Cataluña, una jornada particular

Por Daniel Seijo

«El mercado es la primera escuela en que la burguesía aprende el nacionalismo.»

lósif Stalin

«¿Qué entiende Cataluña por opresión? ¿Quién la oprime? ¿Un Estado extraño y antagónico? ¿O, como en las demás provincias españolas, un sistema de oligarquías ‘locales’ actuando a través del Estado central?»

Salvador de Madariaga

«Vasco o catalán, hay unos que entran en la fábrica por la puerta de atrás vestidos de mono y viven en unos barrios marginales, y hay otros que entran en la fábrica por la puerta de delante bajándose del Cadillac. Yo estoy bastante más cerca, evidentemente, del obrero vasco, o del obrero catalán o del trabajador campesino de Soria que de la oligarquía vasca y catalana, a la que se le llena la boca de nacionalismo, y fue la primera que fue colaboracionista con el régimen de Franco, cosa que la gente está olvidando».

Pablo Castellano

«Cataluña es lo que los catalanes quieren que sea.»

Felipe VI


Un año ha pasado ya de las cargas indiscriminadas, los barcos policiales atracados en los puertos catalanes, las urnas silenciadas y aquel desgarrador sonido interno de unas calles plagadas de crispación y rabia tras una jornada en la que la ilusión inicial terminó finalmente en llanto. Un año vacuo, plagado de grandes gestos partidistas, pero con escasa carga de profundidad política de cara a un verdadero cambio de modelo de gestión.

Tras el fallido referéndum de 2017 y la puesta en escena de la sempiterna dialéctica de la represión –habitualmente utilizada por Madrid cuando un pueblo organizado sobrepasa los escasos límites de su pétrea Constitución– el tiempo político en el estado español, ha parecido detenerse en un perpetuo juego de tronos parlamentario, sin verdadera carga de gobierno para las vidas de los ciudadanos a los que «sus ilustrísimas señorías», no deberían nunca olvidar representan. En el estado español, siempre que las banderas nacionales solapan a las reinvindicaciones sociales, la política con mayúsculas parece diluirse en el sumidero de la partidocracia. Pero tampoco nos engañemos, esto es algo que Moncloa ha alentado desde el Pacto del Majestic, la cuarta investidura de Felipe González, la llegada a la presidencia de Zapatero o incluso con impulso político que Mariano Rajoy dio al anticatalanismo como nueva y efectista baza electoral.

En síntesis: la identidad nacional, unida a las reinvindicaciones presupuestarias firmemente ligadas a la misma, siempre han estado presente en el tapete político español, la diferencia vital la encontramos hoy en la escasa altura política y moral de los jugadores que tienen que encarar esta importante partida.

Inesperadamente para estos jugadores, la improvisada prestidigitación política a la que los partidos catalanes recurrieron con el único fin de escapar de las posibles consecuencias electorales de la alargada sombra de la corrupción económica y política, se transformó rápidamente en conjunción con el latente descontento ciudadano y la palpable perdida de confianza en la clase política, en un movimiento articulado desde los más diversos sectores sociales de Cataluña. Resulta vital, transcurrido ya un año de las principales movilizaciones, llegar a comprender que el referéndum convocado por el Govern, suspendido por el Tribunal Constitucional y finalmente puesto en escena por una población que hace ya tiempo –y de forma alarmante– ha dejado de confiar en las instituciones que deberían simbolizar y ejecutar un pacto social común, no supuso únicamente un desahogo momentáneo de una población fácilmente recuperable para las dinámicas de nuestra democracia parlamentaria, sino que por el contrario, lo que aquel 1 de octubre se produjo en Cataluña, fue  la constatación de que gran parte de la ciudadanía de aquella nación –para aprensivos políticos dejémoslo en nación sin estado– dista mucho de compartir un marco de convivencia con el conjunto de la población del estado español.

No se trata de una demencia política transitoria, ni de ningún controlado experimento social llevado a cabo por la Generalitat de Catalunya, parecen desconocer abiertamente los tiempos y las formas de la política quienes –desesperados por encontrar una explicación al fenómeno nacionalista– defienden semejantes posturas que parecen dibujar únicamente al pueblo catalán como un rebaño descarriado fácilmente engañado por los abyectos pastores del independentismo. El 155, los William Hearst mediáticos, la radicalización de la ultraderecha en Cataluña, la represión económica o las fuerzas policiales en las calles, no suponen sino un obvio síntoma de la ceguera política que invade al moderno estado español, al menos desde la transición. Debe de resultar inconcebible para cualquier observador externo e imparcial, la obsesión centralista de nuestros políticos, la clara ceguera ante lo que sin duda resulta únicamente una problemática social, cuya única solución pasa por la negociación política.

Pero cabezón e irresponsable estado el nuestro, mientras el problema se dilata y la represión o la prestidigitación continúan a tensar la ya muy debilitada paz social en Cataluña, las universidades, los medios de comunicación, los barrios, los foros sociales y las propias calles, siguen echando en falta un verdadero debate social en Cataluña. No necesitamos a ningún Pepe Botella desfasado para salvarnos, intentemos evitar a los incendiarios que en sus tiempos electorales de vacas gordas abandonaron a la aventura Cataluña, para ahora regresar amilanados con naranjas mensajes de odio. Hagamos oídos sordos ante quienes prometen asaltar el cielo por asalto, pero se muestran todavía hoy incapaces de definirse abiertamente o ante aquellos que proclaman naciones que no están dispuestos a sostener o proveer. Si de algo nos debe servir el 1 de octubre, si algo hemos de aprender de todo esto, es la capacidad ciudadana para sacar adelante hasta las más disparatadas quimeras, imagínense que se podría hacer con todo un pueblo organizado para defender sus derechos sociales, a los desamparados por el sistema, sus derechos laborales o derechos tan básicos como el derecho a un trabajo digno o a una vivienda. Sin duda, cualquiera debería abrazar una nación semejante.

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