Caciques, cosas de la vida en Galicia

Por Daniel Seijo

No he de aconsejar yo que el pueblo de tal o cual provincia, de tal o cual reino, se alce un día como ángel exterminador, cargando con todo el material explosivo de odio, rencores, injusticias, lágrimas y humillaciones de medio siglo, y recorra el país como en una visión apocalíptica, aplicando la tea purificadora a todas las fortalezas del nuevo feudalismo civil en que aquel del siglo XV se ha resuelto, diputaciones, ayuntamientos, alcaldías, delegaciones, agencias, tribunales, gobiernos civiles…, y ahuyente delante de sí a esas docenas de miserables que le tienen secuestrado lo suyo, su libertad, su dignidad y su derecho, y restablezca en fiel la balanza de la ley, prostituida por ellos; yo no he de aconsejar, repito, que tal cosa se haga; pero sí digo que mientras el pueblo, la nación, las masas neutras no tengan gusto por este género de epopeya; que mientras no se hallen en voluntad y en disposición de escribirla y de ejecutarla con todo cuanto sea preciso y llegando hasta donde sea preciso, todos nuestros esfuerzos serán inútiles, la regeneración del país, será imposible. Las hoces no deben emplearse nunca más que en segar mieses; pero es preciso que los que las manejan sepan que sirven también para segar otras cosas, si además de segadores quieren ser ciudadanos; mientras lo ignoren, no formarán un pueblo; serán un rebaño a discreción de un señor; de bota, de zapato o de alpargata, pero de un señor. No he de aconsejar yo que se ponga en acción el “colp de fals” de la canción catalana, ahora tan en boga, tomando el ejemplo de la revolución francesa por donde mancha; pero sí he de decir que en España esa revolución está todavía por hacer; que mientras no se extirpe el cacique, no se habrá hecho la revolución».

Oligarquía y caciquismo como la forma actual de Gobierno en España, Joaquín Costa

“La juventud tiene su lucha, que es derribar a las oligarquías entregadoras, a los conductores que desorientan y a los intereses extraños que nos explotan” 

Arturo Jauretche

Cuando uno habla de caciquismo en Galicia, las miradas cómplices hacen su aparición en escena a la par que los silencios dificultan enormemente la labor por desentrañar los resortes más ocultos del ejercicio de la democracia en esa tierra. Para comprender el sentido del voto en Galicia, uno tiene que entender a su gente, su territorio, comprender y sentir como propio el sentimiento de abandono político que los gallegos experimentan desde hace décadas, solo así, uno podrá comenzar a dilucidar una compleja estructura social y de poder que a lo largo de los años ha sabido adaptar su funcionamiento para sobrevivir camuflada entre los diferentes modelos políticos del estado español.

Galicia es ese lugar donde los alcaldes llevan ininterrumpidamente en su cargo más tiempo que la propia democracia, los altos sueldos llevan a hacer de la política un oficio y las amistades…las amistades sin ser siempre las más adecuadas, siempre resultan importantes para el «correcto» funcionamiento del municipio. Entre estos marcos se desarrolla una democracia de escasa calidad, incapaz de renunciar a lógicas de poder supuestamente ya olvidadas  en donde gran parte de la población se encuentra rehén de las instituciones, de un gobierno entendido como un intercambio de favores, nunca como un garante de los servicios y derechos que pertenecen a sus ciudadanos. Las pequeñas corruptelas o la completa adulteración del funcionamiento democrático, suponen en Galicia realidades no esporádicas, sino permanentes en el tiempo ante el silencio de una población que puede que por el miedo o por la simple conformidad con los beneficios derivados de ese sistema, prefiere guardar silencio, aunque si ellos nos contasen...

