En una etapa en la que la economía en Madeira era de subsistencia, la pesca y la agricultura eran las dos fuentes de alimentación y la captura de las ballenas era una de las escasas alternativas de que disponían sus habitantes para llevarse un salario a sus casas.
Por Fernando Salgado
Baleia a vista. Suena la voz del atalayero, que hace ondear una sábana blanca o envía señales de humo mientras mantiene la vista fija en la trayectoria que sigue el animal, y salen al mar de inmediato las embarcaciones en busca del cetáceo cuya presencia se encargan de detectar los vigías emplazados en sus puestos de observación. Son gentes que tienen buena vista y mejor conocimiento del medio para localizarlos e identificarlos.
En frágiles canoas, de una eslora de entre nueve y doce metros, viajan cinco remeros; el patrón, encargado de dirigir las maniobras y de guiar la caza desde la popa, y el arponero, que aguarda el momento propicio para entrar en acción desde la proa.
La flotilla se desliza silenciosa sobre el agua hacia el lugar donde se encuentra el cetáceo y, una vez localizado, comienza una persecución que puede prolongarse durante varias horas e incluso días.
Es necesario el conocimiento de sus costumbres para anticiparse a la respuesta que pueda dar cuando se vea acosado; también destreza y valentía porque la técnica es artesanal, la misma que describió en 1851 Herman Melville en el libro ‘Moby Dick’.
Corre el año 1945 cuando se pone en marcha la empresa ballenera de Madeira. Eran tiempos en que los viejos decían que solo había “la tierra, el mar y las ballenas”. La flotilla alcanza su objetivo siguiendo la dirección que define el vapor que expulsa al respirar. Ahora se trata de rodear un cetáceo cuyo peso puede multiplicar por treinta el de cualquiera de las canoas que participan en la cacería. Y aproximarse lo más posible.
Es entonces cuando el arponero estira el brazo y lanza el arpón, que atraviesa la piel de la ballena y se introduce en el interior de su organismo. Una cuerda de cáñamo lo mantiene sujeto a la embarcación, y es fundamental saber manejarla para que en el tira y afloja que comienza, la descomunal fuerza de la presa herida no provoque su vuelco.
La ballena se sumerge, pero tiene que salir a la superficie para llevar el oxígeno a sus pulmones, y desde las embarcaciones llueven los arpones que lanzan los trancadores y acaban impactando en sus órganos vitales. Es cuestión de tiempo y paciencia. Paulatinamente, sus movimientos son menos violentos y más espaciados, hasta que acaba flotando sobre al agua.
“La táctica de la pesca de la ballena se basa en el carácter asustativo de las mismas. Se localiza la ballena, y ésta, al oír las balleneras acercándose, se sumerge con la intención de huir y permanece bajo el agua durante cerca de una hora y media. Mientras tanto, las balleneras se colocan en un círculo muy amplio, dentro del cual calculan que tendrá que salir el mamífero gigante a respirar. Cuando éste emerge, le acosan de nuevo, y sin tiempo para poder respirar suficientemente, se vuelve a sumergir, ahora solo unos veinte minutos”, figura en el reportaje titulado ‘Balleneros de Madeira’, publicado en número 86 la Hoja del Mar, en diciembre de 1972, editada por el Instituto Social de la Marina.
“El círculo se estrecha, y cuando vuelve a salir la ballena está ya exhausta y no se sumerge sino por segundos. En ese momento, y atacándola por un costado, el arponero la hiere levísimamente con su pequeño arpón y la ballena huye, pero ya prendida por la cuerda que está atada al arpón. Cuando vuelve a cansarse, la ballena se acerca y el arponero le perfora los pulmones con unas lanzas muy largas que están engrasadas, y al inundarse los pulmones de sangre, la ballena muere ahogada”, detalla Ricardo Franco en la citada publicación.
