En 1978, la Junta Militar argentina, que asesinó a decenas de miles de personas, fue anfitriona del mundial y utilizó el evento para renovar su imagen. Conversamos con una detenida que vio los partidos junto a sus torturadores.
Por Klas Lundström / Jacobin
Un jardinero riega una mancha de pasto en el centro de la ex Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA) de Buenos Aires. Es una pequeña isla verde en un mar de asfalto y concreto gris. En la superficie, parece una institución educativa común y corriente, pero hace solo cuatro décadas fue un centro clandestino de detención, tortura y exterminio que albergó a miles de personas.
«Se siente, se siente en todas partes», me dice el jardinero. «El sufrimiento colectivo…». La frase parece agotarse antes de que él decida que no hay nada más que decir.
La ESMA está situada en la Avenida del Libertador, en el centro de la capital argentina, y el Estadio Monumental —el enorme estadio modernizado antes de la Copa Mundial de la FIFA de 1978 por trabajadores que tenían vedada la sindicalización y eran supervisados a punta de pistola por los militares— está a pocas cuadras.
La FIFA le había dado a Argentina la oportunidad de brillar y ser anfitriona del mundial pasando por alto el gobierno militar del país y la «desaparición» de 30 000 personas. A pesar de que esté tan cerca de donde se celebró el evento, ningún fotógrafo, periodista ni jugador visitante pudo atravesar las puertas de la ESMA.
Mientras la FIFA hizo todo lo que pudo para minimizar los cuestionamientos por los derechos humanos durante la primera semana del Mundial, los ecos del golazo que hizo Mario Kempes en el tiempo alargue de la final entre Argentina y Países Bajos recorrieron la ESMA.
Durante el Mundial de 1978, el séquito de periodistas, hinchas y participantes no descubrió ni fue testigo de nada. La situación en la ESMA no se modificó. De hecho, la Junta Militar debe haber estado encantada con el balance de la estadía en el país sudamericano que hizo el entrenador de la selección sueca, George «Aby» Ericson: «Nuestra estadía fue maravillosa; estamos pasándola excelente. No vi nada que me haga pensar que este no es un gran país».
Los detenidos golpeados y desnutridos que apenas podían ponerse de pie fueron obligados a festejar con sus torturadores, a sabiendas de que el 3-1 de Argentina y el histórico trofeo de la Copa Mundial también representaba una inmensa victoria política para la dictadura militar.
«Si ellos ganan, nosotros perdemos», escribe Graciela Daleo, sobreviviente de la ESMA y docente universitaria, en un ensayo sobre la final de 1978, que vivió desde dentro de los muros del centro de tortura.
Daleo, que por aquellos días dormía encapuchada y cumplía jornadas de trabajo esclavo en el sótano —«La pecera»—, recuerda un televisor que entró repentinamente en su mundo. Miraba las imágenes que parpadeaban en blanco y negro y festejaba con el eco del Estadio Monumental. Por un momento, torturadores y detenidos se unieron. Uno de los jefes de la ESMA, Jorge Eduardo Acosta, «el Tigre», entró en un estado frenético. «¡Ganamos, ganamos!», gritaba, y tomaba de las manos a sus detenidos y los besaba.
El fútbol en un Estado policial
Se estima que 5000 hombres, mujeres y niños fueron ingresados clandestinamente a la ESMA —uno de 350 campos de detención— durante la dictadura militar argentina de 1976-1983. Casi ninguno volvió a casa.
Los opositores de la dictadura dirigida por Jorge Rafael Videla —sindicalistas, artistas, estudiantes, abogados, escritores, periodistas, trabajadores sociales o miembros de las guerrillas urbanas de izquierda Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP) y Montoneros— eran definidos como maleza, como algo que el aparato de Estado debía extirpar para salvar a la sociedad argentina del comunismo.
Entre los opositores estaba Liliana Pellegrino, militante clandestina de Montoneros que había sido madre pocos días antes de ser secuestrada el 28 de noviembre de 1978, a pocas cuadras de su casa, y que después fue llevada a la ESMA.
Su esposo, Carlos, había sido secuestrado más temprano ese mismo día. Pellegrino tomó un taxi hacia una casa secreta de Montoneros ubicada en la ciudad de Buenos Aires. Pero a ocho cuadras de su casa, en la esquina de Muñiz y Venezuela, un Ford Falcon —el vehículo típico utilizado por los militares en los secuestros— forzó al taxi a detenerse.
