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Entrevistamos a la periodista Celia Herrero Medina, quien nos presenta su última novela, ‘La niña del acerico’.
Por Angelo Nero | 12/09/2025
Celia Herrero Medina trabajó durante diez años en el ámbito del periodismo político y parlamentario, y ahora sigue en el mundo de la información, enfocado en la defensa de los derechos sexuales y reproductivos, una tarea que combina con su pasión por la escritura, fruto de la cual publicó, en 2018, La telaraña violeta. Ahora nos presenta una ambiciosa novela, La niña del acerico, en la que, desde su memoria familiar interpela a nuestra memoria colectiva.
La niña del acerico es una historia cosida con retales de muchas historias. La de la propia familia de la autora, que reconstruye -con recuerdos sacados de viejos baúles- la propia vida de su madre, Aurelia, a través de las décadas de los cincuenta y sesenta, en esa España en blanco y negro donde todas -unas más que otras, pero todas- las mujeres habían perdido la guerra, y tenían que ir sorteando obstáculos en un país de derrotados, sin poder permitirse ellas entregarse a esa derrota, porque había que sacar los hijos adelante, muchas veces asistiendo a padres o hermanos encarcelados, mientras en la calle seguía respirándose un persistente olor a cenizas, la de un país que iba vaciando los campos arruinados por la guerra, escapando del hambre y de la miseria, y buscaban en la ciudad un horizonte menos hostil.
La historia comienza en el andén de una estación, donde una niña de cinco años, Aurelia, va a dejar su Axarquía natal, para poner rumbo a Madrid. Detengámonos aquí, en esta imagen. ¿Qué escenario dejaba, como tantos andaluces entonces, atrás? Y ¿cuál era ese horizonte que les esperaba en la capital, donde todavía se conservaban las heridas de la guerra?
Mi familia proviene de la Axarquía, tiene sus raíces en tierras moriscas. Unas tierras salvajemente hermosas, pero históricamente pobres, llenas de exilios. La guerra civil española supuso un nuevo exilio para estos andaluces, esta vez por razones políticas, pero sobre todo por razones económicas. La pobreza empuja a la emigración, siempre ha sido así, lo sigue siendo. Y eso fue lo que empujó a Antonio Medina, mi abuelo, a emigrar, la pura supervivencia.
El Madrid que encontraron efectivamente era un Madrid agujereado por la posguerra, con heridas abiertas, tan abiertas que, a día de hoy, más de 80 años después, podemos decir que apenas han empezado a cerrarse en algunos casos, no siempre, y con la amenaza de abrirse en canal en cualquier momento.
En ese Madrid, mis abuelos, mi madre y luego sus hermanos conocieron las casas compartidas, “a juntas”, los fiados en las tiendas, los sueldos menguantes, las infancias abreviadas, la educación, si la había, precaria, la feroz autarquía… y sobre todo la imperiosa necesidad de “no significarse”, el demoledor peso del silencio. Aun así, salieron adelante como tantas otras familias, sobrevivieron, muchas veces gracias a una solidaridad fraternal entre iguales. Tiempo después fueron empujados por el desarrollismo de los años sesenta que poco a poco nos abocó a unas libertades que, no obstante, tuvieron que convivir con la represión política, el empuje de los curas obreros y la persecución de los “desviados” y de aquellas mujeres que se alejaban del modelo de la moralidad franquista.
La novela, en la que tengo que decir que se nota el aliento de Almudena Grandes, es indudablemente una novela escrita en clave de mujer, porque mujeres son sus principales protagonistas, Aurelia, Julia, Inés, Irene, y porque quién la escribe no quiere ocultar tampoco su sentir como mujer. ¿Fue intencionado desde el principio el que las mujeres tomaran el control de la historia, o más bien fue la historia, mientras iba siendo escrita, la que fue hilándose con hilo morado?