En estas tierras, tan solo José Manuel Baltar puede tener la osadía de decir que el caciquismo está  ya erradicado en la actualidad, tan solo Feijóo puede sobrevivir sin inmutarse a una vacaciones en el yate de un conocido narcotraficante. Aquí las estridencias de los gobernantes de turno, los tejemanejes de los partidos políticos o las eternas promesas electorales incumplidas se afrontan ya con cierta indiferencia, una indiferencia que desde el exterior podría ser entendida como docilidad electoral, pero que sin embargo responde a la simple supervivencia ante una concatenación de sucesos políticos siempre extraños y adversos para los gallegos.

Tan solo con la desaparición paulatina del rural gallego parece a su vez comenzar a flaquear el poder del cacique local

La cuestión territorial abarca un eje vital en la vida del cacique, su poder, su influencia, es ante todo regional, su función se basa en ejercer de intermediario entre la política de la capital y las pequeñas redes clientelares de sus dominios, aunque dentro de ese territorio su control pueda extenderse a asuntos muy variados. El poder del cacique nace en el siglo XIX como una desviación de la democracia, como una forma de corromper el ejercicio del poder representativo. Mientras que en los estados modernos el origen de todo poder debería residir en la voluntad del pueblo, siendo garantizada su expresión por las instituciones y sus representantes,  en una nación en la que reina el caciquismo, el poder popular es diezmado por la compra-venta de voluntades que se produce o bien a espaldas, o bien directamente en connivencia con unas instituciones deslegitimadas por sus corruptelas.

El caciquismo ha ocupado un lugar central en las reflexiones de la política gallega y española desde mediados del siglo XIX, supone una forma más de perpetuar un sistema de poder clientelar, en el que la voluntad popular y el esfuerzo colectivo se pierden entre el poder económico y político de una élite que en España nunca ha llegado realmente a abandonar la cima de la pirámide. Con la restauración borbónica y tras la efímera experiencia republicana, la oligarquía y la corrupción que de ella emana, comienzan a enquistarse en el tejido social y político español funcionando como uno de los principales lastres para la evolución democrática que comenzó entonces nuestro país, y en la que todavía hoy nos nos encontramos inmersos.

Con el regreso de la dinastía borbónica y la implantación del «turnismo» como desesperada y evidente fórmula para evitar los posibles peligros de los métodos representativos, el caciquismo y el fraude electoral se convierten en dos instrumentos vitales para garantizar la alternancia de las élites políticas en el poder. La Constitución de 1876 crea un marco legal en donde el sufragio censitario, el aumento de las prerrogativas del monarca o la especial protección a la iglesia, ayudan a cimentar en nuestro país un sistema de corte conservador que se verá totalmente respaldado tras el Pacto del Pardo, en el que conservadores y liberales se comprometen a mantener un sistema canovista que no consistía en otra cosa que el poder oligárquico de siempre camuflado bajo la representación parlamentaria.  Con ello, el caciquismo deja fuera de los circuitos políticos a toda aquella organización o «movimiento» que cuestionase la estructura del sistema de poder español.

La naturaleza de los grupos que estructuran las redes caciquiles se caracteriza por una sorprendente complejidad, pudiendo encontrar elementos de esta forma de corrupción de la voluntad popular en ámbitos institucionalizados -reconocidos y protegidos por la ley- como la iglesia católica, pertenecientes al propio estado como los ayuntamientos o incluso en grupos informales como los clanes familiares. De hecho, a la hora de encuadrar al cacique en la triada de sistemas de autoridad diseñados por el sociólogo alemán Max Weber – tradicional, carismático, y racional-legal- nos encontramos con auténticos problemas, pudiendo llegar a duras penas a la conclusión de que el fin último del caciquismo es la búsqueda racional e individual de objetivos específicos alcanzados a espaldas del sistema legal. El cacique, pese a vivir en las instituciones o en sus proximidades, no necesita el poder legal para poder ejercer su voluntad,  sin embargo se vale del mismo para dotar a sus acciones de cierta legitimidad frente al pueblo, al mismo tiempo ciertos sectores del pueblo encuentran en el cacique su salvoconducto para garantizarse -a través de un intercambio de favores- ciertas ventajas competitivas en un sistema claramente injusto.

