Páramo Central

Por Jesús Ausín


Sentado en una butaca de plástico duro, escucha el traqueteo de las ruedas que van de acá para allá. Carros y maletas. Jóvenes y viejos. Mujeres y hombres que deambulan de un lado para otro mientras una voz en off les indica en varios idiomas que deben embarcar por un número de puerta que nunca se encuentra cercana. Junto a Usnavy, su mujer Catalina y sus dos pequeños retoños. Una  pesada maleta y tres bolsas son lo único que han podido rescatar de un naufragio, el de su vida.

Usnavy y Catalina llegaron a España hace casi tres lustros desde su Paraguay natal. Catalina de Filadelfia. Usnavy de la misma Asunción. Catalina trabajó duro casi diez años para poder ahorrar para un pasaje que le transportara a ese mundo idealizado en los telefilmes que veía por la televisión. Eligió Madrid por el idioma. A Usnavy, la aventura se la traen los genes. Su padre había sido, entre otras muchas cosas, marino. En un viaje a Cuba, vio un gran portaviones americano en el que estaba escrito el nombre que eligió para su hijo.

Ninguno de los dos se estableció en Madrid. Catalina entró a servir interna en una casa, en la que el marido desplazaba en verano a toda su familia a un chalet de lujo que habían construido en la vieja Castilla, donde los pueblos hibernan como los osos al llegar el frío y vuelven a florecer como los geranios cuando llega el calor. Al poco de llegar a la villa, la casualidad hizo que entablara amistad con una nativa que acabó colocándola como auxiliar en la residencia de ancianos sita en un pueblo aledaño.

Usnavy, anduvo errante, de allá para acá, hasta que la casualidad le llevó a trabajar de peón en unas obras en el municipio donde Catalina trabajaba en el veraneo de sus señores. Unos meses después pidió un préstamo a un banco para pagar la fianza que el Ayuntamiento le pidió para darle la concesión del bar del pueblo.

Allí intimaron. Allí se casaron. Allí, tres años después de conocerse, montaron un restaurante que daba diariamente sesenta comidas. Trabajadores de la construcción, en su mayoría, pagaban gustosamente los diez euros que costaba el menú y muchos de ellos, los dos más que costaba el café y la copa de después de la comida. Con una caja de casi mil euros diarios, se embarcaron en la compra de uno de los chalets que se estaban construyendo en la localidad. Eligieron uno de los grandes. El negocio les iba bien y prefirieron estar un poquito más ahogados con las letras pero tener una casa más espaciosa y lujosa.

En 2011, empezaron a torcerse las cosas. Rosmery, la primera de las hijas de Catalina y Usnavy ya tenía tres años. Ahora Catalina estaba en cinta de Laura. Un embarazo de riesgo que obligó a Catalina a quedarse en cama casi todo el periodo de gestación. Rosmery no podía quedarse con su madre y tampoco con su padre. Y en el pueblo no había guardería. Las revisiones médicas frecuentes obligaban a Catalina y a Usnavy a viajar a la ciudad, cuarenta kilómetros de una carretera llena de camiones con decenas de accidentes al cabo del año. Entonces decidieron trasladar su domicilio a la ciudad. Rosmery podría ir a la guardería, Catalina al ginecólogo y Usnavy iría todos los días hasta el pueblo a atender su negocio. Mientras encontraban comprador para el chalet del pueblo, firmaron una nueva hipoteca para el piso en la ciudad. Para entonces, las sesenta comidas diarias se habían reducido a treinta. Pero entre fiestas locales, el festival de música Rock del verano y unas cuantas cenas organizadas en eventos tradicionales como las Marzas o el Jueves de Todos, y otras importadas como la Feria de Abril o Carnaval, el negocio seguía siendo muy rentable.

Pasaron los meses y la casa del pueblo seguía a la venta. Al principio tuvieron alguna oferta. Todos superiores al precio de compra, pero inferiores a lo que estimaban que valía según mercado. Pero poco a poco las ofertas dejaron de llegar y la hipoteca había que seguir pagándola. Tras el nacimiento de Laura, la cosa se complicó. Una de las urbanizaciones quedó empantanada de la noche a la mañana y los obreros desaparecieron. El número de comidas se redujo drásticamente y tuvieron que despedir a la cocinera y a las tres camareras. Ocho meses después, el banco les había embargado la vivienda del pueblo. Un año más tarde tuvieron que cerrar el bar porque nadie les servía por las deudas. El pueblo volvía a ser el lugar mustio y solitario en el que en un día de diciembre puedes pasear por sus calles sin ver a otro ser humano. No hay negocio que aguante un lugar así.

