El mando talibán estaba volviendo a cometer los mismos errores que cometió en su anterior gobierno entre 1996-2001, como la de aplicar la sharia (ley islámica) en su versión más agobiante y centrar la administración del gobierno y todos los cargos importantes y medios en miembros de la etnia pashtún
Por Guadi Calvo / Línea Internacional
A poco de cumplirse un año de la toma de Kabul, por parte del Talibán, el próximo día quince, prácticamente en nada ha logrado avanzar el nuevo gobierno de los mullah, quienes evidentemente se manejan mucho mejor con las armas que con la paz, si estos a estos últimos doce meses se pueden colocar en esta última categoría.
Más allá de los títulos y las acusaciones, lo único absolutamente cierto es que nadie se está ocupando de las vidas de 37 millones de personas, de ellos el 45 por ciento menores de catorce años, cuyo destino sigue siendo absolutamente incierto.
Con la muerte del emir de al-Qaeda Ayman al-Zawahiri, prácticamente en los brazos dolientes de los talibanes, nada de lo poco que habían logrado en este año, ha quedado en pie. Y las acusaciones acerca de que Afganistán es un país terrorista, o por lo menos refugios de ellos, son ahora irrebatibles. (Ver: Ayman al Zawahiri, otra muerte oportuna).
El gobierno del mullah a Haibatullah Akhundzada, el líder supremo del Estado Islámico de Afganistán, parece estar confirmando todas las presunciones que se tenía sobre el país centro asiático de caer nuevamente en manos del Talibán.
Más allá del sismo del pasado junio, que habría dejado solo mil muertos, aunque se cree que los mullahs estaría escondiendo la cifra real, para disimular su ineptitud a la hora de manejar crisis, a la que le continuó una epidemia de cólera, la pandemia del Covid de la que todavía siguen sus secuelas, el conflicto ucraniano y la crisis económica, que, desde la retirada soviética en 1991, no ha dejado de incrementarse, han dejado al país entre la lista de los estados fallidos.
Aunque del amplio muestrario de calamidades afganas, la violencia armada, sigue siendo el gran obstáculo para que el país centroasiático, comience a ajustar cuentas con su propia historia y ponerse en marcha hacia puertos más amigables.
La endémica crisis economía de Afganistán, por la que poco y nada hizo Washington en sus veinte años de ocupación, comenzó a profundizar al ritmo que se producían nuevas y constantes sanciones internacionales, por lo que se cortaron las pocas exportaciones del país, mientras que las ayudas de organizaciones mundiales también disminuyeron sus aportes de manera casi total. Mientras que los Mullahs, sancionaron las pocas empresas extranjeras que pudieron soportar el “cambio” de gobierno, suspendiendo permisos, confiscando maquinaria y equipamientos, por lo que se produjo una ola de despidos y huidas del país de dichas empresas. Mientras, cerca de 650 mil afganos que habían logrado escapar a lo largo del 2021 ya fueron deportados por los países vecinos que les habían dado acogida.
Por lo que la pequeña clase media y media alta, crecida al calor del colaboracionismo y la corrupción durante el interregno norteamericano, ha comenzado a desaparecer, sumida en el quiebre económico o los que han conseguido escapar, llevándose todo lo que tenían.
Las denuncias son cada vez más graves acerca de los abusos que en nombre del Corán se están cometiendo: desplazamientos forzados, persecución y muerte contra la minoría hazara. La ejecución de 600 prisioneros, los crímenes de lesa humanidad en la sempiterna rebelde provincia de Panjshir, y la represión cada vez más desembozada a las mujeres.
La educación secundaria para las jóvenes ha estado clausurada durante casi todo este último año. Nuevamente, el uso de hiyab o burka, es obligatorio, y todas las empleadas del Ministerio de Finanzas, por ejemplo, han sido despedidas, en favor de sus parientes varones. Mientras los hombres han debido volver a las barbas y vestir el clásico shalwar kameez un juego de camisa larga y pantalón amplio.
Este cambio de vida hace que, para muchos ciudadanos afganos, mientras los militantes hablan del quince de agosto como el día de la victoria, ellos se refieran esa misma fecha como suqut, colapso, en el dialecto dari.
El mando talibán estaba volviendo a cometer los mismos errores que cometió en su anterior gobierno entre 1996-2001, como la de aplicar la sharia (ley islámica) en su versión más agobiante y centrar la administración del gobierno y todos los cargos importantes y medios en miembros de la etnia pashtún, la mayoritaria del país con cerca de un cuarenta por ciento de la población en detrimento de una docena de otras etnias, que habitan el país y son dejadas de lado.
Por lo que más allá de los intereses geoestratégicos y sus ricos yacimientos de gas y petróleo, que siempre ha despertado el interés de las grandes potencias, Afganistán, sigue siendo un estado paria, por lo que tanto ni Rusia, ni China han querido avanzar demasiado en las relaciones de “buena vecindad”. Mientras que Pakistán, tras el golpe contra el Primer Ministro Irman Khan, en abril último, ha vuelto a su tradicional política ambivalente que pasa desde comprarle carbón, a muy bajos precios, con frecuencia choca a lo largo de la frontera.
