Por Daniel Seixo
La década de los ochenta supuso para el estado español una década de bruscos cambios. Un período histórico en el que el relato a blanco y negro de la dictadura fascista, se transformaba de la noche a la mañana en una democracia ciertamente descafeinada, tutelada por un constante ruido de sables, que lograría transformar al búnker franquista en una monarquía parlamentaria, sin que realmente pudieran existir alternativas factibles al proceso político que con el tiempo se daría a conocer como «la Transición española».
Mientras muchos de nosotros recordaremos aquellos años por el estreno de los Cazafantasmas, la llegada al gobierno del Partido Socialista, los crímenes de los Grupos Antiterroristas de Liberación ( GAL), Verano Azul, Falcon Crest, la presidencia de Mario Conde en Banesto, la expropiación de RUMASA o La bola de cristal, la realidad para todo un contingente de trabajadores y trabajadoras se alejaba mucho de los éxitos de Cindy Lauper, Michael Jackson o los primeros televisores en color y las cintas de VHS.
Al tiempo que las incipientes clases acomodadas comenzaban a disfrutar de la libertad social y económica conquistada en democracia y los prohombres del franquismo se afanaban por blanquear la historia bajo el abrigo de la Corona Borbónica, tal y como habían estipulado los últimos movimientos del dictador, una negra sombra de barriadas periféricas e infraviviendas improvisadas, alertaban inexorablemente de la brecha de clase que se comenzaba a instaurar en el tejido social del estado español. Si algo caracterizó el proceso de mundialización con el que el mal llamado socialismo felipista quiso adaptar su industria a los nuevos tiempos, es la depresión económica y la brutal reconversión industrial en forma de reestructuraciones y recortes de personal. Un proceso que significaría el desmantelamiento de gran parte de la industria pesada del estado y que abriría una profunda herida en la minería asturiana, los Altos hornos de la margen izquierda de la ría de Bilbo o los astilleros de Ferrol y la bahía de Cádiz.
Los despidos masivos, las cargas policiales y la firme resistencia obrera, pronto pasaron a dibujar un paisaje social fruto de la visión neoliberal defendida por Margaret Thatcher, Ronald Reagan y Karol Wojtyla y que servilmente se encargó de ejecutar en el estado español nuestra particular Iron Lady, Felipe González.
El resultado: miles de empleados perdidos en la industria siderúrgica, la agricultura, la minería o el sector naval, regiones enteras desoladas, paro, precariedad, corrupción y un gobierno relegado la una mera institución represiva encargada de socializar las pérdidas y privatizar las ganancias con el único objetivo de lograr el acceso al codiciado club europeo.
Los sentimientos de rabia, impotencia, apatía y desafección, se instalarían en una juventud que sufrió especialmente la visión apocalíptica de una clase obrera condenada al desempleo, reprimida y traicionada por el gobierno del PSOE.
Sucesos especialmente violentos como los acaecidos en las movilizaciones de los astilleros Euskalduna en Bilbao o la operación represiva contra el municipio cántabro de Reinosa, terminarían significando la derrota y claudicación de la clase obrera y la instauración del neoliberalismo como dogma social y económico único. Por el camino, se instauraba definitivamente para toda una generación obrera la sensación de un futuro incierto y quizás ya innecesario.
Sexo, drogas y rock and roll
Vive rápido, disfruta y deja un cadáver bonito. Bajo estas premisas y en un entorno ciertamente inestable, la heroína hizo su aparición como droga recreativa en el moderno estado español en la década de los setenta. Aunque los Hippie Trail, en sus viajes de vuelta de Oriente, dieron lugar a los primeros decomisos señalables de esta droga en la península, es la finales de la década de los setenta cuando un sector de la juventud comienza a dar síntomas de abuso de opioides, circunscribiéndose su consumo en esos primeros compases la una élite de jóvenes bien, que aprovechando la ignorancia de las fuerzas y cuerpos de seguridad del estado, lograban traer directamente de Tailandia o Ámsterdam pequeñas partidas de droga.
El consumo de heroína suponía en aquel momento una extensión de la rebeldía contra el sistema franquista de unas juventudes acomodadas e inspiradas por el glamour del undergraound neoyorkino, representado por adictos cómo Lou Reed o Andy Warhol. Pronto toda esa subcultura de rebeldía estrechamente vinculada con el consumo de heroína, se vería atravesada y potenciada por la Transición y la desestructuración social fruto de la reconversión industrial. El consumo de H que se hizo un hueco en España bajo el paraguas del mundo actoral, los hippies o los herederos de familias bien, pronto protagonizaría también el salto a los cintos industriales de las grandes ciudades, donde toda una remesa de chicos inconformes y con escaso futuro, encontraron en el consumo de heroína una salida fácil y directa a la desesperación e inconformismo que comenzaba a imperar en su entorno.
Los elevados índices de desempleo, la represión estatal, la escasez de servicios asistenciales y la desintegración del estado hasta convertirse en una institución al servicio de la economía capitalista, crearon un caldo de cultivo idóneo para que gran parte de los chicos que habían sido excluidos del éxtasis del consumismo y bienestar capitalista, terminaran cayendo en las redes de la drogoadicción.
Sin un sistema legal o de atención social capaz de atender a un contingente cada vez mayor de adictos, pronto las barriadas de los arrabales de las ciudades, construidas para albergar a las masas de trabajadores y a la emigración rural durante el franquismo, se convirtieron en nichos de delincuencia y drogoadicción. Una realidad muy alejada de la imagen de progreso y cohesión social que el estado español quería vender al mundo y que durante uno largo lapso de tiempo, fue oportunamente ignorada o combatida únicamente con represión y mano dura policial.
