Ayuso: la bibliofobia educativa neofranquista

Desde la muerte de Franco ningún gobierno autonómico o estatal había propuesto una medida de censura de textos y libros semejante a la de Díaz Ayuso.

Por Lucio Martinez Pereda

La noticia salía en la prensa en los siguientes términos: Ayuso revisará de forma «urgente» los libros de texto. El Gobierno de la Comunidad de Madrid pretende censurar contenidos con la excusa de proteger de «adoctrinamientos» a los alumnos y ha pedido al Ministerio una Conferencia Sectorial de Educación «por la alarma social provocada por su ideologización política». Según CCOO Ayuso impulsa una medida “asociada a la historia de la Inquisición y el franquismo. Es la muerte del pensamiento”.

Y no falta razón histórica en esta frase que nos conduce a uno de los aspectos peores del fascismo español. Dentro del proceso de purga educativa franquista la depuración de los libros de texto constituyó un componente fundamental. Desde la muerte de Franco en 1975 ningún gobierno autonómico o estatal había propuesto una medida de censura de textos y libros semejante. Pese a que se han escrito abundante trabajos de investigación histórica sobre la depuración del libro realizada durante la dictadura franquista, esta aún sigue siendo un aspecto insuficientemente conocido por la opinión pública.

La depuración educativa franquista, iniciada en el verano de 1936 en los territorios donde venció el golpe de estado, no solo afecto a miles de docentes. La “purga” realizada con profesores y maestros republicanos quedaría incompleta si los medios escolares no se veían libres del “contagio de todos los males” que habían “contaminado” las instituciones educativas durante la Republica. En consecuencia, la purga también se extendió́ a los contenidos curriculares educativos y los libros de texto.
El patriotismo belicista y la religión fueron los dos ejes sobre los que se vertebró el nuevo sistema de enseñanza. Sobre la escuela convergieron la propaganda exaltadora de la guerra civil y los fundamentos educativos del nacional catolicismo. La identidad histórica de España estaba ligada a la Religión. Los hitos históricos creados por el carácter patriótico religioso de la Nación Española: la lucha contra el infiel durante la Edad Media, la conquista y cristianización de América, las luchas contra los protestantes europeos y la Guerra de Independencia contra el invasor ateo francés, fueron transmitidos como los símbolos forjadores del espíritu marcial y católico sobre el que habría de asentarse el Estado Nuevo.

Los textos escolares se llenaron de paralelismos históricos parangonando la guerra civil con las circunstancias históricas que evidenciaban el papel jugado por la Religión en las grandes empresas del pasado. La fusión entre religión y patriotismo quedaba perfectamente reflejada en este texto de un inspector de Primera Enseñanza
” que se haya restablecido la enseñanza religiosa no quiere decir solamente que el maestro se limite a dedicar una o varias sesiones semanales a la enseñanza del Catecismo e Historia Sagrada. Esto es indispensable, pero lo es más, que el ambiente escolar esté en su totalidad influido y dirigido por la doctrina de Cristo (…) el maestro ha de ambicionar formar apóstoles que ansíen llevar la doctrina de Jesucristo a todos sus actos cotidianos. En las lecturas recomendadas, en la enseñanza de las Ciencias, de la Historia, de la Geografía, en todo momento, aprovéchese cualquier tema, para deducir consecuencias religiosas. (…) Programa, escuela, libros y maestro han de responder a estas aspiraciones. Respecto a la Educación patriótica se acabó́ el desdén por nuestra historia. Terminó la agresión a todo lo español, como en la enseñanza de la Religión, también pedimos un ambiente total para la enseñanza de la Historia, como medio de cultivar el patriotismo. Y una y otra estrechamente unidas.”

Las circunstancias bélicas en las que esta depuración se llevó́ a cabo fueron fundamentales para conformar la nueva escuela franquista: la educación debía ponerse al servicio de los valores bélicos. La guerra producía el “engrandecimiento de la patria”; si a los niños no se les inculcaba el militarismo social, no se podría desarrollar el sentimiento de amor patriótico. Las escuelas, según se repetía en un slogan de fortuna en el momento, habían de parecerse a la España que lucha en el frente.
La Orden que regulaba el concurso para dotar a todas los centros escolares del “Libro de España” lo expresaba en los siguientes términos: “las Escuelas de la Nueva España han de ser la continuación ideal de las trincheras de hoy (…) han de prolongar en el futuro esta guerra de ahora”. Los autores, según se recogía entre los requisitos de participación, habían de ser españoles de probado patriotismo y adhesión al Movimiento Nacional y no haber sido objeto de sanción por parte de las comisiones depuradoras.

En todo este proceso de purga por el que pasó la institución escolar, la depuración de los libros de texto constituyó un componente fundamental. La censura de libros y publicaciones había dado comienzo el mismo día que los militares toman el poder. Las primeras órdenes militares censoras se dictan en fechas tempranas; en los bandos provinciales de Declaración del Estado de Guerra, se ordenaba la quema de toda la prensa, libros y folletos de “ideas extremistas, así́ como la de temas sociales y en general todos aquellos que encierren propaganda reñida con los principios de la buena moral, así́ como los que combatan la religión cristiana y católica, base del sentimiento religioso español.”

