60 segundos

Por María José Robles Pérez

“En algún apartado rincón del universo centelleante, desparramado en innumerables sistemas solares, hubo una vez un astro en el que animales inteligentes inventaron el conocimiento. Fue el minuto más altanero y falaz de la Historia Universal: pero, a fin de cuentas, solo un minuto”, decía muy acertadamente el incomprendido filósofo Nietzsche en una de sus brillantes obras, aquel que se abrazó a un caballo pidiéndole perdón en nombre de la humanidad.

Exacto, querido Nietzsche, sesenta segundos, solo un minuto, ni un segundo más.

Pues en el segundo sesenta y uno, el conocimiento y –con ella- la razón humana, se desvaneció como se desvanece el rocío de la mañana. Nadie sabe qué pasó, muchos se preguntan queé pudo ocurrir para que esos animales inteligentes perdieran ese gran tesoro que ellos mismos habían inventado. Pero nadie tiene respuesta a esa pregunta. Pero sí que hay pruebas, innumerables pruebas de cómo esos animales se desviaron por completo en un camino sin sentido que los ha llevado… ¿a dónde? Oh, al camino más miserable. Están perdidos, perdidos sin rumbo, perdidos sin señales, perdidos sin ganas de encontrar una salida, perdidos sin ganas de encontrar un rayo de luz que les indique el camino de vuelta a casa, allí donde empezó todo, allí donde se dio ese glorioso minuto que ya pocos recuerdan. Parecen ciegos y sordos, pero –en realidad- no lo están, simplemente es que no quieren ver, simplemente no quieren escuchar. ¡Pobres miserables!

Sesenta segundos.

Ahora todo el mundo lo lamenta, mi querida Verónica, lamentan lo sucedido, lamentan que el ser humano sea así, lamentan el pequeño gesto que hicieron con un solo dedo y que llevó a esta historia hasta donde se encuentra ahora, lamentan la sinrazón humana, lamentan cada uno de los sesenta segundos de cada minuto que pudieron hacer algo diferente a lo que hicieron, lamentan lo que te ha pasado, lo que tú te has hecho como si hubieras sido tú con tus propias manos. Pero no te asustes compañera, la hipocresía de los humanos es tan grande que los límites apenas son visibles para establecer dónde empezó y dónde va a terminar la tragedia que supone el haber perdido ese minuto de gloria que nos postró en lo más alto y de cuya caída aún no nos hemos recuperado. El abrazo de Nietzsche a ese caballo tirado en el suelo no fue suficiente para pedir perdón por nuestros pecados.

Ahora todos dicen que se podía haber hecho algo más, mi querida Verónica, ahora que ya no estás, ahora que tu cuerpo está siendo pasto de los gusanos, ahora que tus manos nunca más podrán tocar las manos y las caras de tus hijos, ahora que tus labios nunca más podrán rozar los de tu marido, ahora que tu voz nunca más será escuchada por alguna amiga que espera al otro lado de la línea de teléfono, ahora que tu esencia ya no se quedará entre las sábanas de tu cama al despertarte cada mañana. Ahora, que tus hijos cada día creen haber sentido tus caricias sobre sus caras, ahora que tu marido se roza con delicadeza sus labios fingiendo que son los tuyos, ahora que tu amiga escucha sin parar ese último mensaje de voz que le mandaste por whatssap, ahora que todos buscan el olor de tu esencia cada día al llegar a casa.

Ahora todo el mundo siente esta tragedia, mi querida Verónica, ahora que ya no estás, pero mientras ese vídeo corría como la pólvora por todos esos móviles, por todos esos ordenadores, por todas esas tablets, ahí nadie sentía nada, ahí nadie pensaba que esos pequeños gestos podían llevar a un final tan triste como al que te viste empujada, nadie fue consciente –o no quisieron serlo- de que unos simples segundos podían cambiar tu historia.

Ahora todo el mundo se asquea al pensar lo que han hecho todas esos cómplices silenciosos, mi querida Verónica, pero que no te engañen, esos mismos que tanto se asquean son los mismos que al escuchar que había por la red un vídeo de una compañera, casi suplicaron recibirlos también, son los mismos que pulsaron el play y tras ver tu cara, siguieron mirando, son los mismos que tras terminar de verlo, lo volvieron a ver, son los mismos que, tras verlo decenas de veces, decidieron pasárselo a otra persona para que también te pudieran ver. Ahí no sintieron asco, en esos segundos, ninguno de ellos se asquearon.

