Agua, principio de vida: especulación y la paralización del desahucio del Gimnàs de Sant Pau

 

Por Ricard Jiménez

El agua es principio de vida – dicen-, pero paradójicamente se impone el modelo de la esencia sin este principio fundamental. Hace ya tiempo que los derechos, en regresión, pasaron a ser encerrados bajo custodia por el concepto de ‘seguridad’. En este caso, el del agua, se trata de la idea de ‘seguridad hídrica’, que según Global Water Partnership «es la capacidad de la humanidad de proteger el acceso sostenible al agua para el sostenimiento de los medios de vida, el bienestar y el desarrollo socioeconómico».

El pasado mes de diciembre, en el mercado, porque siempre se presenta en abstracto, no sea que se descubra la deshumanización con la que operan sus «activos», comenzaba a cotizar el agua, poniendo en entredicho que esa «seguridad» sea el fin de la sociedad capitalista. ¿La vida en la que el principio de la vida es objeto de especulación bursátil que es? ¿La muerte en vida?

Quizá es por esto que al tratar la idea abstracta, la de ‘seguridad hídrica’, se evoca a tierras en los que la corteza terrestre se abre con una navaja, labios resecos, frágil y desértica existencia. Allí, en nuestra mente – en el Sahel, en Níger, en Camerún, etc.- se alude de forma inconsciente a perífrasis recursivas de las guerras y al dolor – antes eran recurrentes los anuncios de las ONG, niños famélicos, moscas revoloteando -, pero lejos de ser una anomalía remota, la ‘inseguridad hídrica’ – porque la falta de agua no es segura – es un elemento que recorre transversalmente nuestra sociedad. Por ello es un tema del que no se habla, no es noticioso.

Según Naciones Unidas «2.200 millones de personas carecen de acceso a servicios de agua potable», esa sed que duele en la garganta, que se presenta y agudiza con el cambio climático, hecho que se hace tangible en los pujantes éxodos migratorios.

Cuando irrumpió el pánico por el coronavirus en nuestras sociedades «desarrolladas» el hecho más reseñable – quizá – fue el de reaprender aquello que creímos saber, la higiene, y curiosamente lo primero en agotarse de los supermercados fue el papel para limpiarse el culo. Entrando en materia, con una mirada anodina, muchos medios, con ese prisma de moralina solidaria católica, volvieron a aquello que en la normalidad es obviado, pero que en un contexto excepcional se vuelve insólito: «más de la mitad de la población – 4.200 millones de personas – carecen de servicios de saneamiento gestionados de forma segura».

Esto, de nuevo, parece una alegoría a lugares remotos, pero, en este caso no puede ser tal que así. Si hablamos de «más de la mitad de la población», numéricamente y por estadística, hablamos de algo que tenemos en la punta de la nariz, aunque, fijaros que si tratamos de enfocar ese punto la vista se nubla. Debe ser por este motivo que, sobre el tema, se cierne el tupido velo del que se habla a veces. En la sociedad del bienestar tratar aquello que es incómodo, y pone en entredicho tal bienestar mismo, es como el goteo de una cascada en medio del desierto, un milagro, un espejismo que parece fruto de la majadería de alguien obsesionado con la miseria.

Es cierto, que al contrario que la sed, la falta de higiene por carencia de acceso a agua no es algo que rasgue la tráquea, es indoloro a corto plazo, no produce éxodos, muertes en masa, porque la enfermedad – consecuencia de – es analizada como un fin en sí y no de raíz.

Sin embargo, un estudio canadiense ha demostrado que las personas sin hogar tienen cinco veces más probabilidades de muerte por coronavirus y diez más de contagiarse.

Recuerdo la entrevista que hice a Fran Lores de HogarSí al principio de la pandemia en la que conversamos sobre el sinhogarismo, dentro de este contexto excepcional, y este comentaba «que el derecho a la vivienda es fundamental para garantizar el derecho a la salud». En invierno es cuando esto se vuelve aún más concreto, pero no excepcional. Al menos 15 personas sin hogar han muerto en la ciudad de Barcelona entre los meses de enero y abril del 2021.

En 2012, como una tirita que supura a borbotones, una empresa fue recuperada en 2012 por sus trabajadores, el Gimnàs Sant Pau, que se convirtió en una cooperativa sin ánimo de lucro, «un gimnasio que se ha convertido en un proyecto social de 1400 metros cuadrados», destacan.

Como explican los mismos trabajadores «al rededor de 900 personas tienen acceso a las instalaciones deportivas de manera gratuita a través de 40 entidades de Barcelona», esta labor pone especial énfasis en «mujeres que han sufrido maltrato, jóvenes extutelados, personas sin hogar y refugiados». Además, «también se realizan 18.000 servicios de ducha al año para personas necesitadas». Esto, explican, «puede cambiar una vida».

Y volvemos al principio, el agua, principio de vida.

En las últimas semanas la entidad se puso en tela de juicio ante la amenaza de un desahucio inminente debido a la reactivación de la licencia de obras a la propiedad. Ante la presión popular aparecieron los movimientos políticos. El Ayuntamiento de Barcelona, que la entidad se planteaba denunciar al haber reactivado dicha licencia, intercedió en la negociación ofreciendo una millonaria contrapropuesta para la entidad.

Ayer, a menos de un día para que se llevara a cabo el desahucio, el juzgado de primera instancia 5 de Barcelona acordaba la suspensión del Gimnàs Sant Pau sin fijar una nueva fecha, según ha informado el TSJC. Ahora continúan las negociaciones, 9’7 millones de euros están sobre la mesa.

Volvemos hacia atrás, el agua, principio de vida no puede depender de las operaciones mercantiles, llevándonos a una guerra hídrica, porque la especulación tiene estas cosas, implica que el derecho sea objeto inseguro que atenta, que no elige, sino que pone precio a las vidas y muertes que, agua per cápita, se suceden por el bolsillo del poder, ni tampoco puede depender de la decisión, derecho en mano, curiosamente, de una decisión judicial.

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