La incautación y posterior destrucción de estos libros fue considerada como una cuestión de salud pública, según se decía en la Orden 13 de la Junta de Defensa del 4 de septiembre de 1936. Los gobernadores civiles, alcaldes y delegados gubernativos estaban obligados a proceder “urgente y rigurosamente, a la incautación y destrucción de cuantas obras de matiz socialista o comunista se hallen en bibliotecas ambulantes y escuelas.” Los inspectores de Primera Enseñanza adscritos a los rectorados serían los encargados de autorizar: “el uso en las Escuelas únicamente de obras cuyo contenido responda a los sanos principios de la Religión y de la Moral cristiana, y que exalten con sus ejemplos el patriotismo de la niñez.” Los directores de los Institutos debían comprobar que en los textos usados en la enseñanza secundaria” no haya cosa alguna que se oponga a la moral cristiana, ni a los sanos ideales de la ciudadanía y patriotismo.”

La Inspección de Primera Enseñanza fue la encargada de llevar a la practica la Orden 13. Los gobiernos Civiles ordenaban a las Inspecciones proceder a la revisión de los textos y libros de las bibliotecas escolares. Los maestros estaban obligados a enviar, antes de 3 días a los inspectores de su zona una relación de títulos, autores y fechas de publicación de los libros de cada una de las bibliotecas escolares. La justificación de la medida se hacía en los siguientes términos:
“Entre los factores que más directamente contribuyen a la formación del espíritu del niño, figura en primera línea el libro de texto. Por esta razón es de importancia que los libros que se ponen al alcance de los niños tengan aquella orientación que requieren las conveniencias espirituales del alumno y reclamen a un tiempo mismo el bien de España y las necesidades del momento, que el Movimiento Salvador de la Patria está imprimiendo. Y no puede admitirse (…) que los libros escolares contengan nada que se oponga a esta orientación y acusen, no ya antirreligion o anti patriotismo, sino ni siquiera tibieza en la expresión de estos grandes sentimientos.”

El 16 de septiembre de 1937, la Comisión de Cultura y Enseñanza de la JTE promulgada una nueva Orden, por la que la depuración de textos con ideas “disolventes conceptos inmorales, propaganda de doctrinas marxistas y todo cuanto signifique falta de respeto a la dignidad de nuestro Ejército, atentados a la unidad de la Patria, menosprecio de la Religión y de cuanto se oponga al significado y fines de nuestra gran Cruzada Nacional” se extendía a la totalidad de bibliotecas públicas.

Los gobernadores civiles disponían de 15 días para hacer una relación de todas las bibliotecas públicas y escolares. En cada distrito universitario se constituía una Comisión Depuradora compuesta por el Rector o una persona por él delegada, un catedrático de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad, un representante nombrado por la autoridad eclesiástica de la capitalidad universitaria, un vocal propuesto por el cuerpo de archiveros y bibliotecarios, un vocal designado por la autoridad militar , un vocal nombrado por la Delegación de Cultura de F.E.T y un padre de familia propuesto por la Asociación Católica de Padres de Familia del distrito.

Los gobernadores civiles ponían a disposición de la Comisión Depuradora la relación de las bibliotecas acompañada con los índices y ficheros de las publicaciones de sus fondos. La Comisión, después de examinar las listas y siguiendo las orientaciones establecidas por la Comisión de Cultura y Enseñanza calificaba las obras en tres grupos: el primero estaba formado por obras pornográficas, el segundo por publicaciones de propaganda revolucionaria o de ideas subversivas, y el tercero por “Libros y folletos con mérito literario o científico que por su contenido ideológico puedan resultar nocivos para lectores ingenuos o no suficientemente preparados para la lectura de los mismos.” Las obras pertenecientes a los dos primeros grupos debían ser destruidas, las del tercer grupo habían de situarse en un lugar no visible de la biblioteca, de difícil acceso y solamente podían ser consultadas por personas que dispusieran de un permiso especial dado por la Comisión de Cultura, “previo asesoramiento de autoridades competentes”.

Los conceptos clasificatorios en los que se basaba la tipología depuradora eran tan inconcretos que la clasificación de los libros destinados a ser destruidos fue muy variada y enormemente mudable, según se llevara a cabo teniendo en consideración la propagandística o la literatura legal- represiva: “libros perniciosos, disolventes, satánicos, marxistas, masónicos”. Cada ira política personal, encontraba acomodo en una tipología calificatoria singular; hubo quien incluso propuso una taxonomía represiva delirante: el escritor José María Salaverría escribía en el ABC que la Revolución de Asturias había sido” provocada por la literatura rusa, judaico vienesa, judaico alemana y judaico americana.”

Habría que retrotraerse a las persecuciones contrarreformistas contra el libro protestante para encontrar un episodio histórico como el que se produjo durante la guerra en la España controlada por los rebeldes. Ni tan siguiera- la en principio inocente literatura infantil de evasión- se libró del vendaval de la purga; obras como El Corsario Negro de Emilio Salgari, Los tres mosqueteros de Alejandro Dumas, Los cuentos de Andersen, o Los viajes de Gulliver de Swift se convirtieron en peligrosos relatos que podían pervertir las conciencias infantiles y juveniles. La fobia persecutoria, llegó hasta extremos, nos atrevemos a concluir que solamente comparables a lo producido en la Alemania nazi y el stalinismo; una purificación inaudita en ningún otro episodio de biblioclastia de los que asolaron la cultura europea del periodo de entreguerras. Ni la mismísima Caperucita Roja fue ajena a una depuración que le obligo a ser publicada bajo el título de Caperucita Azul, y posteriormente como Caperucita encarnada.

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