¿Con qué moral puede el Gobierno de esa nación prohibir el uso de armas a sus ciudadanos, si su carrera armamentista ha cobrado millones de vidas inocentes alrededor del mundo?
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Solo unas pocas jornadas nos separan del Día Internacional de la Infancia, fecha que marca en el calendario el homenaje a la inocencia, a quienes deberían ser los seres más felices y mejor protegidos sobre la faz de la Tierra.
Pero tristemente no es esa la realidad; a los miles que mueren a diario por hambre, enfermedades, pobreza extrema y desatención, se suman también las vidas que arranca la más cruda y repulsiva violencia.
Ese es el caso de las víctimas de otra masacre, de las ya incontables que suma el uso indiscriminado de las armas en Estados Unidos. Texas llora hoy la pérdida de 19 infantes de entre siete y diez años, quienes, junto a dos maestras, fueron abatidos en su escuela primaria sin que hubiera tiempo alguno de reacción.
Ante el crimen es imposible no estremecerse, sobre todo porque sabemos que no es el primero, y no será el último mientras en lo que muchos defienden como la sociedad de ensueño, poseer un arma sea tan fácil como comprar un automóvil, un electrodoméstico o el último celular a la venta en el mercado.
No ha existido jamás una voluntad real y seria de enfrentar el fenómeno, sobre todo, porque el de la producción y comercio de armas, legal o ilegalmente, es un negocio rentable que ha financiado no pocos ascensos a las cumbres del poder político estadounidense.
«Es hora de actuar», ha dicho el presidente Biden, quien aseguró también estar asqueado y cansado de situaciones de esta índole; pero, ojo, la hora de actuar pasó hace mucho, y en la práctica todavía no parece que se percaten de ello.
Sin embargo, hay una realidad mucho peor: si bien el mandatario ha dicho que retomar la prohibición de armas de asalto pudiera ser un paso esencial para enfrentar el auge de los tiroteos masivos, el mal de fondo no se soluciona con una ley, cuya probabilidad de ser aprobada es bien escasa.
Cabe preguntarse, ¿con qué moral puede el Gobierno de esa nación prohibir el uso de armas a sus ciudadanos, si su carrera armamentista ha cobrado millones de vidas inocentes alrededor del mundo?
Sin que sea en absoluto un argumento de justificación, aquellos que toman un arma y disparan a mansalva, son en muchos casos seres marginados y golpeados duramente por ese sistema, como parece ser el caso del autor de esta masacre.
Resulta inimaginable el dolor y la desesperación de padres que despidieron a sus hijos por la mañana en la escuela para, unas horas después, enterarse de que han sido acribillados en su salón de clases.
Y todavía hay quienes llaman a Cuba dictadura, y aseguran que deberíamos apostar por ese sistema de balazos en las escuelas, por ese escenario violento, en el cual los que pueden cambiar el paisaje voltean el rostro y siguen llevando a sus bolsillos el dinero de una industria que produce muerte.
Es curioso cómo aquellos que califican a los gobernantes cubanos de asesinos y brutales represores, adoran retratarse con armas de asalto en sus manos, reproduciendo los patrones del país que veneran, e incitan a la violencia para «acabar con el régimen», sin el más mínimo atisbo de vergüenza.
Si la vida de un niño no es motivo suficiente para defender la paz y enfrentar la violencia, qué otra razón pudiera promover un cambio tan profundo en el seno del país más poderoso del orbe.
El de robar a nuestros niños la tranquilidad y protección de que disfrutan es un precio que Cuba no está dispuesta a pagar. Es esa una de las más sensibles razones para defender su proyecto social.
Granma
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