Entrevistamos al escritor Alfonso Domingo, a propósito de su novela La Memoria Habitada, en la que vuelve a ese territorio mágico de la infancia.
Por Angelo Nero | 31/01/2025
A estas alturas creo que es innecesario presentar al escritor, periodista y documentalista Alfonso Domingo, al que hemos entrevistado más de media docena de veces en estas mismas páginas, y del que pensábamos que ya no iba a sorprendernos, al menos no de esta forma, con un libro que apela a nuestros recuerdos, a los de ese mundo que parece que se perdió, el de ese mundo rural, de pueblos como su Turégano natal, en la provincia castellana de Segovia, “un pueblo con castillo, con río, con fragua, pinar y todos los elementos de esa España rural de los años 60 que se incorporaba a la industrialización.”
“Cada generación asiste a un mundo que se pierde”, leemos en la contraportada de “La memoria habitada”, pero, sin embargo, este es un libro que apela a varias generaciones, las que comprenden ese lento peregrinaje de los desertores del arado, que se alargó hasta bien entrados los años ochenta. ¿Que se pierden esas nuevas generaciones que ya no tienen la referencia del mundo rural como nosotros?
En primer lugar, Anxo, quería agradecerte el interés que siempre prestas a mis cosas. No es coba ni peloteo, te lo agradezco de verdad. Respondiendo: bueno, supongo que, en cada etapa de la historia, cada generación que viene goza de un mundo diferente, al menos en los últimos tiempos, en el siglo XX y XXI, así ha ocurrido. Hay cosas buenas y otras no tan buenas, y de las generaciones anteriores también se pierden cosas que nos parecen buenas y otras que no lo son, a mi juicio.
Por ejemplo, una cosa mala que se va perdiendo, aunque no a la velocidad que debería, es el maltrato a los animales, léase criaturas domesticadas o salvajes. Ahí se ha avanzado, aunque haya fiestas, como las de los toros, que aún permanecen y que son parte fundamental de la idiosincrasia de los mundos rurales, que a mí, particularmente, no me gusta, nunca me atrajo.
Pero hay otras cosas del mundo rural, como el integrarse en los ciclos de la naturaleza, las estaciones, el apoyo entre vecinos, el echarse una mano, la serenidad y la calma de estimar el paso del tiempo, frente a la aceleración y la prisa, que, desde luego, se pierden.
Si fuera irónico también diría aquello de «pueblo pequeño, infierno grande», porque ya sabemos también lo que a veces pasa en los pueblos, donde se enquistan las malquerencias, etc. En el mundo rural en ocasiones hay asperezas, es duro, pero también bello, el horizonte, el campo, las nubes, esa brisa. No lo sublimo, no te creas. En el tiempo de mi infancia era duro, aunque también bello.
Creo que fue Rilke el que dijo aquello de «La verdadera patria del hombre es su infancia.» En estos tiempos en los que ese término está tan denostado, por su uso (o abuso) político, ¿conviene reivindicar esos territorios de nuestra infancia, que no tenían necesidad de agitar ninguna bandera?
Desde luego, cuando el mundo se abría para nosotros cada mañana y partíamos a descubrirlo. Todo era una aventura, una aventura fascinante y maravillosa. Si la vida es un viaje, o un camino, en la infancia se aprende a dar esos primeros pasos, es el principio del entusiasmo, del recorrido donde todo lo bueno está por llegar. Una infancia feliz es algo prodigioso, el mejor regalo de la vida. Por eso me hundo cuando veo tanto sufrimiento en el mundo, sobre todo, de los niños, en tantas guerras y conflictos.
Hay un exaltación de la naturaleza en tu libro, de los árboles y de los animales, de las estaciones, del paisaje como el escenario necesario para despertar la curiosidad de un niño. ¿Ese reconocimiento del medio natural en la infancia, te ha ayudado a valorarlo cuando te convertiste en adulto? ¿crees que los niños que crecen en nuestras ciudades tendrían que salir más al campo, para recibir más clases como las que daba aquel maestro de “La lengua de las mariposas”?