Siento decirte que no eres la única, mi querida Verónica. Hay muchos casos más, porque así los llaman “casos”, pero a mí me gusta llamarlos por su nombre: personas.

Ahora todos lloran, mi querida Verónica, ahora todos lloran, pero no lloraban cuando se acercaban a tu lugar de trabajo y te señalaban disimuladamente bajo la frase de “esa es la guarra del video”, no lloraban cuando cuchicheaban al verte pasar, no lloraban cuando veían el video una y otra vez, no lloraban cuando les daban a enviar a otro contacto, no lloraban cuando te miraban a los ojos y fingían que no sabían nada, no lloraban esos sesenta segundos que tardaba el vídeo en descargarse una vez que les había llegado por Whatssap y decidían reproducirlo a pesar de saber lo que él contenía. ¿Dónde estaban las lágrimas, entonces? No, no hay respuesta, Verónica.

Ahora todos hablan, mi querida Verónica, todos hablan de lo que sucedió, todos explican cómo pasó, en la televisión, en los periódicos, por mensajes en las redes sociales, al vecino que pregunta, a la compañera nueva que no se ha enterado muy bien de lo ocurrido, pero nadie se atrevió a hablar por aquel entonces, nadie se atrevió a decir “no en mi nombre”, nadie dijo “basta”. Ah, pero ahora todos hablan.

Ahora todos se acuestan cada noche sin poder dormir, mi querida Verónica, como todas esas noches en las que tú llorabas apretando tu boca con la almohada para que tus hijos y tu esposo no te escucharan, como todas esas noches que permaneciste en vela pensando que hacer con lo ocurrido, como todas esas noches que no podías dormir pensando en el calvario que sería tu día siguiente en el trabajo, como todas esas noches en las que se te pasó por la cabeza la idea de suicidarte pero dijiste: “No, tengo que seguir”.

Ahora todos miran tu lugar de trabajo, el hueco vacío que has dejado, mi querida Verónica, y entonces bajan la cabeza, no quieren mirar, vuelven la mirada, esconden sus caras, esquivan las palabras que mencionan o recuerdan tu nombre, ahora, pero en cambio antes no te quitaban ojo de encima, seguían tus pasos, miraban tu cuerpo, observaban tus gestos mientras se imaginaban de nuevo tu cuerpo en aquel video.

Sesenta segundos.

Siento decirte que no eres la única, mi querida Verónica. Hay muchos casos más, porque así los llaman “casos”, pero a mí me gusta llamarlos por su nombre: personas. Sí, querida, hay muchas personas más como tú que han pasado por lo mismo: dieron su consentimiento –algunas incluso ni de eso tuvieron la oportunidad- y fueron grabadas practicando sexo, y lo que debió quedarse en algo íntimo, se pasó de una persona a otra, luego a otra y otra. Sesenta segundos pueden bastar para que el vídeo haya recorrido cientos de kilómetros, para que haya sido visto por miles de ojos, para que sea retenido en miles de memorias. El vídeo puede dar la vuelta al mundo si los usuarios quieren, y sí que quieren, esa es la desdicha de esta historia. A esos animales que perdieron el conocimiento, les da igual. Les da igual los sentimientos de los demás, les da igual el poder tener la conciencia tranquila para dormir -¡pero qué demonios es la conciencia!-, les da igual dañar, les da igual las lágrimas derramadas por los demás, les da igual las noches sin dormir de otras personas, les da igual las cuerdas apretando los cuellos, les da igual los tarros de pastillas vaciándose, les da igual las cuchillas acercándose a las venas. Esto es una jaula llena de fieras hambrientas… ¿hambrientas de qué?, te preguntas. No lo sé, Verónica, y eso es lo que da tanto miedo.

 Hambrientas de sentido común. Hambrientas de razón. Hambrientas de almas vivas. Hambrientas de amor al otro, imagino.

Lo siento, Verónica, pero solo duró sesenta segundos. Podríamos hacer como el cuerdo Nietzsche, ¿verdad? Ponernos a tu lado, acariciarte con mucha dulzura tu preciosa cara, pedirte que por favor dejes de llorar, sumergirte en un abrazo y pedirte perdón. Pedirte perdón en nombre de la humanidad. Esa humanidad que se desvaneció tan rápido… Pero, ¿serviría eso de algo?

Solo sesenta segundos.

 

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