Segundos después los secuestradores de Pellegrino obligaron al taxista a bajar del vehículo y lo golpearon con crueldad. Dos de los militares que participaron en el secuestro —Alfredo Astiz, «el Ángel de la muerte», y Acosta, jefe de la ESMA— fueron condenados a prisión recién en octubre de 2011.
«Tenía a mi bebé recién nacido en los brazos», recuerda Pellegrino mientras bebe a sorbos un capuchino en un café del sur de Estocolmo, donde trabaja como asistente social desde mediados de los años 1980. «Intenté convencerlos de que lo dejaran fuera de esto, tenía solo veinte días, ¿qué les había hecho? Pero no escucharon, así que entramos juntos a la ESMA, pero una vez dentro del complejo nos separaron».
Como todos los otros internos de la ESMA, Pellegrino nunca fue acusada ni condenada por ningún crimen. El castigo más duro era escuchar el llanto de su bebé, que atravesaba las paredes, desde una celda donde el terror se mezclaba con el hedor de la orina y las heces.
«Me enfermé cuando no me dejaron amamantarlo», dice Pellegrino. «Después de un tiempo, la enfermedad me causó fiebre y muchas veces el dolor era tan fuerte que terminaba desmayándome». Una buena parte del tiempo que pasó detenida vuelve a ella como una mancha borrosa, pero recuerda las patadas, los golpes y la picana eléctrica.
«Decían que buscaban información, pero pienso que simplemente disfrutaban de torturar gente», dice.
La FIFA había elegido a Argentina como sede del Mundial de 1978 doce años antes, en julio de 1966. Una semana antes de la decisión, el gobierno democráticamente electo de Arturo Illia había sido derrocado por Juan Carlos Onganía. Argentina recuperaría la democracia recién en 1973, con el ansiado retorno del héroe nacional exiliado, Juan Domingo Perón, que había estado a cargo del país entre 1946 y 1955. Sin embargo, Perón murió en 1974 y abrió el camino a una crisis política que terminó con el golpe militar de 1976, el sexto de Argentina en el siglo veinte.
El Mundial de 1978 representaba entonces una gran oportunidad para que el recientemente instalado régimen militar apuntalara sus vínculos internacionales y «un escenario perfecto» para que los militares «lavaran sus culpas y se reinventaran», escribe el periodista Gustavo Campana.
A comienzos de 1976, el general Omar Actis fue designado para dirigir el Ente Autárquico de la Copa Mundial de Argentina, tarea que los militares habían delegado en la Marina. Actis no tardó en plantear su preocupación por el rápido crecimiento del gasto público, pero fue asesinado el 19 de agosto de 1976, mientras se dirigía a una conferencia de prensa donde criticaría públicamente la «generosidad» de la Copa Mundial. La culpa por el asesinato recayó sobre Montoneros, pero las miradas cambiaron rápidamente en dirección al régimen militar, y especialmente a Emilio Massera, comandante en jefe de la Marina y artífice fundamental de la ESMA.
El sucesor de Actis, Carlos Alberto Lacoste —protegido de Massera— no tuvo problemas a la hora de abrir el tesoro, que fue utilizado para una rápida lavada de cara de las ciudades de Buenos Aires, Córdoba y Mendoza. Las topadoras desplazaron a miles de personas de las villas urbanas para abrir nuevos caminos, construir estadios y lujosos hoteles que albergarían a los jugadores, hinchas y periodistas de otros países.
Al final Argentina gastó cerca de 520 millones de dólares en el campeonato, casi el doble de lo que había gastado España en 1982.
La inversión más importante de la Junta Militar fue un acuerdo secreto con la agencia de publicidad estadounidense, Burson-Marsteller, firmado en junio de 1976. La empresa ofrecía un «programa exhaustivo» —conducido en acuerdo con las empresas de relaciones públicas de Argentina y de México— para influir en la opinión internacional a favor de la dirección política adoptada por los militares argentinos y de la necesidad de actuar contra los «enemigos del Estado». La documentada violación de los derechos humanos, las atrocidades sistemáticas y la desaparición de miles de críticos del régimen no dejaban de ser un problema. Había que apuntar a las organizaciones de prensa occidentales para construir un relato favorable.
Como los recorridos de prensa que hicieron muchos periodistas por Catar antes del Mundial de 2022, los medios europeos viajaron a Argentina antes de que empezara el evento. Mientras tanto, la incipiente campaña de boicot contra la dictadura estaba buscando un punto de apoyo. Dos países que participaron del evento, Francia y Suecia, buscaron desesperadamente a ciudadanos que habían «desaparecido» en Argentina, y Amnistía Internacional organizó una propuesta con la consigna, «¡Sí al fútbol, no a la tortura!». Al final, solo un jugador boicoteó el Mundial de 1978 por motivos políticos, el ganador de la copa de 1974 de Alemania Occidental, Paul Breitner.
