Por María Torres
«Ahí donde se queman libros / se acaba quemando también seres humanos».
Heinrich Heine, 1821
Casi desde el comienzo de los tiempos, la quema de libros ha sido una herramienta utilizada por el poder político y el religioso en un intento de controlar el pensamiento de la humanidad. El franquismo no podía ser menos y entre sus múltiples formas de represión se encontraba la cultural. A ningún régimen totalitario le gusta la cultura y la libertad de expresión, por lo que no se escatimaron esfuerzos para deshacerse de todas aquellas publicaciones que suponían un peligro para la «Nueva España» y que fueron condenadas al fuego eterno. En su afán por purificar el país, lo primero era borrar el pensamiento de los vencidos y para ello se ejecutó una brutal purga cultural e intelectual. No solo se limpiaron escuelas y bibliotecas públicas y privadas, también se depuró a los bibliotecarios, maestros, editores y libreros. Cualquier tipo de información estaba sometida a un control férreo y la censura extendió sus largos y enfermizos tentáculos por todo el devastado territorio de ese proyecto de una España grande y libre.
Es conocida la quema de libros del 30 de abril de 1939 en la Universidad Central de Madrid por parte de Falange, en la que participó Antonio Luna, delegado provincial de FET de la JONS en Madrid y secretario nacional de la Jefatura de Educación. Más adelante sería el primer juez instructor de la Comisión Superior Dictaminadora para depurar el profesorado de la Universidad de Madrid. También estuvieron presentes Salvador Lisarrague Novoa, secretario provincial de la Jefatura de Educación y de la delegación provincial madrileña de Falange, que acabó siendo el primer responsable del Ateneo de Madrid intervenido, así como David Jato, jefe provincial del Sindicato Español Universitario (SEU).
Estos viriles falangistas, acompañados de universitarios brazo en alto y virginales muchachas con peineta y mantilla, celebraron un «Auto de fe» para condenar al fuego a los que ellos creían eran los enemigos de España. Así lo recogía el diario Ya en su edición del 2 de mayo de 1939: «El Sindicato Español Universitario celebró el domingo la Fiesta del Libro con un simbólico y ejemplar auto de fe. En el viejo huerto de la Universidad Central –huerto desolado y yermo por la incuria y la barbarie de tres años de oprobio y suciedad –se alzó una humilde tribuna, custodiada por dos grandes banderas victoriosas. Frente a ella, sobre la tierra reseca y áspera, un montón de libros torpes y envenenados (…) Y en torno a aquella podredumbre, cara a las banderas y a la palabra sabia de las Jerarquías, formaron las milicias universitarias, entre grupos de muchachas cuyos rostros y mantillas prendían en el conjunto viril y austero una suave flor de belleza y simpatía. Prendido el fuego al sucio montón de papeles, mientras las llamas subían al cielo con alegre y purificador chisporroteo, la juventud universitaria, brazo en alto, cantó con ardimiento y valentía el himno Cara al sol».
Dos días después el diario Arriba publicaba bajo el título «Letras de humo» el siguiente texto de Antonio Luna: «Con esta quema de libros también contribuimos para edificar a España una, grande y libre, condenados al fuego los libros separatistas, los liberales, los marxistas, los de la leyenda negra, los anticatólicos, los del romanticismo enfermizo, los pesimistas, los pornográficos, los de un modernismo extravagante, los cursis, los cobardes, los seudocientíficos, los textos malos y los periódicos chabacanos. E incluimos en nuestro índice a Sabino Arana, Juan Jacobo Rousseau, Carlos Marx, Voltaire, Lamartine, Máximo Gorki, Remarque, Freud y al Heraldo de Madrid».
