Alvise, nada nuevo: el sensacionalismo y la mafia como símbolo de la prensa rosa

En los últimos días el citado, con la coartada del «periodismo ciudadano», Alvise Pérez ha llevado la morbosidad hasta prácticas mafiosas

Por Ricard Jiménez

El periodismo patrio lleva desde tiempos inmemoriales reñido en una perfecta simbiosis con el sensacionalismo más zafio. Es una obviedad que el periodismo, como cualquier otra modalidad de carácter explorativo en lo social e histórico, de forma cautelosa guarda, aunque con recelo – por lo menos de cara al exterior -, una relación inexorable con la línea ideológica de uno mismo y del sesgo editorial del que participa.

El prisma contextualizado guarda las variables del distinto punto de enfoque. No sirve aquí la metáfora de la luna y el dedo, sino que son los mismos retales expuestos los que determinan la narrativa. A través de las imágenes y las palabras – al fin y al cabo símbolos – construyen realidades.

Este acto peyorativo con la realidad ha tendido a pertenecer a las grandes fortunas, ya que la elocuente deformación de la certeza ha seguido los designios de estos. A veces, como excusa, sin embargo se ha perpetrado desde el más absoluto cinismo, con pretensión de vilipendiar incluso el derecho a la información veraz y la capacidad racional del receptor.

Las líneas nunca han estado bien definidas y bajo el paraguas del «periodismo rosa» o «amarillo» se ha amparado toda serie de tropelías. No es ninguna novedad. El derecho a la mentira, la difamación y el escarnio siempre fue plato de buen gusto en la dieta informativa del consumidor, que tampoco tuvo mucha más opción. Nunca faltaron los monstruos en este sentido.

En la era de la información instantánea y con pretensión socializadora, mediante las grandes redes, entretejidas con las mismas telas de siempre, no era de extrañar la aparición por estas de tunantes con la voluntad de emponzoñar cualquier barrizal. Ahora, a esto que siempre existió lo llamamos ‘fake news’ o ‘bulos’, pero las performance del cuento y el embuste existen desde que el tiempo es tiempo. Más recientemente – no digo contemporáneo ni mucho menos – fue cuando el odio se convirtió en arte, empapando hasta el tuétano la sociedad.

Ya comienzan a quedar atrás las revistas del «corazón», que parece que siguen existiendo para que no cierren las peluquerías, y van atrofiándose los garrotes televisivos que marcaron las épocas transicionales y de apogeo constituyente de una sociedad que reventaría allá por 2008, pero su idiosincrasia – o la falta de ella – comienza a residir en el personalismo fatuo de sujetos como Alvise Pérez.

La vida multipantalla y unisensorial ha permitido lanzar bocanadas en cantidades industriales de toxicidad – las 24 horas del día, los 7 días a la semana – , porque «esto no te lo contarán el resto de medios”, como pretexto para interactuar y ser partícipe de la falsedad parece aumentar la bilirrubina de exaltados carentes de estímulo directo en las que explayar sus constantes vitales.

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