El más brutal de los torturadores fue el inspector José Matute Fernández, cinturón negro de judo, que en la noche del 29 al 30 de octubre, en los sótanos de la Subdelegación del Gobierno, golpeó con tanta saña al militante comunista que le causó la muerte
Por Angelo Nero
Antonio González Ramos era un hijo de la guerra, había nacido en aquel infausto 1936, en el norte de Tenerife, el mismo año que el General Franco había sido nombrado Capitán General de Canarias. En la isla, como en el resto del archipiélago no existió una resistencia que pudiera hacerle frente al alzamiento militar, aunque en Tenerife hubo enfrentamientos en la capital y en el norte, pero estos fueron rápidamente sofocados, y la represión desatada por los fascistas fue brutal. “Si la guerra y la represión fue desde el punto de vista de los vencedores la expiación de los pecados mediante la efusión de sangre, la posguerra y autarquía fue una cuaresma basada en el hambre, la enfermedad, la incultura y la emigración”, señala el historiador Ricardo Guerra Palmero, en su estudio “La larga posguerra en Canarias”.
Antonio fue uno de tantos jóvenes que tuvo que abandonar la isla para huir de la miseria, en los años sesenta, poniendo su horizonte en Alemania. Allí entró a trabajar en una fábrica, donde contactó con miembros del Partido Comunista, y cuando regresó, unos años más tarde, a su isla natal, ya se había convertido en un decidido militante clandestino. Cuentan que, cuando dejó Alemania, pregunto a sus camaradas: “¿Cómo encontraré al partido?”. A lo que le respondieron: “Búscalo en el pueblo”.
Pronto encontró trabajo en la fábrica de tabacos de Philips Morris, y fue uno de los artífices de las primeras Comisiones Obreras en la isla, además de ser un destacado dinamizador del movimiento vecinal, en el barrio de La Laguna. Por su actividad sindical fue represaliado en el trabajo, junto a compañeros como Chicho Montesinos y Luis Molina, y comenzó a militar, primero en la en la OPI (Oposición de Izquierdas del PCE), y después en una escisión del Partido Comunista, que defendía la autodeterminación de Canarias: el Partido de Unificación Comunista en Canarias (PUCC), en el que entró en 1974.
El PUCC, cuyo secretario general fue Francisco Tovar Santos, llegó a ser la tercera fuerza política de las islas, a finales de los años setenta, encuadrada en la coalición Unión del Pueblo Canario (UPC), y en las elecciones municipales de 1979 logró la alcaldía de Las Palmas de Gran Canaria, con Manuel Bermejo, y en las generales de ese mismo año también consiguió un diputado en las cortes españolas, Fernando Sagaseta, firme defensor de la no integración en la OTAN y del derecho de autodeterminación del Sahara y Canarias.
Pero Antonio González Ramos no disfrutaría de estos éxitos del PUCC, porque, sólo un mes antes de la muerte del dictador, su vida sería arrebatada por los esbirros de un régimen que ya estaba preparando su transición sangrienta. Como contó su compañero Julián Ayala, compañero de militancia en la OPI (Oposición de Izquierdas del PCE): “En el aciago día 29 de octubre de 1975. En una concatenación de casualidades, Antonio fue detenido por la Brigada de Investigación Social, la policía política del franquismo. En casa de un amigo suyo había sido hallada una maleta con panfletos y documentos del PUCC, que había llevado para que le guardaran y, en otro lugar de la misma vivienda, unos cartuchos de dinamita que el amigo, trabajador ocasional de la construcción, tenía para emplear en la pesca clandestina. Fue lo suficiente para exacerbar el celo de los sicarios, temerosos ante las incertidumbres que estaba abriendo la enfermedad que iba a llevar a la tumba al Caudillo un mes después, y ansiosos de apuntarse el tanto de desarticular una banda terrorista.”
A pesar de que el PUCC no albergaba la oposición armada al régimen en sus postulados políticos, y se encuadraba en la lucha de masas -aunque la lucha armada ya se estaba fraguando en las islas a través del Movimiento por la Autodeterminación e Independencia del Archipiélago Canario (MPAIAC), liderado por Antonio Cubillo-, los policías de la Brigada Político Social se emplearon a fondo para que Antonio confesase su implicación en actividades terroristas. El más brutal de los torturadores fue el inspector José Matute Fernández, cinturón negro de judo, que en la noche del 29 al 30 de octubre, en los sótanos de la Subdelegación del Gobierno, golpeó con tanta saña al militante comunista que le causó la muerte. Antonio tenía 39 años cuando fue asesinado en las mazmorras de la BPS, dejando una viuda y cuatro hijos huérfanos.
No tardaron en redactar una burda versión oficial, como era acostumbrado entonces, y como lo sería después, en la Transición, en la cual Antonio se había arrojado del coche que lo trasladaba a comisaría en marcha. José Matute Fernández era un fascista de la peor calaña, que había servido en el protectorado español de Marruecos, donde se había destacado por su crueldad con los detenidos, y además era un cobarde: en cuanto se iniciaron las investigaciones por la muerte de Antonio González huyó a Venezuela, para evitar ser juzgado. Aunque no tardó en regresar, un año después, cuando ya se daba por hecho la promulgación de la ley de punto final, la Ley de Amnistía, que en su artículo segundo amnistiaban delitos como los del inspector Matute: “Los delitos cometidos por los funcionarios y agentes del orden público contra el ejercicio de los derechos de las personas”. Finalmente fue procesado, pero el juicio no llegó a celebrarse, porque, como había calculado, le llegó la amnistía del 77 y se pudo reincorporar a su puesto de policía, con destino a la siniestra Dirección General de Seguridad de Madrid.
En el sumario de la causa se pudieron leer fragmentos tan duros como este, que describen el martirio de Antonio: “Estando con las muñecas a la espalda, fue repetidas veces golpeado por el Inspector, con la mano abierta, en el cuello, propinándole rodillazos en el estómago. Derribada la víctima en el suelo, se dejaba caer Matute, con sus rodillas sobre la caja torácica y boca del estómago, produciéndole múltiples lesiones contusivas de forma circular en región epigástrica e hipocondrio derecho, con hígado desgarrado y con hematoma en celda renal derecha”.
Solo 40 días antes del asesinato del militante comunista, el inspector José Matute Fernández había torturado también al estudiante Julio Trujillo Ascanio, de 21 años, por lo que fue condenado a cinco meses de arresto, y al pago de 75.000 pesetas. También pasó por sus manos el diputado socialista Arcadio Díaz Tejera, que narró así su paso por la comisaría, cuando también contaba poco más de veinte años: “Me detuvieron y durante cinco días recibí dos sesiones diarias de palizas por parte de Matute, en el mismo lugar donde pocos días después moriría Antonio González Ramos. Me daba golpes por todos lados, a veces de frente y a veces por la espalda, cuando yo no tenía posibilidad de preverlo; me pedía información y, sobre todo, el nombre de compañeros.”
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