El largo proceso de la Restauración, encontraría su final en 1923 con la «aparición» de la dictadura de Primo de Rivera. Entre el numeroso cese de cargos y las primeras apariciones de las puertas giratorias -se vivía entonces el nacimiento de otra gran institución de la corrupción española- con su conexión directa entre el estado y las grandes empresas del país, la experiencia borbónica tuvo tiempo para dejar su impronta en forma de un feroz mercantilismo intrínseco al poder. Los caciques, generalmente miembros de la alta sociedad, se convirtieron en figuras claves durante las próximas décadas en la política estatal, gracias a los grandes recelos que la monarquía tenía a la voluntad su propio pueblo. Entre las atribuciones típicas del cacique, se incluían el elaborar unas listas electorales en las que destacase un candidato «idóneo” para su elección, la manipulación electoral o el control de los votos de todos aquellos que vivieran en sus tierras, pudiendo de ese modo poder garantizar que ese candidato “idóneo” del que hablábamos fuese finalmente elegido para ejercer el poder político. Para garantizarse el éxito en su cometido el cacique podía hacer uso de la violencia física, el despido de los trabajadores a su cargo que no se mostrasen dóciles o incluso la impugnación de las elecciones cuando algo se escapaba de lo programado dando un resultado electoral que no era el previsto.

El diputado Domingo Fontán solía decir que «Galicia es un país que no se parece en nada a los demás estados de España; es un país en donde apenas hay un palmo de terreno que no esté pagando prestaciones y rentas en frutos, grano, vino, gallinas…» y acertaba plenamente el político gallego al poner el foco sobre las particularidades territoriales de su país y su destacado retraso en la modernización del entramado social. Cuando las tierras amortizadas en Galicia fueron expropiadas y vendidas a los campesinos, la mayor parte de ellos se encontraron con que carecían de dinero en efectivo para lograr pagar las tierras que trabajaban; fruto de la miseria del pueblo gallego y la mala planificación política esas tierras fueron a parar a manos de una nueva clase social parasitaria y rentista, unos grupos de poder que con el tiempo en muchos casos terminarían confundiéndose con la propia estructura del caciquismo en Galicia. Desde las ciudades e incluso desde la capital española, se tomaban ahora las decisiones que configuraban el poder en la Galicia rural, personajes como Juan Méndez, empresario que basaba su éxito en la trata de esclavos habitual por aquel entonces en A Coruña, acapararon grandes cantidades de tierras que servirían para comprar voluntades entre una población rural demasiado empobrecida como para plantearse encarar nuevas aventuras políticas.

Para comprender el sentido del voto en Galicia, uno tiene que entender a su gente, su territorio, comprender y sentir como propio el sentimiento de abandono político que los gallegos experimentan desde hace décadas

El caciquismo se expandió por Galicia de una manera rápida y casi natural. Con una distribución territorial plagada de pequeños núcleos de población y sin apenas cultura urbana,  el campesino en Galicia se encontró pronto ante una nueva institución que le arrebataba su capacidad para controlar su futuro, al tiempo que suponía su única forma para lograr cierta participación política. El cacique necesitaba el voto del campesino de la misma forma que el campesino no se podía permitir renunciar a las escasas prestaciones que el poder local -representado en el cacique- podía otorgarle. Una vez logrado el acuerdo entre partes y obtenidos los resultados electorales deseados, el cacique ya podía dirigir su mirada a Madrid para reclamar su recompensa a menudo en forma de cargos políticos o suculentas concesiones empresariales. El Marqués de Figueroa, José Benito Pardo, Quiroga Ballesteros…, nombres que han pasado a la historia de la democracia en España, aunque para ello tuviesen que dedicar su vida a la compra de favores. El paso del tiempo convirtió a estos nombres y con ellos a la propia figura del cacique en la más próxima garantía que la población gallega poseía para acceder a pequeños favores -en realidad se trataban de derechos- que podía proporcionar el sistema político. Las elecciones se convirtieron de la noche a la mañana en un sistema pragmático en el que se trataba de elegir como representante al mejor conseguidor. Las conexiones con Madrid y la aparente cercanía al pueblo llano pasaron a convertirse las mejores virtudes posibles para un candidato político a la hora de presentarse a las elecciones, todo ello pese a que la corrupción supurase por cada uno de los poros de todas las formaciones políticas.

