Lo de transición justa, de la que no se habla mucho, significa un reparto equilibrado de los sacrificios que tendremos que hacer y una distribución equitativa de la riqueza generada.
Por Francisco Javier López Martín
Hemos llegado a un punto en el que las consecuencias de la crisis económica, unidas al agotamiento de los recursos y a la dura situación a la que nos ha conducido la pandemia, han transformado profundamente el trabajo, que se ha convertido en una realidad vinculada a la precariedad y nos ha legado una sociedad marcada por las desigualdades y por una cotidianeidad que se desarrolla de espaldas a la vida.
Eso que hoy se nos vende como capitalismo verde y descarbonizado no tiene nada que ver con el respeto al empleo, a los derechos laborales, a la defensa de la naturaleza y del territorio. Los milagros de la tecnología, la terraformación de Marte y otras zarandajas parecidas son irrealizables porque supondrían un coste energético inasumible y contar con unos recursos materiales muy lejos de las posibilidades de nuestro planeta.
Muy al contrario, el futuro se encontrará marcado por un menor consumo energético y de recursos, por otra forma de entender el trabajo y repartirlo, por un empleo que tenga que ver con la vida de las personas y con la vida en el planeta.
Las transformaciones profundas que necesitamos para asegurar nuestra supervivencia pasan por descarbonizar, claro que sí, reducir, limitar, controlar las emisiones de carbono de nuestras economías y para ello habrá que organizar unos desplazamientos y una movilidad más sostenible, así como fomentar el uso de energías renovables, pero esa transición tiene que ser justa para las personas.
Lo de transición justa, de la que no se habla mucho, significa un reparto equilibrado de los sacrificios que tendremos que hacer y una distribución equitativa de la riqueza generada. Y esto hay que realizarlo pensando en toda la población mundial y no sólo en los límites fronterizos de un país, por grande que sea, o de una región de la tierra, por rica que esta sea.
El desarrollo industrial, con su descentralización, su deslocalización, la extracción indiscriminada de los recursos naturales, la generación de residuos que el planeta no puede reabsorber, la utilización indiscriminada de la obsolescencia programada, ha llegado a su fin y es insostenible sin poner en peligro nuestras propias vidas.
Pero todo ello no debe significar el fin del trabajo y el aumento del paro, sino, muy al contrario, la creación de más empleo local al servicio de una producción más cercana de bienes y servicios de dimensión humana, una economía más sostenible, más estable y de mayor calidad. La competencia salvaje, la competitividad a cualquier precio, deben dejar paso a una economía más cooperativa que nos permita reconocernos como más interdependientes y solidarios.
En un mundo así, el cuidado de las personas se convierte en una necesidad visible, reconocible, una necesidad vinculada a la vida. Esas tareas que hemos decidido empobrecer, invisibilizar, despreciar, precarizando y malpagando a las mujeres y a las personas inmigrantes que hemos decidido que las realicen, pese a ser actividades esenciales que competen a toda la sociedad.
Suena a hipocresía infinita hablar de transición ecosocial, de feminismo, de interculturalidad, o de integración, cuando son tantas las personas de nuestra sociedad condenadas a vivir al margen de los derechos humanos y lejos de eso que entendemos como bienestar social.
Uno de los problemas esenciales que abordaremos en los próximos años será el de los alimentos. Hemos sobreexplotado el suelo. La industrialización de la producción de alimentos nos ha alejado del territorio, de la naturaleza, de la preservación de los ecosistemas.
A fin de cuentas reacciones como las de ese fenómeno que hemos denominado la España vaciada, tienen mucho que ver con ese clamor para defender una producción que recupere la soberanía de los pueblos sobre sus propios recursos alimentarios, energéticos, el agua, la tierra, frente a los intereses especuladores de las grandes corporaciones.
En estas circunstancias el papel de la política y de la sociedad adquiere mayor relevancia. La importancia de lo público en tiempos de crisis y de pandemia ha quedado demostrada, asegurando el ejercicio de los derechos humanos en materia de educación, sanidad, servicios sociales, pensiones.
Lo público frente a las falsas respuestas neoliberales que nos han conducido hacia la destrucción de la vida humana y de la naturaleza. La solidaridad encuentra en lo público un instrumento adecuado para cambiar la lógica del egoísmo por la de la cooperación, la del poder y la riqueza, que todo lo destruye, por la del diálogo, el encuentro.
Cuando compruebo que las empresas adoptan estrategias para blanquear con imágenes de sostenibilidad sus desastres productivos, me doy cuenta de que las falsas soluciones verdes nos alejan del camino del futuro que necesitamos. Un futuro que tiene que ver con la libertad, la igualdad, la defensa de la vida, la defensa de los territorios y de la Naturaleza.
Porque el mundo, tal como lo conocemos, ha llegado a su fin, lo queramos o no y si no hacemos algo pronto, si nos conformamos con los señuelos de un futuro irrealizable iremos de cabeza al desastre. Lo sabemos, por mucho que cerremos los ojos y nos tapemos los oídos, para no ver y no escuchar.
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