Ahora, unos pocos meses después, se encuentran en el aeropuerto con todas sus pertenencias en una maleta y cuatro billetes que les ha pagado el consulado de Paraguay.

Atrás han dejado sueños y una vida completamente rota.

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Páramo central

Mientras cientos de cenutrios se enfadan porque la televisión les dice que es una indecencia no poder acceder al centro de Madrid en coche, la España rural, esa que durante siglos fue motor de prosperidad, muere de inanición.

Durante el primer semestre de 2018, el número de nacimientos ha caído casi un 6 %, llegando a ser el peor dato de natalidad desde 1941.

Es muy posible que el lector haya visto estos datos en la prensa o incluso que hayan salido de pasada en alguno de esos deformativos en los que se empeñan en blanquear el pensamiento fascista a base de generalizar sucesos esporádicos como la llegada de una patera o delitos sexuales o de robos en los que siempre se insiste en la nacionalidad de los delincuentes cuando son extranjeros, pero que se “olvidan” cuando el ladrón, asesino o violador es un nativo muy español y mucho español. Y también es posible que el lector, atareado en su complejidad diaria y ensimismado en sus propios problemas, hay pensado que es un mal dato pero que tampoco es que tenga la mayor importancia.

Lo que este dato, y sobre todo la tendencia, significan es extremadamente grave.  No por el hecho en sí, sino porque no es fruto de una moda sino de una necesidad. Hace setenta años, salidos de una guerra en la que los fascistas habían aniquilado o expulsado a la mitad de la población española, nacían quince mil niños al año más que ahora. España salía de una guerra fratricida y estaba en ruina. Europa en una guerra ideológica contra el fascismo y también en ruina. La crisis económica era evidente. Los salarios, de miseria. Las condiciones laborales inexistentes. Tengo edad suficiente para conocer que entonces el hambre era general, pero que había quien le hacía quiebros a base de estraperlo y de los negocios “particulares” surgidos entorno al poder que daba el estado por cargo o condición.

La situación actual se parece extremadamente. Corrupción, salarios de miseria, jornadas laborales de doce horas, falta de renta para pagar una vivienda,…

Cuando la gente solo mira su propio ombligo, cree que comparar la situación actual con la de entonces es una exageración. Y no. La gente no tiene hijos porque no puede mantenerlos. Los chavales, que pudieron estudiar antes de esta contrarreforma del capitalismo que ha convertido el sistema en este hijoputismo especulativo, se han tenido que ir a trabajar fuera de España. Los emigrantes que aún conservaban la tradición y mentalidad de la España de entonces, han tenido que retornar masivamente a sus países de origen. Los que quedan, tanto nativos como venidos de fuera, no tienen trabajo estable. No tienen condiciones laborales que permitan hacer planes de futuro. No tienen salarios que les permitan independizarse. No pueden, en su gran mayoría embarcarse en traer personas a este mundo a las que no van a poder dar ni techo, ni cama, ni comida en condiciones. Eso es lo que significa esta tendencia descendente, que la vida ha empeorado hasta el punto de tener que plantearse que la descendencia es inviable.

Consecuentemente a esto, a base de ver en la tele falsas informaciones sobre invasiones de migrantes, sobre el colapso de los servicios sanitarios por su culpa y sobre el renacimiento de enfermedades ya extinguidas en Europa que vuelven a rebrotar por su presencia, los seres inhumanos de este país, en lugar de recibir con los brazos abiertos e estas personas, para que pueblen esos pueblos que dejados de la mano de las administraciones ppsoeras, languidecen poco a poco hasta extinguirse, acaban culpabilizando a los pobres migrantes hasta de la muerte de Manolete. Bulos que como se demuestra en este artículo de eldiario.es son falsos o como dice aquí la emisora de los obispos que pagamos todos (y que no son susceptibles de ser considerados unos rojos antisistema), ni siquiera es cierto que abusen de las ayudas (entre otras cosas porque tampoco es cierto que las ayudas sean solo para ellos).

Lo cierto es que España se muere. Cientos de pueblos en provincias como Burgos, Soria, Teruel, Zamora, Cuenca, Avila, Guadalajara, Valladolid, Segovia, Huesca, Palencia, Zaragoza, León Cáceres, Castellón, Tarragona,… están deshabitados o en serio proceso de desaparición.