El estallido de la Guerra Civil en nuestro país fruto del fracaso del golpe de estado promovido por el fascismo español, trajo consigo niveles de pobreza y desesperación que no hicieron sino consolidar el pillaje, el abuso de poder y el intercambio de favores como único mecanismo de poder válido en nuestro estado. Con el final de la guerra y la imposición de un régimen dictatorial de corte fascista en España, los estamentos eclesiástico y militar, y la burguesía patria, además de la clara división entre vencedores y vencidos, se sumaron al ya consolidado entramado caciquil para perpetuar un mecanismo corrupto de poder que pese a la caída de la dictadura en 1975, todavía pervive bajo otras formas en nuestros días.

La segunda Restauración borbónica no ha traído a España una democracia plena, sino una serie de mecanismos huecos que permiten la supervivencia de las élites familiares y sus espacios de poder. Las clases dirigentes de la democracia española son en esencia las mismas que durante el franquismo, en la banca, en el empresariado, en la cúpula militar o incluso en la política, uno puede encontrar -sin apenas esfuerzo- largas dinastías que hunden las raíces de su poder en los pucherazos electorales y en la violencia política. Hoy sabemos que las consecuencias de aquellos métodos caciquiles de los primeros experimentos democráticos en nuestro país han llegado hasta nuestros días, hipotecando con ellos cualquier posibilidad de cambio dentro de un juego político aparentemente democrático. Las cajas B, las subcontratas, el tráfico de influencias o las puertas giratorias, siguen haciendo hoy de la democracia española un sistema imperfecto, injusto y no representativo de la sociedad española.

Galicia ha sufrido especialmente en sus carnes este fenómeno, en una tierra rica, pero siempre mal gobernada, los niveles de caciquismo se asemejan a distopías políticas como el sur de Italia o la arruinada Grecia. Aquí los políticos gobiernan con la vista puesta en Madrid, funcionan como meros intermediarios con el exterior, y muchos de sus votantes consideran que quizás sea ese el mejor servicio que pueden prestarles. Pio Cabanillas, Manuel Fraga, Roman Becaria, Juan José Rosón, Sancho Rof, Pepiño Blanco, Ana Pastor o el propio Mariano Rajoy, son los claros ejemplos de políticos gallegos con ambición pero a su vez con una escasa memoria y un nulo afecto por su tierra. Aquí la llegada del AVE se promete cada cuatro años, las autopistas se pagan varias veces y los sectores productivos son escuchados cuando no queda otra, cuando algún medio que no controle la Xunta -generalmente foráneo- se interesa por sus reivindicaciones. El cacique en Galicia recompensa a sus amigos y castiga a sus enemigos, pocos son los que en pequeñas poblaciones de menos de mil habitantes se atreven a enfrentarse al poder que representa. El revertir las mayorías que ostenta el bando corrupto resulta especialmente complicado cuando perder el duelo con el poder puede resultar cuanto menos molesto para el ciudadano que lo intente.

