En el último acto se desvela que «azor» es un código en jerga banquera para invitar al interlocutor a guardar silencio. Andreas Fontana hace precisamente eso: filmar desde la quietud un genocidio invisible que se medía no tanto por el ruido que los desaparecidos hacían al irse, sino por el silencio que dejaban tras su marcha
Por Carlos Cruz Salido / Revista EAM
Hay lugares donde las personas corrientes no deberían adentrarse. Aguirre, la cólera de Dios (Werner Herzog, 1972) localizaba el suyo en El Dorado, mientras que David Lynch lo llamó «Black Lodge» para la serie Twin Peaks (1990). La madriguera del coronel Kurtz en la jungla camboyana —aquel lugar que apestaba a «pesadillas, muerte lenta y malaria»— sigue siendo, a día de hoy, el manantial del mal por antonomasia. Inspirándose en El corazón de las tinieblas de Joseph Conrad, Apocalypse Now (Francis Ford Coppola, 1979) seguía los pasos del capitán Willard a través de ríos de sangre, fiebres tropicales e infiernos húmedos. El ginebrino Andreas Fontana rescata tanto la novela de Conrad como su vástago fílmico para Azor, un thriller de tintes políticos situado en la Buenos Aires de principios de los 80. En este debut, el terreno vedado a hombres ordinarios como su protagonista lleva el nombre de «Lázaro», que es, de hecho, una sinécdoque para la Argentina del Proceso en su conjunto.
Azor se desdobla como un acertijo soñado por Borges o una fantasía suspendida en uno de los márgenes del Bestiario de Cortázar. El prólogo sirve de introducción a la atmósfera densa y corrosiva de la que está imbuida la película. Se trata de la sesión fotográfica de un tipo trajeado que, regalando su mejor pose, mira fijamente a la cámara —es decir, a nosotros. Y no sabemos si es su sonrisa de medio lado, o lo grávido de la música, o el fondo de estudio fuera de lugar de lo que parece ser una playa paradisíaca, pero una sensación de carcoma, molesta e ineluctable, se abate sobre el ambiente. Para cuando llega el fundido a negro, un pensamiento intrusivo ya se ha entrometido en la consciencia del espectador: esta será la última vez que veamos a ese individuo. Superados los prolegómenos, Fontana presenta, ahora sí, a su antihéroe: el banquero suizo Yvan De Wiel, que acaba de aterrizar con su mujer en Buenos Aires para cubrir el vacío dejado por su socio, René Keys, a resultas de una misteriosa desaparición. Aunque en ningún momento se especifica, todo apunta a que Keys era el hombre del principio.
Las pruebas y tribulaciones que De Wiel atraviesa en la ciudad porteña remiten a la travesía dantesca del capitán Willard a lo largo del río Nùng. Al fin y al cabo, son dos forasteros occidentales en tierra hostil. La trama, cocinada a fuego lento por medio de enigmas que todos parecen haber resuelto salvo el protagonista, hace asimismo eco del ritmo marcado por Coppola. La procesión de personajes excéntricos con los que De Wiel coincide durante su viaje no podía ser menos: un terrateniente exiliado a La Pampa cuya hija, una militante de izquierda, también desapareció; un abogado de la mayor bajeza moral que aprovecha cualquier descuido para vilipendiar a su cliente; un siniestro cura vinculado a los altos escalafones del régimen. Cada uno de ellos le recuerda constantemente la elocuencia, el carisma y el encanto que desprendía su predecesor —unas cualidades que no fueron suficientes para impedir que lo borrasen del mapa. Solo más tarde descubrimos que, en realidad, fue el exceso de las mismas el que le condujo a tan aciago final. El sentimiento de frustración contenida por De Wiel irá en aumento a medida que una revelación cristaliza: el banquero no es más que un mequetrefe incompetente que tuvo la fortuna de heredar el asiento de su padre en un consejo de administración. Al alcanzar dicha comprensión, De Wiel decide vender su alma a Lázaro.
La vena política que recorre Azor se encuentra más cerca de las abstracciones semificcionales de Costa-Gavras que del activismo historiográfico de Oliver Stone. El contexto que provee acerca de la coyuntura argentina es mínimo. No hay referencias expresas ni a Videla, ni a la junta militar, ni a los escuadrones de la muerte. Fontana prefiere, en su lugar, dibujar a grandes rasgos el terror sembrado por un Estado fallido donde las fuerzas armadas y la policía han tomado el control de las calles para convertirlas en un campo de minas. Es un enfoque críptico y sin vocación monográfica, pero absolutamente refrescante habida cuenta del extenso repaso que otros cineastas ya han hecho previamente de la dictadura. Al igual que ocurre en los mundos de Nicolas Winding Refn o Lucile Hadzihalilovic, se prima la atmósfera sobre la prolijidad narrativa. El desconcierto es casi total, por lo que es fácil sentirse tan perdido como nuestro banquero suizo. Llegados a este punto, únicamente cabe entregarse al clima que envuelve esta Buenos Aires, construido a partir de la fotografía oscura de Gabriel Sandru y la música disonante de Paul Courlet, el cual, prescindiendo de la palabra, personifica a las fuerzas del mal que nos gobiernan. En el último acto se desvela que «azor» es un código en jerga banquera para invitar al interlocutor a guardar silencio. Andreas Fontana hace precisamente eso: filmar desde la quietud un genocidio invisible que se medía no tanto por el ruido que los desaparecidos hacían al irse, sino por el silencio que dejaban tras su marcha.
Argentina, 2021. Dirección: Andreas Fontana. Guion: Andreas Fontana, Mariano Llinás. Compañía productora: Alina Film, Local Films, Radio Télévision Suisse (RTS), Ruda Cine. Dirección de fotografía: Gabriel Sandru. Música: Paul Courlet. Montaje: Nicolas Desmaison. Producción: Eugenia Mumenthaler, David Epiney, Violeta Bava, Nicolas Brevière, Rosa Martínez Rivero. Intérpretes: Fabrizio Rongione, Alexandre Trocki, Stéphanie Cléau, Elli Medeiros, Yvain Juillard, Gilles Privat, Juan Pablo Geretto, Carmen Iriondo, Pablo Torre Nilson, Juan Trench. Duración: 100 minutos.
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