Muchos argumentaban que asistir al campeonato y describir la situación honestamente podría mejorar la situación de Argentina. Pero reinaba más bien la apatía. Un periodista le preguntó al defensor de Alemania Occidental —más tarde entrenador de la selección de Alemania unida—, Berti Vogts, si tenía miedo de los centros de tortura de Argentina. «Estoy seguro de que nuestro equipo no corre ningún peligro», respondió Vogt.
Tenía razón. Salvo el caso del delantero sueco, Ralf Edström —detenido por hablar con un civil en un café de Buenos Aires, aunque liberado rápidamente después de que los militares comprendieron que era jugador profesional y ciudadano extranjero— el terror se mantuvo dentro de los centros de tortura nacionales.
El Mundial de 1978 en Argentina califica como una de las manipulaciones del deporte más significativas de la historia. Es lo que piensa el escritor argentino Ezequiel Fernandez Moores, que la compara con la que Hitler hizo de las Olimpiadas de 1936, celebradas en Berlín.
Hoy, con la Copa Mundial de 2022 en pleno desarrollo, la lista de eventos deportivos vergonzosos suma un miembro. En Catar, como en Argentina, trabajadores hiperexplotados fueron utilizados para construir la infraestructura, los estadios y los edificios que albergarán el campeonato. En Catar, como en Argentina, los líderes políticos observaron el campo de juego desde las alturas, intocables detrás de una legislación represiva y protegidos por los militares.
Crímenes que nos gusta olvidar
Los trabajadores migrantes de Catar probablemente estén preguntándose qué les depara el fin del Mundial. En Argentina, cuando terminó el campeonato, el régimen militar parecía más fuerte que nunca. Por algún motivo, Daleo y muchos otros presos políticos de la ESMA fueron citados y escoltados hasta el centro de Buenos Aires. La multitud eufórica se había reunido para celebrar la victoria final. Había banderas, canto, alegría y hasta orgullo.
En un elegante restorán los detenidos se sentaron a la mesa con sus torturadores para celebrar el histórico logro. En el ruidoso y febril ambiente de alegría patriótica, Daleo comprendió que la victoria del Mundial de 1978 representaba una derrota personal. Se sintió asfixiada por el mundo circundante y quiso «volver» a la ESMA.
«Conocía mejor la lógica espantosa de ese mundo clandestino que lo que estaba viviendo afuera», recuerda. «Eso era la soledad: saber que si me ponía a gritar que estaba ‘desaparecida’ no iba a importarle un carajo a nadie».
Durante los juicios de 1985, los jefes de la Junta fueron acusados y condenados a cadena perpetua por crímenes de lesa humanidad, asesinatos extrajudiciales, represión ilegal y apropiación sistemática de bebés. Se estima que en la ESMA nacieron alrededor de 30 niños. Después de parir, sus madres eran drogadas y arrojadas desde aviones en el límite entre el Río de la Plata y el Océano Atlántico.
Los niños fueron adoptados ilegalmente, muchas veces por personal militar. «Tener un hijo en un lugar como este era horrible», dice Pellegrino. «Esa desesperación de haber sido madre y que inmediatamente te quiten a la fuerza a tu bebé».
El miedo de perder a su hijo recién nacido hizo que Pellegrino bordeara la locura en el complejo de la ESMA. Pero también fue una palanca de la que pudo valerse contra sus torturadores. Si liberaban a su hijo, ella hablaría. Más tarde supo que su hijo había sido liberado y devuelto a sus parientes.
En marzo de 1979, Pellegrino abandonó la ESMA después de cuatro meses de prisión. Empezó una nueva vida con un sentimiento de adormecimiento constante, donde la tortura, la degradación y la amenaza de muerte pendían sobre ella como una condena retrasada. Su esposo, Carlos, estuvo en la ESMA sin juicio ni condena durante dos años más. Apenas lo liberaron, ambos viajaron a Suecia.
«Las cicatrices y las marcas de la ESMA van a acompañarme toda la vida», dice Pellegrino.
Hoy que tantas personas parecen haber decidido ignorar los abusos laborales y el autoritarismo de Catar, tenemos la sensación de que la historia se repite.
Klas Lundström es escritor y periodista. Publicó importantes trabajos sobre Mongolia, Paraguay, Tayikistán y Papúa Occidental en medios internacionales.
traducción: Valentín Huarte
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