Acoso

Por Jesús Ausín | Ilustración: LaRataGris

¡Por fin había llegado el sábado! Seis días con esa sensación de cosquilleo pesado en el estómago, pensando en él a todas horas y tan solo estaba a una hora de volverle a ver. Todo había surgido el domingo anterior en la discoteca a la que solía acudir con sus amigas. Un chavalote alto, moreno, con pinta de malote. La primera vez que él se le había acercado, ella le había dado calabazas entre las risas de sus amigas. Tardaron varias semanas en volver a acercarse lo suficiente como para decirse algo. Ese domingo, ella pasó a su lado y con una sonrisa maliciosa le dijo hola. Él se la quedó mirando y no respondió. Se giró y entabló conversación con una rubita de ojos saltones. Ella se alejó con sus amigas. Luego coincidieron en la barra. Él se iba y ella llegaba. No se dio cuenta y, al girarse, a punto estuvo de mancharle la blusa con el Kalimotxo. Pero no lo hizo. Y eso bastó para romper el hielo. Empezaron a hablar allí mientras a ella le ponían un San Francisco. Luego siguieron en la pista de baile y al final acabaron metiéndose mano en el reservado. A las diez, ella se volvió a casa no sin antes concertar una cita con él para el sábado por la tarde. Irían al cine. Solos.

Eufrosina, Sina para sus amigas, esperaba el autobús. Hacía ya calor en Madrid. Una tarde de un verano adelantado al mes de mayo. Quería estar guapa para él. Una minifalda y una camiseta sin mangas con un generoso escote era la ropa elegida. Le quedaba bien. Se había mirado al espejo y tras descartar unos vaqueros ajustados y una blusa que le hacía mayor, se había decantado por un atuendo con el que pocas chicas se hubieran atrevido pero que a ella, no solo le sentaba como un guante, sino que además le hacía tremendamente atractiva. Había descartado llevar sostén porque con el escote y la abertura de las mangas, le quedaba horrible. Y total, no tenía el pecho muy grande y como era la primera vez, no pasaría nada. Su madre le había advertido muchas veces que, de no llevarlo, la gravedad haría su trabajo y acabaría con ellos caídos. Pero no era el caso. Ella se miraba y se sentía estupenda. La reina del universo. Y este chico merecía la pena.

Mientras esperaba el autobús, a veinte metros de su casa, comenzaron los primeros problemas. De pie, junto al poste de la parada, porque la acera era tan estrecha que no cabía una marquesina, un par de chavales de su barrio, a los que conocía de verlos en el instituto, se la quedaron mirando fijamente mientras pasaban a su lado. Hasta tal punto estaban obnubilados contemplándola, que uno de ellos no vio que se acercaba al bordillo y dio un traspiés que acabó hincando las rodillas en el suelo. ¡Que babosos!, pensó ella. El autobús se retrasaba. Ya debería haber estado allí porque llevaba más de un cuarto de hora esperando. Pero los sábados siempre reducen el servicio. Pasó un matrimonio. Iban agarrados de la mano. Al llegar a su altura, él soltó la mano de ella y se quedó mirando a Sina con los ojos fuera de las cuencas. Ella, su mujer, le metió el codo entre las costillas con un golpe seco y él reacciono, volviendo a agarrar su mano y mirando hacia adelante.

¡Por fin el 7 llega a la parada! Sina sube. Todos los asientos van ocupados aunque no hay nadie de pie. Ella se coloca apoyando la espalda en una de las barras que van del suelo al techo. El autobús da un frenazo en un paso de peatones y casi sale despedida. Entonces opta por agarrarse de la barra superior. De pronto ve que todos los tíos la miran fijamente. Se siente mal. Como si la estuvieran desnudando. Ella se encara con un señor calvo y barrigón que va sentado junto a la puerta y que la mira con ojos vidriosos. Él la dice que si no quiere que la miren, la próxima vez vaya más tapada y que tiene unos pechos que son para no dejar de mirar. Se da cuenta que, al levantar el brazo, por la abertura lateral de la camiseta (donde deberían ir las mangas), se le ven los senos. Y se siente tremendamente sucia ante las miradas de todos aquellos señores que, babeando, se la están comiendo. Queda un asiento libre. Y es de los que están solos. Sina se sienta, pega los brazos a su cuerpo y no se menea hasta que llega a su destino.

Por fin se baja del maldito autobús. Euvaldo, el chico por el que las mariposas se han instalado a vivir en su estómago, está esperándola apoyado contra el escaparate de Galerías Preciados. Se saludan con dos besos en la mejilla. Ella le cuenta lo que le ha sucedido en el autobús. Él se la queda mirando y le suelta: “No me extraña, pareces una puta”. A Sina se le cae el alma a los pies. Ya no hay mariposas. Ni calor a pesar del los treinta grados de la calle. De pronto siente escalofríos.  Una lágrima recorre las mejillas. Luego otra, y otra. Y sale corriendo.