Por supuesto, el mundo rural, el mundo de la naturaleza, es básico en la formación del individuo. Yo tuve, como muchos de mi generación, esa suerte, y esos paisajes, esos vértigos de horizontes sin límites (así nos lo parecían a los niños), tan distintos de las ciudades, me han acompañado en la existencia, han sido parte fundamental de mi aprendizaje, de mis viajes posteriores por otros paisajes, por otros mundos con otras gentes. Sí, sería necesario que los niños de hoy conocieran el mundo rural, la naturaleza, las plantas, los animales, que amaran caminar por el campo, por los montes. Se respira de otra manera. Qué te voy a decir a ti, que eres un gran andarín, estás muchos días tronchando veredas empinadas…
Luego está esa galería de personajes míticos, como El Tuerto Pirón, Nicanor el del Rayo, o Valentín el Herrero, ¿crecer entre ellos era algo así como crecer entre los súper héroes de la Marvel?
Bueno, mi abuelo Valentín si fue un héroe para mí, era el mago del fuego, en la fragua, uno de los herreros del pueblo, me fascinaba verle trajinar con los hierros, el carbón, el yunque, etc. Y también me cazaba gorriones con la gorra, como cuento en el libro. Tenía una filosofía vital muy propia de los campesinos, en esto se parece a otros lugares de España, Galicia, la Mancha, Andalucía, Aragón… Una sabiduría antigua, una dureza no exenta de poder disfrutar de las cosas de la vida.
El tuerto Pirón era una leyenda antigua, luego yo he recreado a partir de algunos comentarios y he reconstruido su historia porque había bastante documentación.
Para un niño, aquel mundo, que no era del lugar donde yo había venido, la capital, Segovia, era fascinante por el escenario, el paisaje y los seres que lo poblaban. Yo nací en Turégano, pero luego viví en Segovia hasta que a mi padre le destinaron a Canarias y entonces nos fuimos al pueblo con mi madre varios años, cosa que yo siempre le estaré agradecido.
También hay personajes un tanto siniestros, como la Monja de Hamelín o Josefa Prados, de esos que alimentaban los miedos infantiles, ¿no es cierto?
Bueno, lo de la Monja fue absolutamente cierto, y lo de Josefa Prados (en realidad he cambiado un poco el nombre) tenía un aura de misterio simplemente porque no se mostraba, era fea la pobre. Pero había otra cosa más terrorífica, la madre del caño, una aparecida que podía raptar a los niños y provocar la muerte, a esa sí se le tenía miedo y los mayores asustaban con ella, algunas mujeres se la creían además. Pero los miedos al final, si no se abusa, si no se incide hasta el punto de lo traumático, son positivos, necesarios, porque te ayudan a superar cosas.
El libro tiene un ritmo pausado, y también anima a una lectura sin prisas, paladeando cada capítulo y removiendo nuestros propios recuerdos, de tal modo que parece que el tiempo se detiene en la lectura, que volvemos a ser los niños de aquella “eternidad detenida.” ¿cómo ha sido para ti ese ejercicio de dejarte habitar por la memoria, de darle para atrás a los relojes, y ponerte otra vez en la piel de aquel niño de Turégano a finales de los años cincuenta?
Bueno, es un libro que tenía escrito desde hace una decena de años al menos, y que he revisado a conciencia cuando ha existido la posibilidad de publicar. He quitado cosas y he añadido otras, relatos de ficción a partir de personajes reales, o una mezcla de ellos. El proceso de vuelta a aquellos días es también un viaje, un viaje en el que pretendes descubrir esa mirada, esa inocencia. Bueno, como digo al final, hice el viaje que los adultos hacemos alguna vez hacia el centro de nosotros mismos, allí donde habita la memoria.
A raíz del libro, que a algunos les ha fascinado, no solo amigos o gente de Turégano, y que me han convencido, haré dos libros más, uno sobre la memoria adolescente en Segovia (la memoria suspendida) y otro sobre los primeros años en Madrid con la carrera y la lucha estudiantil contra el franquismo (la memoria insurgente). Ya veremos cuando los termino.
“La memoria es como una linterna mágica: proyecta sombras que parecen reales, imágenes reales que parecen sombras”, escribes en uno de los capítulos, ¿cuánto de real, y cuanto de imaginado cabe en esta suerte de realismo mágico? ¿realmente no nos engaña la memoria cuando volvemos a los lugares donde fuimos felices?