El destino era el callao de Ribeira de Janela, en Porto Moniz, al norte de la isla, en cuyo rudimentario traiol fue descuartizado el primer cachalote en febrero de 1941, pero no tardaron en construirse instalaciones en el sur, en Funchal-Garajau y Caniçal, que iba a convertirse en su principal referencia, donde se realiza la labor de despiece, cuyo comienzo debe ser inmediato para evitar la descomposición del animal. Del trabajo se encargan quienes la capturaron, contando con refuerzos puntuales.
Primero retiran la cabeza del resto del cuerpo y la arrastran con la ayuda de un remolcador, a continuación realizan un corte longitudinal en el vientre, separándolo con la ayuda de un cabestrante, y cortan el tocino para arrastrarlo hacia las autoclaves, adonde también llevan la carne una vez separada del esqueleto.
Los huesos se pulverizan y se convierten en fertilizantes y de la cabeza retiran la mandíbula para extraer un aceite muy cotizado y de una calidad superior al resto que también genera y sirve para usos industriales, iluminación y alimentación. Previamente, hombres y niños rasparon la piel para aprovecharla como cebo destinado a la pesca.
Las vísceras de la ballena vuelven al mar a través de una rampa después de que los intestinos hubieran sido observados minuciosamente, porque si la fortuna está de parte de los cazadores, en ellos pueden encontrar el ámbar gris, un componente muy valioso que se utiliza en la fabricación de perfumes, jabones, cosméticos o productos farmacéuticos.
En una etapa en la que la economía en Madeira era de subsistencia, la pesca y la agricultura eran las dos fuentes de alimentación y la captura de las ballenas era una de las escasas alternativas de que disponían sus habitantes para llevarse un salario a sus casas. La necesidad se convirtió en el motor que los empujó y el riesgo que asumieron forjó su carácter temerario y solidario, porque eran conscientes de que el éxito de uno era el éxito de todos, aunque no faltó quien lo hizo empujado por la atracción que generaba el peligro.
En el umbral de la década de los sesenta el motor sustituye a los remos y la vela y los barcos crean una barrera de sonido bajo el agua que empuja a los cachalotes hacia las aguas poco profundas, próximas a la costa, donde mueren acorralados. Después fueron utilizados los explosivos y la mayor efectividad en las capturas dio lugar a un descenso del número de ejemplares en el litoral de Madeira, provocando un declive que resultó acentuado en los setenta y fue la antesala del final, registrado en 1982 cuando el Gobierno de Portugal firmó la moratoria de la Comisión Ballenera Internacional.
Así se cerró un capítulo abierto en Portugal en el siglo XVIII, cuando varios centenares de buques balleneros comenzaron a hacer escala en el puerto de la isla de Faial, en el archipiélago de las Azores. Siguiendo sus pasos, los habitantes de la cercana isla de Pico pusieron en marcha su industria ballenera, en el año 1867. A Vila Baleia, llamaban a la aldea de Lajes.
“Mientras contemplaba el asombroso panorama de un mar por donde las ballenas iban y venían de manera casi despreocupada y se me hacía difícil considerar su especie en peligro de desaparición, y más amenazadas que por las nuevas técnicas de pesca, por el cañón y el radar, por los enormes barcos-factoría, más amenazada por todo ello que la especie de las ballenas, vi la especie de los primitivos y arriesgados balleneros, los que insultan al monstruo mientras lo acribillan, los que se juegan la vida por nada, y les vi desaparecer, como lo han hecho en todo el mundo, que de ellos solo pervive el recuerdo de una ballena blanca y de un capitán cojo, y la nostalgia de un tiempo de viajes y aventuras, la nostalgia del peligro”, escribió a modo de epílogo Ricardo Franco en el reportaje publicado en Hoja del Mar hace medio siglo.
Antes muertos y ahora vivos, los cetáceos siguen siendo una fuente de ingresos. El número de turistas se multiplicó a lo largo de las últimas décadas y son decenas las empresas que rentabilizan la presencia de centenares de ejemplares de una veintena de razas en el archipiélago, convertido en un espacio donde están protegidos. Torres de vigilancia de los atalayeros, como la de Caniçal, que permitía contemplar el mar entre el nordeste y el sudeste hasta Porto Santo y las Islas Desertas, son hoy observatorios.
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