 

*****

Acoso

 

Siempre he tenido una especial empatía hacia aquellas chicas que, en algunas ocasiones, he visto como se han sentido acosadas por hombres, la mayor parte de las veces, pasados de copas. Y me confieso culpable, porque no siempre he sabido reaccionar debidamente. La historia que ilustra este artículo está basada en un suceso que viví como observador. Yo, entonces era muy joven (aunque no sirva de excusa) y fui uno de los que miraba de reojo los pechos de una chica aturdida. Ella, en un principio, se enfrentó fieramente a un señor mayor que no sólo se la comía con la mirada, sino que estaba fuera de si. Pero, en nada, acabó llorando de impotencia. La chica, hundida moralmente, se bajó antes de tiempo del autobús porque no pudo soportar la presión de ser observada como si de una pieza de caza se tratase. Por aquel entonces compré la peregrina excusa del siniestro acosador que decía que todo el mundo tiene la libertad de llevar una cartera llena de billetes en la mano, pero que si se la roban, no puede quejarse. Con el tiempo, he ido aprendiendo que eso es puro machismo y que nadie tiene derecho a acosar a otra persona aunque esta vaya desnuda. Porque la libertad de uno siempre debe prevalecer, e ir desnudo por la calle, no es ninguna invitación ni incitación a nada. Quién cree lo contrario solo se está excusando, solo está siguiendo las directrices de un mundo patriarcal en el que la mujer es considerada como una pieza de caza.

Una campaña de Cristina Fallarás en Twitter con el hashtag #cuentalo, me ha llevado a escribir este artículo. Ya digo que siempre he sido empático con las mujeres acosadas pero leyendo las historias que han contado en esa campaña (más de dos millones, una cifra que debería hacernos pensar), uno comprende que estamos en un mundo asquerosamente machista en el que hay muchos hombres, demasiados, que actúan de forma incivilizada como auténticos bárbaros sin respetar nada de nada. También me he dado cuenta que sucesos a los que a veces no damos importancia, como que alguien se acerque de más en el metro, que se haga el despistado para tocar una teta a hurtadillas, acosar verbalmente a una chica a la que no se conoce de nada y a quién se intenta alagar, todos sabemos con que presuntuoso fin, son hechos igualmente despreciables, mucho más habituales de los que podríamos suponer y que marcan a las féminas de forma considerable. Y por si a alguno de mis lectores le parece que se están sacando las cosas de quicio, que hagan el siguiente ejercicio mental. Imaginaos la tía más horrible que conozcáis. Esa a la que nunca tocaríais porque solo de pensarlo se os eriza el pelo, esa a la que ni siquiera os acercaríais ni aunque fuera la única mujer de la Tierra porque os da repelús (una vecina, una conocida, esa que no se lava y tiene el pelo grasiento y los dientes negros).  Ahora imaginad que estáis de paseo. De frente viene ella, se acerca y al pasar, os toca el culo con toda la mano bien abierta. Han pasado un par de días y de nuevo os cruzáis con ella. Desde que os tocó el culo empezáis a sentir asco cada vez que la veis. Cuando se acerca esta vez, os echa mano al paquete y aprieta. Ahora estáis en casa. Vuestra pareja se acaba de ir. Estáis solos. Llaman al timbre, y cuando abres, ella que es una tiarrona igual de grande que de desagradable, se te echa encima, te mete la lengua hasta el gaznate y te obliga a que le hagas sexo oral. ¿Todo bien? ¿Os ha dado asco? Pues ahora imaginad a cada una de las chicas, señoras o jovencitas a las que les tocan el culo todos los días. Y los pechos. Y a todas esas que son violadas en sus domicilios por parientes asquerosos que aprovechan la situación familiar para ello. Todas ellas sienten también lo mismo que habéis sentido vosotros: asco, indignación, miedo,…

Al hilo de la campaña de #cuentalo, mi amiga Carmen contaba en Facebook una experiencia personal, sobre otro tipo de acoso que es aquel que se produce cuando los hombres se creen con derecho al roce, por haber mantenido una relación hace tiempo. Suponen que esas mujeres siempre van a estar dispuestas a aguantar lo que ellos creen un derecho y que solo es acoso. Lo peor de la historia en la que un sinvergüenza le toca el culo a la chica y esta se lo recrimina, él reacciona aun peor y la agrede con violencia, es que algún soplagaitas diga eso de “joder como te pones por un simple cachete en el culo”. Que es como decir que no es como si te hubieran violado. Porque quitarle importancia a lo que si lo tiene, acaba produciendo una redacción del código penal tan fuera de lo socialmente aceptable, como la actual. Una redacción tan ambigua que luego sus señorías jueces y juezas pueden redactar sentencias increíbles que se escudan en esa ambiguedad para no declarar como culpables de violación a los cinco verracos de “La Manada” o como en el caso de una chica de 15 años a la que su tío, abusando de su condición de familia, violó en su domicilio, o como en el caso de una niña de cinco años a la que su vecino violó y la justicia declaró no culpable de violación porque no opuso resistencia.