Son varias preguntas, así que intento contestar por orden. No sabría decirte el porcentaje de ficción y realidad, y además, creo que a estas alturas ya no importa. Hay relatos como El mar imposible, ese mar que nunca acaba de llegar a la llanura, que son claramente de ficción, pero luego hay otros relatos que son absolutamente reales, personajes del pueblo reales, y otros reales que los he trasplantado de otros sitios, en fin…
Turégano es un pueblo de película, de ficción, de novela, al menos visto por los ojos de un niño como el que era yo entonces. La memoria sí puede que nos engañe un poco cuando volvemos a los lugares donde fuimos felices. Hay una frase de una novela de Dumas, que dice aquello de «Aquellos tiempos horribles en los que fuimos tan felices». Pues eso, siempre nos queda el tesoro de lo vivido, de lo gozado, de lo descubierto, de la ilusión, de la vida, de la belleza. El alma antes de corromperse (ja, ja, ha quedado tremenda esta última frase).
Parte de tu obra está centrada en la Memoria colectiva, en la que han dado en nombrar histórica -aunque a nosotros nos guste más llamar Antifascista-, y ahora nos asombrar con este ejercicio de Memoria familiar, ¿crees que, en definitiva, esa Memoria colectiva, no es más que la suma de las pequeñas memorias que cada familia aporta y que juntas ofrecen un fresco completo de aquella sociedad que vivió bajo el yugo del franquismo?
Bueno, se puede contemplar con ese prisma. Aquellos eran tiempos duros, y no estaban exentos de cierta belleza y grandeza, pero la gente tenía que trabajar duro para vivir. Ya no era la horrorosa posguerra, pero el régimen era el que era. En cualquier caso, yo solo doy alguna ligera pincelada a ese respecto, el libro creo que apela a otra memoria, la personal, claro, pero también la colectiva de una familia, de un pueblo, de cómo se vivía, las estaciones, los ritos, todo lo que rodeaba esa existencia. Ha sido mi viaje hacia el tiempo del niño que fui, quizá para recargarme ante un mundo cada vez más cruel, más penoso, más injusto, con menos esperanza. En aquel tiempo, había esperanza. Vivíamos con ella, no podía ser de otra forma.
En ese pueblo de tu infancia había pequeños sucesos cotidianos, pero también importantes acontecimientos, como cuando rodaron una película en él, ¿supongo que la llegada de equipo de rodaje fue una pequeña revolución y dejó una profunda huella en la memoria de los habitantes de Turégano? Por otra parte, creo que el cine fue el motivo de que casi no fuera adelante el noviazgo de tus padres, ¿con la iglesia hemos topado, no?
Bueno, yo tenía un año cuando vinieron los del cine a rodar «Aquí hay petróleo» pero es un episodio que recreo con la memoria de algunos miembros de mi familia, en especial mi primo Felipín, todo un personaje entonces y ahora. De alguna manera la película, que tenía un fondo de moralina del regimen, anticipó otra película mucho más famosa, la de Bienvenido Mister Marsall, de Berlanga, pues venían los americanos a buscar petróleo y revolucionaban el pueblo. La película, donde trabajaban gente como Manolo Morán, Riquelme, los grandes actores de esa época, dejó algunas anécdotas que yo recreo, incluso cuando se estrenó en el cine del ayuntamiento. Y me venía muy bien porque como digo, es un pueblo muy fotogénico.
Hablando del cine, precisamente fue Gilda, una película que fueron a ver mis padres en Segovia cuando eran novios, la que motivó una reprimenda del cura, don Plácido, en un sermón contra los que habían ido a verla. A pesar de esas cosas, por fortuna, el noviazgo de mis padres prosperó, como es obvio, pero si ya le tenía yo manía a don Plácido, que me perseguía para hacer la catequesis, más le cogí cuando supe eso. El poder de los curas rurales en la España de entonces era tremendo. Ahora, afortunadamente, han perdido mucho.
También ese mundo rural te inculcó, a través de tus padres, unos valores, que te han acompañado a lo largo de tu vida, ¿crees que deberíamos recuperar esos valores, como la honradez, el trabajo, la superación, y también con la solidaridad y la fuerza de lo común?
Por supuesto. Dije al principio que a veces los pueblos pueden ser un poco infierno, pero a mí, mi familia y ese entorno me inculcaron el valor del amor al trabajo, al esfuerzo, a la superación, a la honradez, el valor de la palabra dada, y en los pueblos había también apoyo mutuo entre la gente cuando se pasaba mal, el incendio que se llevó una tercera parte del pueblo en 1965 es una prueba de ello. Y también a divertirse, a sacar el lado divertido de la vida. Cuando a rolex, a rolex, cuando a setas, a setas, ya sabes a lo que me refiero.
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