Príncipe

Por Ana Sanel con ilustración de JRMora
Cuando leí los titulares de los medios sobre la «normalidad» con la que se estaba celebrando un Toro de la Vega «sin sangre», sentí un cierto alivio. Pero duró apenas unos instantes, porque al momento pensé en Príncipe, el «morlaco de 630 kilos» tan lleno de vida que había sido elegido para sufrir maltrato y morir después, esta vez en un matadero.

Salvo excepciones, a los españoles, las fiestas de pueblo en las que se utiliza a los animales nos son familiares, pero más como un motivo de jolgorio que de crueldad animal.

Antaño, más que ahora, pero la situación sigue siendo dramática y, para los amantes de los animales y demás personas civilizadas, resulta muy dolorosa. Aunque, por otra parte, hay que reconocer que el movimiento animalista está logrando grandes cosas, si bien el respeto animal sigue siendo una asignatura pendiente.

Y no solo a nivel de calle. Por ejemplo, no se ha logrado una sensibilidad mediática que tenga un mínimo de empatía hacia el animal. Será porque a los humanos nos resulta fácil alejarnos de la realidad, mostrar indiferencia ante el sufrimiento ajeno, más si cabe cuando el que sufre es un animal no doméstico.

El especismo y el antropocentrismo encuentran un buen caldo de cultivo en la cultura casposa de este país en materia de protección animal y, en general, cuando de los sin voz se trata.

Es imposible evitar esa distancia que nos hace insensibles al dolor ajeno, una indiferencia alimentada por los medios de comunicación cuando ponen el foco en lo supérfluo.

Ya lo decía Oscar Wilde, no hay peor pecado que la superficialidad.  En este caso, la víctima, Príncipe, es el centro de la noticia, y cualquier otra opción es pecar de superficiales, insultar a la inteligencia emocional del lector, oyente o espectador, tanto se da.

Otros, los menos, consideran al toro «víctima», y enfocan la noticia de forma más realista, denunciando con documentación facilitada por PACMA, el acoso y maltrato del toro durante el recorrido, tras el cual acaba siendo sacrificado.

No hay lanceamiento, y por eso se supone que hemos de sentirnos mejor y olvidar el tema. Pero Príncipe, un toro lleno de vida, tendrá este triste e injusto final solo por una diversión malsana.

Una diversión que hunde sus raíces en un ritual ancestral incompatible con los nuevos tiempos. Porque una sociedad que se dice civilizada debería erradicar de cuajo este tipo de actos, y no solo del programa de festejos, sino de su pensamiento y, a ser posible, incluso de sus recuerdos. En estos casos, la anestesia es saludable.

No en vano, el acerbo cultural también hay que renovarlo, entre otras razones porque la crueldad hacia el animal, -cuyo rechazo es un valor en sí mismo-, es la antesala de la falta de empatía también hacia las personas.

La historia de la civilización humana ha logrado avances precisamente aprendiendo de los errores, controlando la violencia: desde el ojo por ojo hasta avanzar en el respeto por el prójimo en distintos ámbitos, lo cual incluye a nuestros hermanos los animales.

Escribo esto mientras el malogrado Príncipe estará ya medio grogui  por los golpes que le habrán propinado, por el maltrato psicológico que supone la locura de esta mal llamada fiesta y por el dardo tranquilizante, un estoque antes de visitar el matadero.

Quizá sea lo mejor, así no es consciente de lo que ha vivido y de lo que pronto vivirá: una muerte sin remedio. Brutal, tremenda, tan injusta que para las mentes inteligentes no son necesarios argumentos sobre tal barbarie».

¿Qué decir ante esto? Muy sencillo: es importante decir. No dejar que todo siga igual, indignarse contra la pretendida «normalidad» de un maltrato. Porque «el sabio uso del ocio es un producto de la civilización y de la educación», decía el filósofo británico Bertrand Russell, premio Nobel de literatura en 1950. 

El respeto por el otro no admite diferencias, y dejar de lancear al toro hasta la muerte no significa acabar con el maltrato. Un claro ejemplo, a su vez, de cómo lo justo y lo legal no siempre coinciden.

En este caso, están en las antípodas. Son las leyes españolas pero, en concreto, se rige por la legalidad establecida en Castilla y León, donde no casualmente la caza del lobo también está permitida.

Es difícil luchar contra este status quo, pero Príncipe y tantos otros animales masacrados en fiestas, montes o mataderos, tanto se da, bien merecen ser un David contra un Goliat que tiene los pies de barro.

Y si no, tiempo al tiempo. Porque cada vez somos más los que estamos con el toro, lamentando y abominando de la atrocidad cometida con Príncipe o con cualquier otro animal.  

Para Príncipe, sobresalir «por su excelencia (…) entre los demás de su clase o especie» (acepción 8. del término en la RAE) le valió el nombre, la tortura y la muerte. 

Sé que es muy difícil acabar con la tortura a los animales, con el desprecio o la indiferencia a los más vulnerables, pero no solo por los que actúan. Sobre todo, por los que no lo hacemos ni en un sentido ni en otro.

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