Por Daniel Seixo
«Podrán borrar fotos, símbolos e imágenes del gobierno de Evo, pero no podrán eliminar la memoria histórica del pueblo»
Evo Morales
«La revolución no tiene términos medios: o triunfa plenamente o fracasa.»
Fidel Castro
13 años, esa es la cifra que Evo Morales deja hasta el momento inscrita inexorablemente en la historia de Bolivia. Trece años de gobierno de gobierno del Movimiento al Socialismo (Mas) basado en la justicia social, la distribución equitativa de las riquezas del país, la defensa e inclusión de los sectores más vulnerables de la población boliviana y la soberanía nacional frente a la injerencia imperialista. Una cifra a la que le acompañan muchas otras, como la construcción de más de 34 hospitales, 1.061 nuevos establecimientos de salud, 1.206 unidades educativas, la extensión de las instalaciones de gas a domicilio a más de 8.000 hogares, la construcción de 5.000 kilómetros de carreteras, la disminución de la pobreza extrema –que se redujo más de la mitad pasando de 38 a 17 por ciento entre 2006 y 2017– el aumento del ingreso anual per cápita de 1.120 dólares a 3.130 en ese mismo período, el incremento de la esperanza de vida de 64 a 71 años, el aumento del salario mínimo de 440 bolivianos a 2.060 bolivianos, la disminución del desempleo del 8,1 a 4,2, el aumento del Producto Interno Bruto (PIB) en un 327 por ciento en los últimos 13 años, llegando a los 44.885 millones de dólares en 2018, la disminución de la enorme deuda heredada llegando en ese mismo año a ser el séptimo país menos endeudado de toda América Latina –con «solo» un 24% de deuda externa– la nacionalización de los recursos hidrocarburíferos y empresas del país para repercutir sus beneficios en diversos proyectos de cohesión y desarrollo social.
Sin embargo nada de todo esto le sirvió a Evo Morales o al Mas para evitar que el clima previo a las elecciones del pasado 20 de octubre de 2019 en Bolivia se enrareciera, encauzando un golpe de estado anhelado y propiciado por la derecha del país, pero en el que fueron diversos los actores que por acción u omisión facilitaron el camino de regreso al más profundo neoliberalismo, el autoritarismo y el arcaico racismo inherente a las élites del país. No debemos olvidar que el proceso previo a la fatídica cita electoral de octubre, había estado marcado por el debilitamiento y la marcada división en el seno de la izquierda boliviana. Una deriva política que lleva a que en las fechas previas a la contienda electoral se produzca una grave crisis de legitimidad sobre la figura de Evo Morales, a quien diversos colectivos acusaban de mostrarse incapaz a la hora de enfrenar la corrupción estatal y los abusos de poder en las instituciones, además de señalar la inacción de su gobierno ante las nefastas consecuencias de las marcadas políticas extractivistas sobre diferentes comunidades indígenas.
Las palabras de aprecio y agradecimiento a los hombres que asesinaron al eterno guerrillero cubano bajo protección y mandato de la Agencia Central de Inteligencia estadounidense (CIA) suponen el más fiel retrato de un sector de la población de Bolivia que ha vivido siempre de espaldas al sufrimiento y las miserias de su pueblo
Este profundo malestar y la ruptura entre diversos movimientos de base en la izquierda y el gobierno boliviano, se constataría definitivamente cuando Evo Morales decide ignorar el referéndum de 2016, en el que la mayoría de la población votó en contra de permitirle postularse de nuevo a la presidencia en 2019, para finalmente participar en los comicios previo paso por Tribunal Supremo Electoral de Bolivia (TSE) que le habilitaría para optar a un nuevo mandato. Una decisión que provoca una clara ruptura en la izquierda del país y que sería aprovechada por la derecha para asestar un golpe de estado inesperado e impensable apenas unos meses antes. El resto es una historia conocida por todos: a la victoria electoral de Morales y el Mas, le siguen las acusaciones de fraude, la manipulación mediática, las injerencias de diversos organismos supranacionales y la estocada final de EE. UU. y la OEA que dan pie a la violencia, la huida del presidente electo del país para lograr salvar su vida, las detenciones ilegales, la presencia masiva de militares en las calles, la represión contra la población civil y el regreso de la corrupción, el autoritarismo y la biblia al gobierno de un país que apenas unos días antes era gestionado y gobernado por un movimiento socialista y antiimperialista.
La facilidad con la que el golpe se lleva a cabo y el desparpajo y la soberbia con el que una figura tan mediocre y representativa de la antipolítica como Jeanine Áñez llega a la presidencia de Bolivia, es una clara muestra de la debilidad de todas las revoluciones democráticas que renuncian en última instancia a la consecución y profundización en la vía de la democracia revolucionaria, esa que no solo se encamina a una eficiente y mayor gestión de los recursos propios de las estructuras y el reparto de poder capitalista, sino que avanzan cara a la edificación de una sociedad nueva, definiendo en sus diversos procesos constituyentes una clara alternativa de cara a superar este sistema ineficiente y hostil para todos aquellos pueblos que aspiran a la verdadera y plena soberanía de sus recursos y su territorio.
