dos años más, Lira «se subió al caballo» con más de 450 votos y decidió enfrentarse al Senado. El argumento para apoyar a Lira fue la necesidad de garantizar la gobernabilidad en un Congreso en el que la izquierda es minoría. Obedecía al cálculo de que algún grado de negociación con el Centrão sería inexorable para aislar a la bancada bolsonarista y evitar la parálisis del Gobierno. El diseño de la estabilidad del régimen del «presidencialismo de coalición», cuando veinte partidos tienen diputados en el Congreso, impone una negociación ininterrumpida. O se disputan los votos de cada proyecto, o se constituye una mayoría parlamentaria aunque no haya acuerdo sobre un programa de gobierno. Ambas vías son complicadas. Pero si la relación de fuerzas políticas en el Congreso es menos volátil que la relación de fuerzas en la sociedad, no es impermeable a la presión social. Una elección fue hecha, otras eran posibles. Cien días dejaron claro que Lula decidió gobernar «en frío» y no «en caliente». Prefirió la alianza con Lira al desafío de una lucha pública permanente para garantizar apoyo de masas.
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El problema militar permanece intocado y, aunque con relativa autonomía, mantiene una relación con el destino de Bolsonaro. Las Fuerzas Armadas fueron uno de los pilares del gobierno de extrema derecha. Lula destituyó al comandante del Ejército, pero mantuvo a Múcio al frente del Ministerio de Defensa. Tres cuestiones fundamentales, ineludibles, parecen decisivas: (a) la revisión de la amnistía de 1979 y el inicio de la responsabilización jurídica por los crímenes cometidos por los militares; (b) la desmilitarización de la policía militar; (c) la revisión de los increíbles privilegios arcaicos y anacrónicos de los altos mandos, especialmente de los Tribunales Militares.
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Llevamos cuatro largos años, dos años pandémicos, con falta de oxígeno. Respiramos en estos cien días. Pero Bolsonaro sigue políticamente «vivo» y no debe ser subestimado. La derrota electoral de octubre no enterró al bolsonarismo. La extrema derecha sigue siendo la mayor corriente política de oposición al gobierno en las calles y en las redes. No sólo se alimenta del resentimiento social y de la ideología fascista. Hay un crisol cultural que «naturaliza» la violencia. El horror de la oleada de ataques demenciales en las escuelas es, trágicamente, una expresión de ello. El resultado del proceso judicial contra Bolsonaro es, por ahora, incierto, aunque la hipótesis más probable, después del 8 de enero, sea la pérdida de los derechos políticos. Si se confirma, la imposibilidad de presentarse a las elecciones abrirá una disputa por su sustitución. Bolsonaro permanecería siendo el líder más importante del movimiento político-social de extrema derecha, y tendría la última palabra en la elección. La «normalización» del bolsonarismo como corriente política legítima, que ya se insinúa en los medios burgueses, es una aberración. La detención de Bolsonaro, sin una movilización popular de masas, no será posible. Pero su punición es una condición ineludible de la defensa de las libertades democráticas. Cualquier vacilación frente al neofascismo será fatal.
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El contexto mundial no es favorable al gobierno Lula, muy diferente al de hace veinte años, cuando prevalecía una actitud muy amistosa de los gobiernos de los países centrales con la presidencia de un obrero moderado. Hay cuatro nuevos factores clave en el sistema internacional de Estados: (a) la guerra en Ucrania sigue sin solución militar, por lo tanto indefinida; (b) la dinámica económica en el mercado mundial parece ser de desaceleración con sesgo hacia la contracción, a pesar del crecimiento chino por encima del 5%; (c) en la lucha por preservar su supremacía, EE.UU. exige un alineamiento inmediato contra China; (d) la crisis del calentamiento global ha asumido una emergencia más dramática debido al creciente impacto de los eventos extremos. Aún no está claro cuál será la línea de la diplomacia brasileña. Hay quienes defienden un acercamiento a Washington, como se vio en la votación de la ONU condenando a Rusia por la guerra. Hay quienes abogan por un acercamiento a China, basándose en una interpretación campista de que Pekín sería el eje de un movimiento de países del «Tercer Mundo». Hay quienes, por último, abogan por un acercamiento a la Unión Europea, con la esperanza de que París/Berlín se desmarquen algún día de la presión norteamericana en la OTAN. Una priorización de las relaciones en América Latina parece ser, sin embargo, el camino más alentador.
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El reto estratégico más grave que sigue sin resolverse después de cien días es la capacidad de iniciativa del gobierno. La desfavorable relación social de fuerzas no puede ser, eternamente, una coartada. Esto nos lleva de nuevo al protagonismo de Lula. El papel personal de Lula es intransferible y requiere, además de una aguda intuición, un poco de «arte». Sin él, la posibilidad de movilizaciones populares de masas se reduce. Los movimientos sociales, sean sindicales o populares, de mujeres, negros, estudiantiles, LGBT o ecologistas, sólo consiguen poner en movimiento sectores de vanguardia. Persiste el peligro de una adhesión pasiva, por deslumbramiento o triste oportunismo, como en los mandatos de hace veinte años. Sólo que el mundo ha cambiado, y Brasil cambió aún más. Las lecciones del golpe de 2016 no pueden ser olvidadas. Activismo, activismo, activismo. En el «frío», nada es posible. O la gobernabilidad, acosada por el centrão, será «en caliente», o el bolsonarismo volverá a amenazarnos.
Valerio Arcady es Historiador, militante del PSOL (Resistencia) y autor de O Martelo da História. Ensaios sobre a urgência da revolução contemporânea (Sundermann, 2016).
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