El hedonismo de la Movida madrileña, los Alaska y Dinarama, Almodóvar o Lolo Rico, pronto dieron paso a los tirones del Vaquilla, los chutes del Pico o los desgarrados acordes del Rock Radical Vasco. Según una encuesta de ABC en otoño de 1983, el 91% de los jóvenes españoles habían probado «algún tipo de estupefaciente» y el negocio de la droga ya movía en España 300.000 millones de pesetas. Lo que hasta ese momento había sido tratado como un problema de jóvenes consentidos o un asunto recluido a los márgenes de las ciudades, pronto comenzó a traspasar todo tipo de fronteras con la llegada de los primeros muertos, la inseguridad ciudadano o la parición del VIH. Es solo en el año 1985 que el gobierno español decide poner en marcha el Plan Nacional sobre Drogas. El elefante ya no podía seguir siendo ignorado.
La idiosincrasia gallega
Al igual que sucede con las catástrofes marítimas, cuando hablamos de narcotráfico, la orografía das costas gallegas y los sus casi 1.500 kilómetros de extensión, suponen para su sociedad más un plaga que una bendición da naturaleza. La reconversión industrial, la crisis económica y el abandono institucional, afectaron de forma especialmente grave a nuestra tierra, una tierra siempre de espaldas a Madrid y de cara al mar. En la esquina noroeste da península, pronto se dejaron notar los primeros efectos del consumo y tráfico de drogas. Sin demasiado trabajo y nulas perspectivas de futuro, los cárteles colombianos que ya la finales dos años setenta aterrizaron en nuestra tierra con vistas a expandir su negocio y abrir nuevas rutas comerciales, no les resultó complicado convencer a los contrabandistas gallegos para que cambiaran o negocio del tabaco por el da heroína y la cocaína.
El contrabando y por extensión a figura del contrabandista, suponía hasta ese momento para el pueblo gallego una figura más del tégido económico y social del país. Acostumbrados a la desidia o directamente el desprecio das instituciones del estado español, cuando la recesión economica y el paro golpeó de nuevo las costas gallegas y el estado decidió que la única respuesta posible se dibujaba en las porras de los antidisturbios, muchos gallegos no contemplaron con malos ojos el salto del contrabando de tabaco la otras sustancias mucho más peligrosas, pero también sin ninguna duda, mucho más rentables.
Figuras como Laureano Oubiña, Terito, Manuel Charlin o Sito Miñanco, antiguos pescadores y estraperlistas reconvertidos ahora en traficantes de hachís, cocaína o heroína, supieron ganarse o favor del pueblo con tácticas populistas y obras benefactoras que terminaron salpicando gran parte del tejido social que los rodeaba. Arreglos para la iglesia del pueblo, ofertas de trabajo para sus paisanos, inversiones multimillonarias en el equipo de fútbol local hasta logarar hascenderlo la Segunda División B…
Lejos de los grandes pazos, los deportivos o los lujosos atuendos, el narco gallego supo imponer el pragmatismo económico a la ética de una sociedad empobrecida, que veía como en una sola noche de descarga bajo las órdenes de alguno de los clanes gallegos de la droga, podía llegar a ganar lo que en la construcción o en la fábrica durante un mes. El narcotrafico se convirtió por aquel entonces en la única industria floreciente en Galiza.
Pero la epidemia silenciosa que se propagaba ante la mirada incredula e inconsciente de la sociedad gallega, pronto comenzó a hacerse visible, llegando a familias de toda condición social. Con los fardos de droga y las insultantes sumas de dinero, no tardarón en llegar también los adictos y las muertes. Aquellos que en los portales o en las casas abandonadas fumaban sustancias desconocidas para la sociedad, pronto comenzaron a robar en sus hogares para pagarse la dosis y cuando esto no fue suficiente, los atracos con violencia, los tirones e incluso los ajustes de cuentas, dieron la voz de alarma ante lo que se estaba convirtiendo en una lacra social con fatales consecuencias para Galiza.
La ostentación del narco entró entonces en conflicto directo con el dolor y o sufrimiento de las familias que comenzaban a perder a sus hijos por la droga. El beneplácito social del que habían disfrutado alguna das caras más visibles del narcotráfico en Galiza, poco a poco se convirtió en desprecio y rabia. Resultó clave para esto el trabajo de asociaciones como Érguete y la figura de madres que como Carmen Avendaño, que decidirón dejar de llorar y callar, para responder a las peticiones de ayuda desesperada de sus hijos, señalando y hostigando al narco.
Pronto los feligreses dejaron de tomar los vinos con las fortunas da droga, los medios de comunicación movieron su foco a las rías, los políticos comenzaron a cuidarse mucho de dejarse ver en público con ellos y la justicia decidió finalmente actuar para poner fin a la impunidad de la que hasta aquel entonces habían hecho gala los narcotraficantes gallegos. La llamada Operación Nécora, marcaría un antes y un después en la lucha contra el narcotráfico en el estado y finalmente, la imagen de Carmen Avendaño abriendo de par en par el portón de entrada al Pazo Bayón, emblema del poder del narcotráfico en Galiza en la década de los 80, finalizaría poniendo un dique de contención momentáneo la una lacra social que se cobró la vida de gran parte de una generación de jóvenes gallegos.
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