Tras el café decidimos visitar la casa natal de Ismail Kadaré, el museo más importante de Gjirokastër, bajando por una sucesión de callejuelas empedradas y desiertas, que, sin duda, nos ofrecieron la cara más auténtica de la ciudad, alejadas del bullicio del zoco.
Por Angelo Nero
En la tienda en la que hicimos el cambio de moneda, atendida por Mario Paskali, un joven muy simpático que se esforzó por soltar alguna palabra en castellano, también compramos un puñado de postales con fotografías antiguas, que viajarían los diversos lugares de nuestra geografía emocional, y volvimos a la oficina de correos, dónde nos recibió con una sonrisa, a punto de la carcajada, una simpática funcionaria, que selló nuestros cartas con la diligencia de quien es feliz en su trabajo. Con estas dos tareas realizadas, volvimos sobre nuestros pasos para buscar un restaurante dónde nos sirvieran cualquier cosa para apaciguar nuestros estómagos, especialmente el mío, que ya protestaba hacía tiempo.
Pasamos frente a la sede del derechista Partia Demokratike, fundado en 1990 por el antiguo cardiólogo de Enver Hoxha, Sali Berisha, que presidió el segundo partido albanés hasta 2013, después de que la coalición que lideraba, la Alianza para el empleo, la prosperidad y la Integración (Aleanca por Punësim, Mirëqenie dhe Integrim), perdiera las elecciones ante la del Partia Socialiste de Edi Rama, la Alianza para una Albania Europea (Aleanca por Shqipërinë Europiane), que gobierna actualmente el país.
Continuamos por la rruga Gjin Zenebishti, que en el siglo XIV arrebató la fortaleza de Gjirokastër a los otomanos y se proclamó sebastocrátor, y nos detuvimos frente a la pequeña terraza, apenas un par de mesas, del restaurante tradicional Gjoça, atendido por una pareja entrada en años.
El señor Defrim Gjoça, pulcramente vestido con uniforme de camarero, nos atendió como si fuésemos sus únicos clientes, y no tardó nada en ponernos un par de Korças frías en la mesa, para que estudiásemos la carta con detenimiento, puesto que todavía no estábamos muy duchos en la cocina tradicional de la zona. Finalmente nos decantamos por una ensalada de patata, quifqui (unas bolas de arroz frito con huevo y hierbas), y tarator (un plato típico de verano, que contiene yogur, pepino, ajos tiernos, nueces, eneldo, perejil y aceite de oliva). La comida fue más bien frugal, pero las atenciones del señor Defrim completaron el menú, del que dimos cuenta sin prisas, mientras un mundo de turistas pasaba delante de nuestra mesa, o por lo menos fue la sensación que tuvimos. Pagamos la cuenta y nos despedimos del amable señor Gjoça, que ya se disponía a recoger la mesa para ofrecérsela a otros clientes. Eran poco más de las tres y media de la tarde, y decidimos tomar el café en la calle dedicada al escritor albanés, en un pequeño local donde un par de parroquianos jugaban al ajedrez, aprovechando el ventilador que pendía del techo, que nos alivió un poco de la canícula que habíamos sufrido en la terraza.
Tras el café decidimos visitar la casa natal de Ismail Kadaré, el museo más importante de Gjirokastër, bajando por una sucesión de callejuelas empedradas y desiertas, que, sin duda, nos ofrecieron la cara más auténtica de la ciudad, alejadas del bullicio del zoco. En el camino encontramos una enorme mansión, que confundimos con la que buscábamos, la Shtepia e Ismail Kadarese, aunque no tardamos en dar con nuestro objetivo, al que accedimos por un pequeño pasadizo que daba a un patio interior, allí dónde tantas veces debió imaginar sus historias el escritor.
Ismail Kadaré forma parte de la “Generación de los sesenta”, junto a Dritëro Agulli, Fatos Arapi y Drago Siliqui, que rompe con la ortodoxia literaria soviética y renueva la narrativa albanesa con la recuperación de sus mitos y tradiciones populares, uniéndolas a las vanguardias europeas. Testigo literario de la segunda mitad del siglo XX, su visión abarca la invasión fascista durante la segunda guerra mundial, la resistencia partisana, el régimen estalinista de Enver Hoxha, el exilio a principios de los noventa en París, hasta el fin del milenio marcado por el estallido de las guerras balcánicas, el éxodo albanés en Kosovo, la guerra civil y los progromos en Macedonia. A caballo entre Tirana y París, la mayor parte de su obra fue escrita y publicada en la Albania comunista, comenzando por su voz poética: “Liricas” (1953), y “Ensoñaciones” (1957), concibiendo su primera novela, “La ciudad sin anuncios”, en el instituto Gorki, en Moscú, aunque ya alejado de los postulados del realismo socialista. Esta obra lo convertirá en el fundador de la narrativa contemporánea albanesa, fusionando la lengua unificada y el albanés dialectal. En 1963 publica “El general del ejército muerto”, que será traducida al francés en 1970, lo que supondrá el reconocimiento del público europeo y el aplauso de la crítica. A este libro le seguirán los éxitos de “Los tambores de la lluvia” (1969), “El largo invierno” (1977) y, sobretodo, su consagración con “El palacio de los sueños” (1981). Fue esta última novela con la que me adentré en el laberinto de las letras de Kadaré, en aquella época de descubrimientos en la que me revelé como un consumado ladrón de libros.
En ella se narra la historia de Mark-Alem, un funcionario del imperio otomano empleado en el Tabir Saray, dónde se controla a la población mediante los sueños, que anticipan desde los intentos de derrocar al gobierno hasta las grandes catástrofes. Con la memoria de aquella inquietante distopía, entramos en la Shtëpia del escritor, construida en 1677, aunque conserva poco de su aspecto original, ya que fue saqueada en el Levantamiento de la Lotería de 1997 –no olvidamos que tuvo su epicentro en Gjirokastër- y posteriormente destruida por un incendio, solo dos años más tarde. Reconstruida y convertida en museo y centro cultural en 2016, esta kule, casa fortaleza, formada por dos altos edificios centrales, coronada por un magnifico techado de pizarra gruesa, tiene mucho de ese Tabir Saray que soñó Kadaré.
Dentro el silencio, nadie nos franquea la entrada, “las casas como la nuestra parecían construidas a propósito para perpetuar la hostilidad”, escribió en “La muñeca”, un relato dedicado a su madre, aunque enseguida escuchamos pasos en el piso superior, quizás el espíritu de alguno de sus inquietantes personajes… Era la guía del museo, Inna, un joven de sonrisa afable, que estaba mostrándoles las habitaciones a otra pareja de visitantes, y que después de cobrarnos la entrada, nos dejó a nuestra anchas para adentrarnos en aquel laberinto, poniéndose a nuestra disposición por si teníamos alguna pregunta sobre aquel lugar donde se engendraran tantas y tan buenas letras. Lo cierto es que entre aquellas paredes no era difícil encontrar la paz necesaria para engendrar sus libros, gozando además de unas preciosas vistas de Gjirokastër.
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