No fue una intención, fue un encuentro. Cuando empecé a indagar en la vida de mi familia y de aquellos con los que tuvieron relación, constataba que eran las mujeres las que en la mayor parte de los casos multiplicaban, ellas sí, los panes y los peces. Que, desde su sentido común, desde una inteligencia natural o incentivada por las circunstancias, se situaban del lado de las soluciones, alejándose de los problemas. Y si es verdad que los perdedores, hombres y mujeres, todos tuvieron que guardar silencio, ellas vivieron ese exilio interior en mayor medida porque todos los logros y avances que la República había conseguido para ellas, fueron enterrados en esas cunetas de la intolerancia del Régimen.
Ellas aprendieron antes, muchas veces por puro pragmatismo, a “no significarse”. Aceptaron, como mal menor, esa amnesia colectiva, social, para poder “salir adelante”, para “sacar adelante a los otros, a los suyos”.
Creo que la foto en blanco y negro de los años cincuenta y sesenta del pasado siglo, fue adquiriendo matices hasta convertirse en una foto coloreada en gran medida gracias a esas mujeres silentes, pero resolutivas, tenaces, trabajadoras hasta la extenuación y en muchos casos solidarias. Mujeres que tejían las redes de la supervivencia que los hombres luego echaban a la mar.
Es de justicia que recordemos esa labor tan silenciada, entre otras cosas porque todo lo que nosotras somos ahora, se lo debemos a ellas, a las que nos precedieron. La gratitud es la memoria del corazón, no deberíamos caer en la desmemoria.
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Hay en las páginas de este libro escenas de erotismo narradas con una delicadeza exquisita, como esta: “Julián la levantó con cuidado, la tumbó en las sábanas calientes de la duermevela de aquella noche, le deslizó sus manos ásperas por los muslos y con el olor de las caperuzas de las almendras pegado a las yemas de sus dedos, le recorrió las ingles abriendo sus piernas poco a poco, hasta que ella quiso abrirlas del todo para él.” ¿Es difícil imaginar cómo se vivía la sexualidad entonces, ponerse en la piel de aquellas mujeres y de aquellos hombres sobre las que se cernía la sombra del pecado?
Creo que las mujeres y hombres que vivieron la República tenían, en general, una sexualidad más abierta que las generaciones posteriores atravesadas por la moral franquista. No obstante, creo que el sexo puede ser la expresión más bella de un sentimiento o la vivencia más atroz cuando no es consentido, no deseado o cuando está plagado de miedos, prejuicios, imposiciones morales… entre medias de un extremo y otro, se abre un abanico de posibilidades. En esta novela he querido que mis personajes vivieran en las distintas varillas de ese abanico, que debe estar cerrado en su intimidad, pero que se abre al lector para que se busque en su lenguaje.
Abordas también la diversidad sexual, en un momento en que, no lo olvidemos, estaba prohibido, e introduces personajes como Cristóbal o Asunción que parecen perdidos en un laberinto de pasiones. ¿Cómo construyes sus conversaciones, cosiendo sus heridas, desatando sus ternuras, y alimentando sus miedos y tejiendo esos lazos de solidaridad que, finalmente, les salvan de ese entorno doblemente hostil para ellos por su condición sexual?
Escuchando. Si te propones trasladar la situación de cualquier persona, especialmente la de aquellas que sufren una doble marginación, en este caso política y sexual, tienes que hacer un esfuerzo de escucha, acercarte con humildad, vestir sus zapatos, ponerte en su piel, observar.
Pese a mi heterosexualidad o desde ella, he tenido el privilegio de conocer a personas con una sexualidad diversa, distinta a la mía, aprender de sus emociones, sus sentimientos, conocer épocas pasadas, sus luchas, entender su lugar en el mundo, por más que ese mundo haya sido negado desde fuera y haya sido estrechado con prejuicios desde la ignorancia. A sabiendas de que no se puede frenar el pálpito del deseo, lo imagines como lo imagines, nunca se ha dejado de castigar la diferencia.