El pasado día ocho de agosto, funcionarios talibanes en la provincia de Kunar, en el este de del país, denunciaron que, a lo largo de la Línea Durand, el trazo colonial, que separa Pakistán de Afganistán, se produjeron varios incidentes entre ambos ejércitos, aunque no se denunciaron bajas en ninguna de las fuerzas. Según la versión afgana, el incidente se inició cuando el ejército paquistaní intentó levantar un puesto fronterizo y una alambrada en la región de Bain-e-Shahi del distrito de Dangam en esa provincia.
También el día ocho, tres militares pakistaníes murieron al pisar con su vehículo una mina terrestre en un sector de Patasi Ada, Waziristán del Norte (Pakistán), aunque en este caso la responsabilidad habría sido del Tehrik-e Taliban Pakistan (TTP), el movimiento local, aliado históricamente al Talibán afgano, en venganza por la muerte de su líder Abdul Wali Mohmand, alias Omar Khalid Khorasani, junto a otros dos milicianos de alto rango. Omar habría sido localizado y asesinado en la provincia afgana de Paktika, lo que sin duda significa un nuevo dolor de cabeza para Kabul. Ya que con esta muerte y la de al-Zawahiri, se confirma, el secreto a gritos, de que los mullah, faltando a los acuerdos de Doha (Qatar), dan cobijo a organizaciones terroristas. Sin duda, estas muertes dan por terminado el alto el fuego, que ya lleva dos meses, entre Islamabad y el TTP. (Ver: Al-Qaeda más allá de la muerte del emir)
Desde la llegada del Talibán al poder, el choque fronterizo en Bain-e-Shahi con fuerzas pakistaníes no fue el primero. En febrero pasado en un sector de la provincia de Kandahar (Afganistán) se había producido un hecho similar donde habían quedado dos milicianos muertos y trece heridos de ambos lados.
A finales de julio último, también los talibanes chocaron con fuerzas iraníes en un punto determinado entre la provincia de Nimroz (Afganistán) e Hirmand (Irán), donde los muyahidines afganos habrían perdido un hombre. Este último incidente tampoco ha sido el primero con Teherán.
El pasado mayo, también en la frontera con Tajikistan, un confuso hecho en el que algunas fuentes responsabilizan a fuerzas del Talibán y otras a milicias antigubernamentales tayikas, mantuvieron un enfrentamiento de cuatro horas con guardias fronterizos tayikos en el área fronteriza de Panji Poyon (Tayikistán) Sherkhan Bandar (Afganistán) en el que se habrían producido ocho muertos.
La guerra interior
Mientras el frente exterior de Afganistán parece cada vez más crítico, la guerra interior contra el Daesh Khorasan, con quienes los talibanes combaten desde el 2015, no ha detenido sus operaciones. Desde mediados de agosto del 2021 hasta julio último, las bajas civiles superan las 2.200.
Ya, a los pocos días de la toma de Kabul, el 26 de agosto, atacantes suicidas del Daesh, produjeron una matanza entre quienes esperaban su turno para abordar algún vuelo para escapar de los talibanes, en aeropuerto internacional Hamid Karzai, que dejó al menos 169 civiles muertos, además de trece militares estadounidenses, a cargo de la seguridad interior de aeropuerto y unos 150 heridos. Desde entonces los ataques han sido frecuentes, teniendo como objetivo principal a la comunidad chií y entre ellos a la comunidad hazara un subgrupo acusados, de apóstatas, por el integrismo sunita.
El último de estos ataques se produjo el pasado sábado seis, en un distrito occidental de Kabul, dejando nueve muertos y 120 heridos. Las víctimas eran miembros de la comunidad, quienes chií, quienes se habían reunido con autoridades policiales para organizar el Ashura, una ceremonia particularmente sensible para la colectividad chiita en que se recuerda el martirio del imán Hussein, nieto del profeta Mahoma, en la batalla de Kerbala (Irak) en el año 680. La peregrinación de los dolientes en un largo tránsito por las calles de la ciudad, donde los promesantes entonan cánticos fúnebres y se flagelan la espalda con cuchillos y cadenas. El día anterior, otras ocho personas habían resultado muertas y otras 18 resultaron heridas tras la explosión de una mina magnética colocada bajo un minibús en el distrito de Chandawal en Kabul.
La sucesión de ataques había comenzado el miércoles tres con, por lo menos, un intento de asalto a un complejo habitacional, por parte de militantes del Daesh, que ingresaron al edificio del barrio de Karte Sakhi, donde abrieron fuego contra una patrulla del gobierno que recorría la zona. El tiroteo se habría prolongado por unas siete horas, en el que murieron cuatro militantes del Daesh y uno fue capturado.
A pesar de la resonante victoria del Talibán sobre los Estados Unidos, tras una guerra de veinte años, la crisis provocada en Ucrania y ahora en Taiwán, hacen sospechar que es Washington, quien alienta la tensión en el país, para tener una opción remota, pero opción al fin, de retorno.
Guadi Calvo es escritor y periodista argentino. Analista Internacional especializado en África, Medio Oriente y Asia Central.
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