El estallido de la Guerra Civil en nuestro país fruto del fracaso del golpe de estado promovido por el fascismo español, trajo consigo niveles de pobreza y desesperación que no hicieron sino consolidar el pillaje

Bajo el largo mandato de Fraga, la estructura caciquil se multiplicó en Galicia al considerar su gobierno la esfera institucional como una propiedad particular. El mandato del Partido Popular condujo a la instalación de un dispositivo clientelar que gobernó el país basándose en el continuo intercambio de favores, la arbitrariedad de la administración y el arraigo de los hábitos de pura dependencia que con ella mantenía gran parte de la ciudadanía se encargaron de desactivar la posible competencia política promoviendo de ese modo una mayor concentración del poder y la posterior perpetuación de la figura del cacique en nuestro territorio.

Las mayorías aplastantes y el poder de los caciques ha seguido aumentando en Galicia pese a la llegada de la democracia, solo así se puede explicar su presencia en los discursos de una oposición política que todavía hoy se presenta ocasionalmente como alternativa al caciquismo ante unos electores habituados a campañas electorales en esos términos. Del contrabando al narcotráfico, pasando por la recientes y detectivescas tramas políticas, la particularidad de lo corrupto siempre ha estado muy presente en la vida de los gallegos; entre los años 80 y 90 el sistema político en Galicia ha funcionado como una maraña de complejas relaciones entre el poder político central y el clientelismo local, sustentado de ese modo un fenómeno en el que los votantes de numerosas aldeas y pueblos  gallegos, votaban por aquel representante que le podía conseguir un trabajo a su hijo, aportaba mayores recursos a las fiestas locales o simplemente se mostraba como un gobernante más campechano. .

Nombres como el de Julia Ávalos Pérez, José Baltasar Silveira Cañizares, Pedro Fernández Puentes, Fernando Fernández Tapias, Juan Manuel Urgoiti López de Ocaña, la familia Calvo Pumpido o Josefa Ortega Gaona y la familia Ortega, forman todavía hoy parte de esos círculos de poder paralelos a la democracia, lugares en los que más a menudo de lo deseado se toman las verdaderas decisiones que decantan por un sendero u otro la política gallega. La influencia del poder económico sobre el político y la capacidad de este para garantizar oportunos empujones electorales a los partidos que favorezcan sus deseos, continua suponiendo una realidad en Galicia directamente enlazada con aquel caciquismo que si bien no nacía en la Ilustración, encontraba en ella las condiciones perfectas para su desarrollo.

En la Galicia de hoy el carretaxe de votantes, las dinastías familiares en las instituciones como método de pago político o las puertas giratorias conviven con los métodos más recientes y sofisticados, para garantizarse las voluntades de los votantes. Las privatizaciones o los pelotazos urbanísticos ayudaron a crecer a una nueva generación de caciques que parasita la democracia en Galicia de la misma forma que lo llevan haciendo durante décadas sus predecesores, simplemente los mismos perros con diferente collar.

Tan solo con la desaparición paulatina del rural gallego parece a su vez comenzar a flaquear el poder del cacique local. Con la mayor parte de la sociedad gallega viviendo ya en ciudades de más de 100.000 habitantes, la corrupción y el clientelismo local han comenzado a adaptar sus métodos a los nuevos tiempos. Las grandes tramas, los paraísos fiscales, la financiación ilegal o las mordidas en los contratos públicos han comenzado a ocupar el espacio de un poder paralelo a la democracia que durante siglos ha supuesto un pintoresco lugar en la estructura del poder gallego. Atrás, poco a poco -muy poco a poco y pelando con uñas y dientes diría yo- comienzan a quedar los tiempos en los que  el alcalde de Morgade -una parroquia de 350 habitantes de Xinzo de Limia- podía recibir de las manos de José Luis Baltar 3.000 euros en billetes de cincuenta como particular adelanto hasta que llegase una subvención que se le resistía a la localidad. El presidente de la Diputación de Ourense durante 22 años y ganador por mayoría absoluta de 38 elecciones con el Partido Popular, se sabía inmune a cualquier reproche. Excéntrico y ostentoso como los más famosos narcotraficantes de Galicia, Baltar hacía de las instituciones de todos un particular pazo desde el que gestionar sus oscuros negocios.

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