Con un ejército que ha mostrado públicamente y sin cortapisas su clara faceta golpista y una derecha que difícilmente aceptará de buen agrado los resultados electorales obtenidos en las urnas por aplastantes que puedan llegar a ser, el MAS precisa no solo vencer en los comicios de este 18 de octubre, sino desde ese mismo momento comenzar a tejer alternativas reales, profundas y destinadas a cimentar una democracia revolucionaria
Las políticas de nacionalización, las expropiaciones, el uso de las riquezas de los recursos naturales de Bolivia de cara a destinarlos a programas sociales populares y el ejercicio de la soberanía económica y política frente al sistema capitalista y a los intereses comerciales del imperialismo estadounidense, supusieron un claro desafío y una grave ofrenda que difícilmente el gobierno de Evo Morales podría superar desde el parlamentarismo burgués tradicional, por ventajosos que fuesen sus acuerdos comerciales con diversas multinacionales, por insistentes que fueran sus esfuerzos a la hora de amansar a las clases propietarias de su país y por asombrosos y reconocidos que se proyectasen sus éxitos económicos de cara al exterior. Los mismos medios de comunicación que en su momento alabaron a Bolivia por su eficiente gestión económica y sus brillantes expectativas de futuro, se negaron firmemente a condenar un claro golpe de estado hasta que el tiempo había transcurrido inexorablemente haciendo de sus tardíos editoriales una mera constatación de los profundos y oscuros intereses que se ocultaban tras el cínico y profundo silencio generalizado del occidente capitalista. Los mismos países que pedían respeto para las reglas democráticas en Venezuela o Cuba, se apresuraban a reconocer y firmar oportunos contratos comerciales con Áñez y los militares golpistas en Bolivia.
Ciertamente en gran medida el fascismo del actual régimen boliviano no es el viejo fascismo de los tanques, las desfiles militares en las calles y la grandilocuencia represiva, el totalitarismo servicial al neoliberalismo se muestra ahora en América Latina con una cara más «amable», abierta a los comicios electorales –previa construcción de las condiciones adecuadas en forma de amenazas y amaños electorales– y proyectada en la prensa internacional bajo una profunda capa de hipocresía, propaganda e intercambio de favores con el entorno OTAN: ustedes nos entregan sus recursos naturales y nosotros les otorgamos legitimidad ante el mundo. Eso es de lo que se ha tratado todo este proceso golpista contra el gobierno de Evo Morales, así se ha logrado silenciar en Europa la presencia de policías y militares reprimiendo a manifestantes en Cochamaba, la implosión de la cultura de las privatizaciones y el saqueo generalizado de los recursos públicos y naturales del país, la negligente gestión de la pandemia sanitaria debida al coronavirus o el evidente racismo de unas élites económicas que una vez han ostentado el poder, no han tardado en dar sobradas muestras de su desprecio a la Wiphala como símbolo de los pueblos indígenas o a figuras representativas de la izquierda regional, como el reciente menosprecio por la figura del Che Guevara. Las palabras de aprecio y agradecimiento a los hombres que asesinaron al eterno guerrillero cubano bajo protección y mandato de la Agencia Central de Inteligencia estadounidense (CIA) suponen el más fiel retrato de un sector de la población de Bolivia que ha vivido siempre de espaldas al sufrimiento y las miserias de su pueblo, aceptando de ese modo la histórica subyugación de la burguesía parasitaria a los intereses del capitalismo estadounidense que en recompensa apenas les arroja por su traición las migajas de los inmensos beneficios adquiridos por la explotación imperialista de los recursos naturales de Bolivia.
La facilidad con la que el golpe se lleva a cabo y el desparpajo y la soberbia con el que una figura tan mediocre y representativa de la antipolítica como Jeanine Áñez llega a la presidencia de Bolivia, es una clara muestra de la debilidad de todas las revoluciones democráticas que renuncian en última instancia a la consecución y profundización en la vía de la democracia revolucionaria
Pese a la renuncia del el expresidente Jorge Quiroga y la propia Jeanine Áñez y a las numerosas encuestas que otorgan a Luis Arce, candidato del MAS, una amplia ventaja electoral a escasos días de medir el pulso político del país en las urnas, el alto porcentaje de indecisos, las seguras presiones ultraderechistas, el clima de violencia generado para evitar el voto de izquierda y los más que probables intentos destinados manipular los resultados electorales para evitar el triunfo del pueblo frente a la tiranía, hacen que a día de hoy no podamos dar nada por sentado de cara al futuro político del país. Suceda lo que suceda, los retos para Bolivia se han multiplicado desde la salida de Evo Morales del poder, el saqueo de las empresas estatales, las privatizaciones, el mayor endeudamiento, la polarización política y la depauperación de las condiciones materiales de gran parte de la población que han hecho florecer millones de nuevos pobres en todo el país, suponen alguna de las tareas que el nuevo presidente boliviano tendrá que encarar si dilación tras su llegada al poder. Haría bien Luis Arce, en caso de tener que encarar este cometido, en recordar que los marcos democráticos burgueses son limitados y promueven logros etéreos y difícilmente condensables en consecuciones duraderas en el tiempo para las masas populares de un país en vías de desarrollo como Bolivia.
Con un ejército que ha mostrado públicamente y sin cortapisas su clara faceta golpista y una derecha que difícilmente aceptará de buen agrado los resultados electorales obtenidos en las urnas por aplastantes que puedan llegar a ser, el MAS precisa no solo vencer en los comicios de este 18 de octubre, sino desde ese mismo momento comenzar a tejer alternativas reales, profundas y destinadas a cimentar una democracia revolucionaria que supone hoy, sin atisbo alguno de duda, la única vía posible de defensa para los pueblos que se enfrentan cara a cara a la injerencia imperialista y a sus lacayos representados en la burguesía y la ultraderecha local. En este sentido, Bolivia tiene la oportunidad de comenzar de nuevo a construir patria al contragolpe. El futuro debe dibujarse en la cohesión de su pueblo.
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