Creo que la diversidad sexual sigue sin estar normalizada, ahora además vuelve a estar amenazada por el involucionismo social y político. Es por ello, que en casi todos mis relatos intento siempre adentrarme en las vivencias de estas personas conforme al tiempo que les tocó vivir. Me gusta además abordar la propia negación personal, entrar en la cabeza de aquellos, aquellas que no quisieron reconocerse en su sexualidad porque fueron, siguen siendo en muchos casos, sus peores enemigos.
De ese acercamiento, de ese ejercicio de humildad nacen conversaciones, miedos compartidos, anhelos, esperanzas… que de un modo u otro intento convertir en historias sencillas, como las de cualquier persona.
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“Las vivencias y experiencias de aquellos años, aunque fueron individuales, también lo fueron colectivas. Porque lo prodigioso de este libro, es que, a través de los recuerdos de su propia familia, lo que narra Celia conecta con nuestros propios recuerdos, que son íntimos, pero a la vez compartidos”, escribe Jose Justicia sobre tu libro. ¿Hay una intención en convertir esa historia familiar en memoria colectiva, en fijar en nuestro imaginario la represión cotidiana de la dictadura, especialmente en la represión que sufrían las mujeres, como el que se sufría a través del Patronato de Protección a la Mujer?
Cuando empecé a preparar este viaje con las maletas de mi familia, empezaron a acoplarse baúles ajenos que hablaban de vivencias que no eran nuestras, pero que podrían haberlo sido. Llené cestas con enseres propios, pero también, ya digo, con los que podríamos haber llegado a ser. Como ocurre en cualquier viaje me sentí tentada de tomar carreteras secundarias, salirme de la autopista y hasta de la nacional. Y fue así, como al lado de los míos fueron inmiscuyéndose en las carreteras comarcales, en los caminos de tierra, personajes históricos, otros completamente imaginarios que en algunos casos llegaron a entenderse.
Si esta elección ha dado lugar al retrato de una época, si sirve para hacer memoria en el marco de una sociedad, la nuestra, en la que todo es efímero, perecedero, en el espacio de un tiempo que ha declarado la guerra a la razón, al pensamiento, a la calma; no puedo sino alegrarme de que así sea. A tenor de los comentarios de aquellas personas que han leído “La niña del acerico”, que hablan de una identificación con los personajes, con las situaciones descritas, vividas o contadas por sus familias, puede ser que haya puesto un granito de arena en esa memoria colectiva.
Conocer la situación de las mujeres objeto de atención por parte del Patronato de Protección de la Mujer, generó en mí una conmoción profunda, entre otras razones por una básica y principal, la intuición de que, si hubiera vivido en aquella época, yo podría haber sido una de sus víctimas. Y no porque yo tuviera una vida diferencial, sino porque las mujeres que pasaron por aquellos centros de castigo, eran mujeres “normales”, con los mismos sueños e ilusiones que todas nosotras, con las mismas inquietudes, deseos y aspiraciones… tan solo se diferenciaban del resto, en que no las reprimían, que no enjaulaban su apuesta vital. Y a veces, ni tan siquiera era una cuestión de propósitos, sino que terminaban allí para ser doblemente victimizadas tras sufrir abusos en su entorno familiar o personal. Era una España mal encarada, estrecha como un embudo que procuró mucho dolor, especialmente a las mujeres.
Hay también un lugar destacado al papel de la educación, a través de la figura de Irene Montejo, una maestra republicana, que ha logrado burlar la represión franquista para seguir dando clase. ¿Querías hacer aquí un homenaje a mujeres como Justa Freire, a la que citas en la novela, que tanto lucharon por una educación pública y laica en este país?
Conocer la labor de las maestras republicanas es asomarse al asombro, quedar fascinada ante una labor titánica en el marco de un país atrasado, arrasado por el analfabetismo y la incultura. Que esos hombres y mujeres fuesen capaces desde una vocación profunda de levantar escuelas por todo el país, de acercar la educación y la cultura participativas a los lugares más recónditos a través, entre otras acciones, de las misiones pedagógicas, las colonias escolares creadas en plena guerra… me parece una heroicidad que solo pueden llevar a cabo seres verdaderamente comprometidos con su pueblo, con la sociedad, conocedores de que la educación es la base indiscutible del progreso de un país.