Esta «pira purificadora» no fue la única. En todos los pueblos y ciudades tomados por los franquistas se quemaron libros como un acto de adhesión al «movimiento nacional» nada más iniciarse el golpe de estado contra la República. Había que eliminar libros, folletos, periódicos, cualquier material impreso que intoxicaba al pueblo. El periódico Arriba España, dirigido por el sacerdote falangista Fermín Yzurdiaga, quien más tarde sería Jefe Nacional de Prensa y Propaganda hacía el siguiente llamamiento en la edición del 1 de agosto de 1936: «¡Camarada! Tienes obligación de perseguir al judaísmo, a la masonería, al marxismo y al separatismo. Destruye y quema sus periódicos, sus libros, sus revistas, sus propagandas. ¡Camarada! ¡Por Dios y por la patria!». En El Ideal Gallego de agosto de 1936 se da cuenta de una quema pública frente al edificio del Real Club Náutico de La Coruña: «A orillas del mar, para que el mar se lleve los restos de tanta podredumbre y de tanta miseria, la Falange está quemando montones de libros y folletos de criminal propaganda comunista y antiespañola y de repugnante literatura pornográfica». En muchas ciudades los falangistas recorrieron las librerías en busca de libros revolucionarios, destruyendo inmediatamente las obras que consideraban peligrosas no solo por su supuesto contenido marxista, pues se llegó a destruir hasta la Enciclopedia Espasa, El Corsario Negro, Los tres mosqueteros, Los cuentos de Andersen, o Los viajes de Gulliver.
Cabe destacar que las autoridades franquistas negaban estos actos. El ministro de Educación Nacional durante la Guerra, Pedro Sainz Rodríguez, que colaboró activamente en la sublevación y dirigió todo el proceso de purga y depuración del sistema de enseñanza republicano, más tarde conspirador monárquico y consejero de Juan de Borbón, se manifestaba así al respecto: «Es falso cuanto se diga en la España roja de que en nuestra España se queman libros y se destruyen libros. Ciertos libros no pueden estar en manos de gentes sin formación ni de débiles mentales». El «muera la inteligencia» del infame Millán Astray comenzaba a cobrar sentido en el Nuevo Estado, cuya máxima preocupación era la adopción de medidas represivas y preventivas que aseguraran la estabilidad del nuevo orden jurídico y social establecido a fuerza de balas.
Además se procedió casi simultáneamente a la «purificación» de todas las bibliotecas. Censores militares inspeccionaron sus fondos y las obras que se consideraban contrarias al Movimiento nacional tenían como destino la hoguera. Otras, por el contrario no acababan quemadas, pero eran prohibidas y solo podían ser consultadas con autorización, guardándose en espacios que se denominaban «infiernos». El Gran diccionario universal del siglo XIX de Pierre Larousse define el infierno como el «lugar cerrado de una biblioteca donde se guardan los libros cuya lectura se considera peligrosa». Al infierno fueron a parar la bibliotecas incautadas a muchos intelectuales republicanos padeciendo al igual que alguno de sus propietarios largos años de olvido.
Una vez que las bibliotecas se encontraron libres del «virus rojo», sin libros que pudieran atentar contra la unidad de la patria, menospreciar a la religión católica u oponerse al glorioso movimiento nacional podían ser clausuradas hasta que recibieran ejemplares adecuados a la nueva moral, abiertas al público o acabar en manos de particulares afines al régimen. En Madrid por ejemplo, nada más entrar las tropas franquistas en la capital se procedió al cierre de todas las bibliotecas que no abrieron sus puertas hasta que se procedió a su «limpieza»
También se inspeccionaron las sedes de organizaciones políticas y sindicales, librerías, editoriales, distribuidoras, talleres de encuadernación, redacciones de periódicos y revistas, retirando miles de publicaciones y prohibiendo la publicación, distribución y lectura de los mismos. Cualquier publicación que había visto la luz después del 18 de julio de 1936, necesitaba una autorización expresa de la Sección de Censura del Servicio Nacional de Propaganda del Ministerio de Gobernación para poder ser comercializada. Incluso se indicaban los libros que debían exponerse en los escaparates de las librerías.
Muchas empresas americanas se ocuparon de publicar los textos españoles prohibidos en la España franquista, pero ya era demasiado tarde. El camino de la conquista de la cultura iniciado por la II República española quedó definitivamente cerrado.
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