La única senda para evitar la amenaza golpista, el único antifascismo activo y coherente, se dibuja en la movilización popular permanente, en la profundización de las políticas de corte revolucionario
Por Daniel Seixo
El 8 de enero del recién estrenado 2023, trascurrida una semana de la toma de posesión de Lula da Silva y del desmantelamiento de diferentes planes para atentar contra la vida del mandatario brasileño por parte de sectores ultraderechistas, miles de personas asaltaban de manera violenta el Congreso brasileño, la sede del Poder Ejecutivo y el Tribunal Supremo de Justicia en Brasilia. En un clima de tensión creciente tras la victoria en las elecciones del Partido de los Trabajadores por un estrecho margen frente a la plaga del bolsonarismo, la retrógrada turba decidía dar un paso más en el pulso frente al pueblo trabajador brasileño, transformando el rechazo testimonial de los resultados electorales y los campamentos golpistas a las puertas de los cuarteles, en un llamado directo a la intervención de las fuerzas armadas con el claro objetivo de que se decidiesen a protagonizar un levantamiento militar, que barriera sin contemplaciones la alternativa popular que simboliza el nuevo gobierno de Lula da Silva, antes de que el nuevo mandatario pudiese ni tan siquiera plantearse utilizar los resortes del estado para revertir el histórico y abrumador dominio de fuerza por parte de la burguesía parasitaria y racista brasileña.
Con el expresidente Jair Bolsonaro, Partido Liberal, curiosa y oportunamente agazapado en los Estados Unidos y el actual presidente, Lula da Silva, visitando el municipio de Araraquara, Sao Paulo, para comprobar los efectos causados por las recientes inundaciones en esa región del país, los furibundos manifestantes únicamente se pudieron dedicar a deambular sin liderazgo presencial alguno por las instalaciones, destrozando el patrimonio común de todas las brasileñas, sacándose selfis y esperando a que se decretase la intervención federal que pusiese fin a la delimitada anarquía en Brasilia. La «aventura golpista» finalmente se saldaría con cerca de 1200 detenidos, los campamentos ultraderechistas desalojados por las fuerzas y cuerpos de seguridad del estado y una sensación de que todo lo sucedido tenía el profundo regusto a un claro y prematuro toque de atención para un gobierno que tiene en sus manos la posibilidad de decantar la tambaleante balanza de la política latinoamericana, definiendo el equilibro de fuerzas entre las vías rupturistas y el reformismo pequeñoburgués, siempre servicial a una derecha reaccionaria en pleno proceso de rearme en la práctica totalidad del continente.
Los apoyos de los dirigentes europeos, las palabras de Washington haciendo cínicamente un llamado a la normalidad democrática o los cantos de sirena del progresismo internacional, apurando a Lula da Silva a sumarse a la internacional de la izquierda domesticada, contrastaban mucho con el silencio absoluto e incluso la complicidad de muchos de estos actores con el golpe de estado y la violenta agenda desarrollada en Lima, con el claro objetivo de lograr implantar un gobierno tutelado tras el golpe de estado contra el presidente electo Pedro Castillo. Escudándose unos en sus fobias contra el presidente peruano y otros en los errores cometidos durante el mandato del propio Castillo, inoportunamente cobrados cuando las vendettas políticas menos necesarias resultan para el pueblo peruano, los representantes políticos de este mundo tambaleantemente ya multipolar, decidían en su mayor parte posicionarse de forma tibia o directamente obviar la clara violación de la soberanía popular que se había producido en el país andino desde el mismo momento en el que Perú Libre había logrado vencer las elecciones de la mano de pedro Castillo, arrebatando al fujimorismo la posibilidad de cubrir bajo el manto electoral burgués su despótico dominio de las instituciones del estado peruano. Esta inoperante actitud, renunciaba a cualquier atisbo de solidaridad internacionalista y parecía obtusamente incapaz de comprender que el destino del pueblo peruano se haya intrínsecamente ligado a nuestras propias posibilidades de resistencia.
Perú, Brasil, Bolivia, Chile, diferentes realidades particulares en el continente, subyugadas y tuteladas por un mismo contexto político en la que la disputa por el poder, supera ampliamente el sainete tantas veces trágico del espectáculo electoral burgués. En La Paz comprendimos que ni los aplausos del FMI, ni la brillantez de los datos económicos, ni los recursos naturales como motor de cambio y redistribución, pueden salvar a un proceso popular si sus pies pierden impulso en la senda revolucionaria. Lima supuso la constatación de que los resultados electorales no corresponden al equilibrio de poder real, ni la voz titubeante de una presidencia puede remover las redes del imperialismo sin el apoyo de un pueblo continuamente movilizado y protagonista de su propio destino. ¿Y Santiago? Santiago nos mostró sin atisbo de dudas que tras el beso del cobarde se esconden siempre treinta piezas de plata. Estas son las tres lecciones que Lula da Silva debería reconocer fielmente en la tumultuosa amenaza que sus poderosos vecinos del Norte y sus propios demonios internos, representados en una burguesía local claramente reaccionaria y apátrida, han planificado como amenazante acto de bienvenida a su gobierno.
La única senda para evitar la amenaza golpista, el único antifascismo activo y coherente, se dibuja en la movilización popular permanente, en la profundización de las políticas de corte revolucionario, la sustitución del estado burgués por el poder comunal representado por los hasta ahora más desfavorecidos en las propias periferias del sistema y en el convencido monopolio del uso de la fuerza frente a cualquier amenaza interna o externa a la agenda para la que el PT ha sido elegido mediante el sufragio popular. La alternativa a esto se dibuja en permanecer timorato e inmóvil hasta que transcurra inútilmente este mandato o abandonarse a los cantos de sirena de esa falsa izquierda del Imperio, que en la actualidad y de la mano de los Pablo Iglesias de turno, pretende tutelar los procesos de cambio en Latinoamérica, aislando las experiencias revolucionarias de Cuba, Venezuela y Nicaragua, curiosamente las únicas que de forma efectiva han combativo durante décadas al imperialismo estadounidense, para establecer un marco profundamente eurocentrista en el que los marcos burgueses delimitan las posibilidades de un poder popular que en América Latina ya ha dado sobradas muestras de haber superado hace mucho tan estrechas miras, propias, sin embargo, del reformismo europeo más inane.
La disyuntiva para Lula da Silva se dibuja, por tanto, entre ser hijo de Chávez o de Boric, sabiendo que el sacrificio revolucionario es el único que puede grabar con el amor de su pueblo su nombre en la historia. Cualquier otra decisión, supondría renunciar a la soberanía de un Brasil que debería estar destinado a tener su propia voz en un mundo cambiante. En la decisión del mandatario brasileño, se juega hoy no solo el futuro de su propio pueblo, sino también la relación de fuerzas en un proceso de tensión global creciente.
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