Por eso, destruir a aquellas personas que buscan enseñar a pensar, a reflexionar, a cuestionar… y los espacios donde tienen lugar esas enseñanzas son el objeto preferente de los regímenes totalitarios, de las dictaduras como así ocurrió y así sigue ocurriendo.
Desde ese asombro, una no deja de preguntarse qué habría ocurrido si ese proyecto educativo público y laico hubiese podido asentarse y seguir creciendo. Pero como sabemos, no fue posible, y los maestros y maestras que pudieron haberlo hecho una realidad fueron represaliados, o sufrieron el exilio exterior o interior, este último el peor de los exilios para una maestra como Irene Montejo, Justa Freire y tantas otras.
Hay una galería impresionante de personajes en La niña del acerico, por donde desfilan curas obreros, sastres y mineros, pintores y panaderos, monjas y modistas, presos republicanos, falangistas, fruteras y catedráticos, que dibujan una amplia geografía humana de aquella España de postguerra. ¿Fue muy complicado ir avanzando en la trama, o más bien en las tramas del libro, con tantos personajes a cuesta, sin perder el hilo que ibas tejiendo?
Cuando empecé a escribir esta novela solo tenía una brújula que marcaba hacia el Sur. Y a medida que fui avanzando en ese viaje los personajes que habían iniciado conmigo el camino me fueron llevando a otros. De su mano fui conociendo sus vidas y las vidas de otras personas y aquellas me llevaron a otras, como una cadena de hechos, de afectos, de circunstancias, de situaciones y yo simplemente me dejé llevar. La unión entre vidas a partir de un nudo común es algo natural, está en cada uno de nosotros. Yo lo veo como una trenza de distintos mechones que se cruzan, que se dan el turno y que al final se componen. Supongo que desde fuera podría parecer complejo y de hecho lo es, sobre todo cuando tienes que cerrar la trenza porque podría ser casi infinita.
Lo que quiero decir es que, aunque fuese ciertamente complicado en algunos momentos, surgió de un modo natural, no planificado, que un mundo me abría el siguiente, que una persona me llevaba a la otra y así sucesivamente, hasta que un día decides poner el punto final, algo ciertamente complejo. Los finales siempre lo son.
Por otra parte, tenía claro que necesitaba confeccionar el retrato de una época, hacer memoria de la sociedad de posguerra y las décadas de los 50 y los 60 con miradas al periodo prebélico, la contienda civil y el éxodo republicano. Y naturalmente si te propones hacer una crónica temporal necesitas beber de distintas fuentes e hilar con hilos de diferente naturaleza para intentar abarcar todo lo que alcance tu mirada.
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Para construir una historia como esta también has debido de hacer un trabajo de documentación previo, ya que aludes a muchos capítulos de nuestra historia, como el Patronato, el campo de concentración de Argelès, las Colonias Escolares republicanas, el Pozo del Tío Raimundo… ¿Cómo ha sido esa labor de investigación previa a la escritura, y cuáles son los descubrimientos que más te han sorprendido en esa tarea?
La niña del acerico no tiene, tampoco lo busca, el rigor histórico que podría darle una historiadora, ni lo soy, ni mucho menos pretendo serlo. Es verdad, que por mi profesión bebo mucho de la prensa escrita, ahora digital, los medios audiovisuales, los documentales, reportajes… pero también he buceado en la documentación que mi familia tenía en casa se podría decir que “amontonada en un altillo”. Documentación que en gran medida no fue previa, sino que me la iba demandando la historia y me ponía a buscarla.