Todas estas sentencias tienen en común una concepción patriarcal de la sociedad. Una ligereza inusual en la tipificación del delito (recordemos que para otros casos, como los chavales de Altsasu, se retuerce la ley hasta poder aplicar una acusación de delito [inexistente] de terrorismo). A todo el mundo le parecería hoy una aberración que alguien pudiera ejercer el derecho de pernada. Aunque en realidad lo que la mayoría de los hombres repudiarían sería que quién viola es el noble olvidando a la chica. Pero es que tener la desgracia de que un degenerado se meta en tu portal y te obligue a mantener relaciones con él, sin que tú quieras, ¿no es lo mismo que lo que hacía el noble con las hijas de sus súbditos? El noble amenazaba con el peso de su ley y los violadores con el de su fuerza, su arma o su impunidad. El sentido es el mismo. Los nobles no ejercían violencia física para ejercer de capullos violadores. Los violadores, en algunos casos, tampoco. Cuentan con el shock de la víctima para ello. El violador es alguien que se cree con un derecho que no tiene. Y no. No estoy exagerando. Por si alguno de mis lectores aún no se ha enterado, les dejo aquí este enlace en el que explica como un misógino demente se lleva por delante la vida de 10 personas dejando heridas otras quince. Este sinvergüenza pertenece a una secta llamada “Incels” que en su locura creen que las mujeres les rechazan y que el estado debería obligarlas a acostarse con ellos.

Por aquel entonces compré la peregrina excusa del siniestro acosador que decía que todo el mundo tiene la libertad de llevar una cartera llena de billetes en la mano, pero que si se la roban, no puede quejarse. Con el tiempo, he ido aprendiendo que eso es puro machismo y que nadie tiene derecho a acosar a otra persona aunque esta vaya desnuda.

El año pasado, paseaba por Barajas. No recuerdo la fecha exacta pero era en esos días en los que a los seis y media de la tarde es de noche. Se me hizo un poco tarde y me había alejado bastante de lo que es una zona transitada. Anochecía y ya no había nadie por la calle. Al girar una esquina, delante mía, caminaba una chica ( o señora). La calle es larga y por tanto estuve un rato detrás porque ambos íbamos en la misma dirección. Yo iba un poquito más deprisa y me fui acercando. Cuanto más cerca estaba, ella debió de empezar a sentir miedo de tal forma que acrecentó el paso. Así estuvimos un buen rato hasta que fingió meterse en un portal (que por cierto estaba más oscuro que la boca de un lobo, y de haber sido yo un violador, hubiera cometido el error de su vida). Una vez que pasé, sentí el ruido de los tacones, de nuevo, detrás mío.

Esa situación es del todo inaceptable. ¿Por qué sintió ella miedo?, ¿por qué yo me sentí tan mal? Hemos creado una sociedad en la que una mujer no puede caminar a las seis de la tarde por una calle poco transitada, sin que sienta miedo cuando alguien va detrás de ella, aunque este sea inofensivo y vaya paseando. Y eso es inaceptable. Debemos educarnos para que ellas no tengan ese miedo. Y la única forma de que ese miedo desaparezca, es que se sientan seguras. Y no. No se van a sentir más seguras porque haya más policías. No es cuestión de vigilancia sino de educación. Se van a sentir más seguras cuando puedan llevar la ropa que quieran sin que nadie se crea con el derecho de llamarlas “guapa”, “bombón” o “chochete”. Cuando nadie se crea con el derecho de sobarlas, de  silbarlas o cualquier otra aberración de esas que hacemos los hombres. ¿Qué sentido tiene pitar a una chica cuando va andando por la calle y tu vas en tu camión o furgoneta? ¿Acaso crees que se va a lanzar a tus brazos por ello? Pensemos que una mujer solo es otro ser humano con los mismos derechos. Que eso de aquí te pillo aquí te mato, está bien para los animales. Y nosotros no somos animales. Siempre va a haber rollitos. Siempre van a surgir relaciones. Pero lo normal es que sean de conformidad a las dos partes. Cuando tengamos eso claro, entonces, las mujeres dejarán de tener miedo. Entonces habrán conseguido sentirse seguras. Entonces estaremos más cerca de la igualdad.

«Iam tempus est agi res». Es tiempo de feminismo.

Salud, república y más escuelas.

 

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