Arde Minneapolis

Por Daniel Seijo

«No puedes separar la paz de la libertad, porque nadie puede estar en paz, a no ser que tenga su libertad.»

Malcolm X

A George Floyd lo asesinaron por el color de su piel. Leerán ustedes muchas versiones de lo sucedido aquel día, les hablarán de una actuación policial desproporcionada, alcohol, billetes falsos, un clima de tensión propiciado por la pandemia que vive el país, incluso más pronto que tarde comenzarán a culpar a la población afroamericana de Minneapolis por su «reacción violenta y desproporcionada» y con premura algún político blancucho y de familia adinerada, saldrá a escena para protagonizar unas oportunas declaraciones propias de algún mal Telefilme de sobremesa, en las que entre lágrimas falsas equiparará un par de tumultos en la ciudad, los contenedores quemados y una comisaría asaltada por la rabia con la perdida de la enésima vida inocente por el racismo institucional en Estados Unidos.

Esta historia es vieja, tan vieja como la propia estructura social del país. Uno quisiera poder ser optimista y llegar a decirles que esta nueva muerte va a cambiar las cosas, pero mucho me temo que no va a ser así. Siendo realistas, el racismo en suelo estadounidense es una de tantas otras historias de violencia que han forjado el carácter y la identidad de un Imperio. Un país que posee menos del 5% de la población mundial, pero en el que tienen lugar el 31% de los asesinatos masivos. La nación de las barras y estrellas, el neoliberalismo radical, la opulencia,  las grandes estrellas Hollywood o la NBA, pero también la nación del consumo desmedido de opiáceos, los guetos, la corrupción sistémica o las grandes lagunas en sus sistemas públicos. Por no hablar directamente de la práctica inexistencia de una red de solidaridad y apoyo desde la que el estado pueda actuar para socorrer a las capas más desfavorecidas de la sociedad. El COVID o el Huracán Katrina son digna prueba de ello.

Y todo esto, ante el silencio generalizado de los medios, ante los ojos cerrados del mundo y frente a las claras carencias de un Imperio que a poco que uno observe, no es tal. Resulta curioso como los crímenes raciales en EE. UU. son tratados en la prensa occidental como sucesos aislados, casos puntuales que nada tienen que ver con el comportamiento sistémico de una nación claramente asolada por el racismo institucional. Pese a las muertes de Ahmaud Arbery,  Alton Sterling  o George Floyd, entre otros muchos, nadie en nuestros medios se ha parado a preguntarse los motivos por los que una persona negra tiene nueve veces más probabilidades de morir a manos de la Policía en EE UU o más del triple de probabilidades de ir a prisión que sus compatriotas blancos. Y por supuesto, nadie en su sano juicio se atrevería a hablar del régimen supremacista estadounidense.

El racismo en suelo estadounidense es una de tantas otras historias de violencia que han forjado el carácter y la identidad de un Imperio

Seguirán por tanto sin ocupar páginas las condiciones materiales de la comunidad afroamericana, la mayor incidencia de la mortalidad derivada del COVID en esa misma comunidad, su menor acceso a los seguros médico o a un empleo de calidad, su alto porcentaje de población carcelaria, sus índices de pobreza o las oscuras tramas vinculadas al narcotráfico que oportuna y puntualmente han desactivado cualquier inicio de rebelión activa en los barrios más desfavorecidos. Del Imperio, solo interesa conocer sus películas de superhéroes patrióticos, las puntuales estrenticidades de Donald Trump, sus justificaciones para invadir países o cometer flagrantes violaciones de los DDHH en cualquier parte del mundo o su lado más freak, ese que tarde o temprano, y por desgracia, siempre terminamos importando a Europa de la mano de la ultraderecha o la nueva corriente parlamentaria posmoderna.

 Mientras tanto, las cárceles estadounidenses seguirán siendo rentables campos de trabajo forzado para grandes compañías multinacionales, se seguirán ejecutando a las clases bajas de la población pese a las serias dudas acerca de su culpabilidad, South Central encarnará la imagen de la miseria y el abandono y los marines estadounidenses seguirán aterrorizando a pueblos en múltiples coordenadas del mundo, mientras las milicias armadas ultraderechistas continúan ganando terreno a la ya escasa democracia en su propio territorio. Esa, la realidad de un ciudadano negro inmovilizado sobre el suelo hasta arrebatarle la vida sin motivo ni razón, simplemente por el derecho legal al uso de la fuerza, es la realidad de Estados Unidos. Una nación en manos del más fuerte, la patria del «disparar primero y preguntar después». Especialmente, si la víctima es negra.

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