Por otra parte, he intentado ir a todos y cada uno de los escenarios en los que se desarrolla la novela. Recorrer Alcalá, el primer lugar en el que se refugiaron los Medina Rando, la Hiruela, donde fue maestro el padre de Irene Montejo, también maestra, también republicana. Mirar de otro modo la sierra de Tejeda y enfrentarme al campo de Argelès donde miles de españoles, entre ellos mi abuelo, se verían obligados a malvivir o a morir como la continuación de un punto y seguido tras perder la guerra. Cada parada en el camino, estas y otras, requería empaparse del lugar, de lo acontecido a través de libros, documentos, reportajes, museos, exposiciones…
No sé si me causó sorpresa, pero si puedo decir que me estremecía conocer y caminar por los lugares donde tuvieron que refugiarse las mujeres, niños, niñas y hombres del éxodo republicano, como la Maternidad de Elna. O descubrir documentos, y esto sí sorprendentemente, que guardaba mi familia como papeles familiares y que aun siéndolos, son memoria de una época apasionante desde la que rastrear nuestra historia, la de todos.
Es obligado hablar también de la textura del libro, de ese lenguaje de época del que recuperas muchas palabras y expresiones que parecen sacados del baúl de los recuerdos familiares que todos tenemos, pero que han quedado olvidados entre capas de polvo. ¿Cómo ha sido quitarle el polvo a palabras como acerico que, después de hacer brillar, has convertido en reclamo de tu novela?
Para las personas que amamos las palabras es fácil atesorar expresiones y un vocabulario de otra época, nutriéndote fundamentalmente de tus padres, abuelas, tíos… que hacen de recordatorio. Pero además a mí me gusta mucho leer a escritoras de la época que se narra o que han escrito sobre ella como Ana María Matute, Elena Fortún, Josefina Aldecoa, Carmen Martín Gaite… Escritoras cuyos libros, retomando el tema de la documentación, también me han ayudado a conocer de su mano aquella historia de nuestro país sobre la que ellas escribieron con una mirada, a veces desgarradora, pero siempre lúcida. Y como no, descubrir el lenguaje de aquella época utilizado por las autoras en sus novelas que no era otro que el que utilizaban sus personajes en sus diálogos, en sus pensamientos…
La niña del acerico también tiene una banda sonora, un puñado de canciones que nos meten en el túnel del tiempo y en el que escuchamos cantar a nuestras madres, a nuestras abuelas. La música como bálsamo para aliviar la miseria y el miedo, la música para acercar a los corazones y animar a las parejas a abrazarse… ¿Cuál es ese paisaje sonoro que recorres a través de las historias entrelazadas de tu libro?
Como bien señalas, la música es el bálsamo que alivia la miseria, el miedo, acerca los corazones y hasta a los contrarios. Mi abuelo, Antonio Medina, mi propia madre, Aurelia… tenían una voz que embelesaba y de su mano entrabas en esas historias desgarradoras que contenían las coplas. Y más allá de la belleza de las canciones en sí mismas, de trasladarte al estallido de emociones que suponía escucharlas, te interpelaban directamente. O así al menos lo creo yo.
Por otra parte, mi padre contaba con una colección de discos heredada de la sala de baile “La cosmopolita” que abrió en Carabanchel en los años 60. Los domingos por la mañana en casa escuchábamos aquellos discos. Mis tíos, hermanos de mi madre, me acercaron a otra música, esa que ya empezaba a llegarnos de fuera y a romper barreras dentro.
Una vez más, de unos y otros he ido cogiendo canciones representativas no solo de mi infancia y adolescencia, sino de la época en la que mis personajes vivieron. En el fondo ha sido una “road movie” musical cuyo destino era impreciso porque te enganchaba a las propias notas musicales de cada canción. Canciones que fluían, unían, revolvían los sueños y hablaban de ellos, de todas nosotras.
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Indispensable. Retrato de tantas familias que desembarcan en Madrid para salir de la miseria. Dar visibilidad especialmente a esas mujeres fuertes que fueron impulso para sus familias en un Madrid en blanco y negro.
De esta magnífica entrevista se desprende claramente con qué ternura cuentas una época obscura, dura muy dura para todos especialmente las mujeres.
Gracias Celia!