Veía el otro día en el programa de Jesús Cintora al charlatán de Revilla, que como vendedor de anchoas será un máquina, pero como gestor deja todo que desear, decir que para que los pueblos no se queden vacíos son necesarias tres cosas: una carretera hasta su casa, una escuela e internet de alta capacidad. También hablaba de un médico cerca. Creo que hace falta bastante más que todo eso. Pongamos como ejemplo mi pueblo, Valdorros, sito a escasos 18 kilómetros de Burgos, unido a la capital y a Madrid por autovía, con más oferta de puestos de trabajo que personas en edad de trabajar y que sin embargo, languidece. Sí, ha crecido en número de habitantes en los últimos diez años, pero sigue muriéndose. El médico, gracias a la desastrosa gestión del Partido Popular, ha pasado de tener consulta dos días a la semana a uno. Ahora amenazan con quitar también esa única hora de consulta semanal. Y eso que el Ayuntamiento se gastó un pastón en un consultorio nuevo. La escuela despareció hace lustros. Y sin colegio y sin médico nadie que tenga hijos menores de dieciocho años puede aguantar mucho en un pueblo.

Hace setenta años, salidos de una guerra en la que los fascistas habían aniquilado o expulsado a la mitad de la población española, nacían quince mil niños al año más que ahora. España salía de una guerra fratricida y estaba en ruina.

Este sistema de hijoputismo especulativo nos está llevando al caos. Mientras las grandes ciudades sufren diariamente el colapso circulatorio, problemas medioambientales, problemas de vivienda, de trabajo y de estrés (la enfermedad que más muertes provoca) una gran parte del territorio del centro peninsular se está convirtiendo en un páramo social. Mientras en Madrid pagamos cuarenta euros al mes por 50 Mb de Internet más TV por cable, en mi pueblo pagan treinta por una conexión aérea a través de una antena de poco más de 1 Mb. Mientras en Madrid puedes acceder a cualquier especialidad médica, en Castilla y León, por obra y gracia de la desastrosa gestión del Partido Popular, deberás desplazarte desde Soria o Burgos hasta Salamanca si tienes un problema renal o desde Salamanca a Burgos, si tienen que implantarte un dedo de la mano. Mientras vecinos de Alcalá de Henares que viven a casi cuarenta kilómetros de Madrid pueden ir y venir a cualquier hora a través de cercanías de RENFE o de los autobuses interurbanos, para ir de Burgos a mi pueblo que está a la mitad de distancia, solo puedes hacerlo una vez al día y es posible que te quedes en tierra si tienes un abono de billetes, porque el acuerdo de la Junta de Castilla y León con la empresa ALSA le permite a esta llenar primero el autobús con viajeros de pago no subvencionado.

La España interior se muere, y no es solo por falta de trabajo, e infraestructuras sino porque en esta mierda de sistema todo es tratado como un negocio y está montado basándose en la rentabilidad (sobre todo electoral). Mientras se dilapidan cientos de miles de millones en estaciones de AVE que nadie utiliza, en aeropuertos sin aviones, pero que producen pingües beneficios en comisiones y recalificaciones, los servicios públicos son considerados un negocio que no puede prestarse si no tiene rentabilidad. Si no hay viajeros, no hay tren ni bus de cercanías. Y la gente no se queda en el pueblo porque no hay bus ni tren de cercanías. Si no hay habitantes empadronados, no hay médico. Y la gente no se empadrona si no hay médico. El círculo vicioso. Las personas solo somos algo más con lo que hacer negocio. Y cuando alguien decide que ya no somos rentables, nos cierran.

Mientras, seguimos mirando a la luna, echando pestes de los migrantes y confundiendo los tiros de la ira y del voto.

Uno no sale del alcohol o las drogas si no quiere curarse. Y desde luego jamás saldremos del fascismo y de la tiranía de este hijoputismo desilustrado si no vemos el problema y si no reconocemos que no son los pobres, los migrantes o los jóvenes los causantes de esta ruina sino un sistema dirigido por indeseables que siempre pregonan aquello que es válido para todos menos para ellos. Lo que significa en realidad que es malo para todos, salvo para incrementar su patrimonio.

Sin servicios públicos, sin infraestructuras y sin medios, el territorio se abandona. Y ese abandono provoca entre otras cosas, un enorme coste económico y social.

Concienciar y reformar o morir.

Salud, república y más escuelas.

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