El precio de la frontera

quien una vez fue emigrante ya nunca debiera dejar de serlo, tan solo así podríamos garantizarnos la memoria y gratitud de muchos pueblos que un día hicieron las maletas o simplemente levantaron sus estados con el sudor de la emigración

Por Dani Seixo

La emigración se define como el acto de establecerse en un lugar diferente al de origen por causas mayormente sociales o económicas. Habitualmente los emigrantes buscan asilo en los países pertenecientes al primer mundo, en donde en apariencia puede resultar más sencillo intentar alcanzar oportunidades de trabajo y una mayor seguridad económica y social. La historia de nuestra especie es una historia de migraciones, un fenómeno global compuesto por desplazamientos de forma voluntaria o marchas forzadas por las circunstancias que a lo largo del tiempo siempre han logrado desdibujar las fronteras de los estados, sobreponiéndose  tarde o temprano a los muros del  odio y la incomprensión levantados frente a ellos.

Cientos de miles de años atrás, el hombre comenzaba en el continente africano un lento pero inexorable camino que lo guiaría a conquistar el planeta, un punto de partida común que hoy curiosamente supone el principal escenario de la silenciosa tragedia del emigrante. Desde el año 2014, más de 14.000 personas han perdido su vida en la que sin duda es la principal puerta de entrada a Europa desde África, el Mar Mediterráneo. Las mismas aguas que bañan nuestras costas aguardan en Marruecos, Libia, Egipto o Turquía a miles de personas dispuestas a arriesgar sus vidas en una travesía de cientos de kilómetros en mar abierto que ya supone la ruta migratoria más mortífera del mundo. Guerras, hambrunas, miseria, precariedad, crisis económicas, dictaduras, catástrofes naturales, expoliación de los recursos naturales… cientos de motivos tras cada paso en el camino del emigrante, que finalmente puede ver como su éxodo termina en países como Estados Unidos, Alemania, Canadá, Rusia  o España, pero que en la mayor parte de las ocasiones encontrará en La India, Nepal, Tailandia, Bangladesh, Sri Lanka, Costa de Marfil, Nigeria, La República Democrática del Congo, Botsuana, Zambia o Sudáfrica su nuevo hogar.

El desaforado etnocentrismo occidental, hace que nos olvidemos de la existencia de campos de refugiados como el de Dadaab en Kenia (En donde cerca de 250.000 personas según el último recuento de Acnur, huyen de la guerra civil que en 1991 estalló en Somalia) Dollo Ado en Etiopía, Jabalia en Gaza, Al Zaatari en Jordania, Panian en Pakistán… realidades ignoradas por una parte de la civilización que un día decidió olvidar su propia condición de emigrante. Quizás en el fondo, quien una vez fue emigrante ya nunca debiera dejar de serlo, tan solo así podríamos garantizarnos la memoria y gratitud de muchos pueblos que un día hicieron las maletas o simplemente levantaron sus estados con el sudor de la emigración.

En nuestra historia, permanecen situaciones como la sufrida por exilio republicano en su huída a Francia de la barbarie de la Guerra Civil, en donde pasaron sus primeros meses en los campos de concentración de las playas de Argelés, Saint-Cyprien y Le Barcarés sin ningún abrigo. Un trato indigno e inhumano, que en mayor o menor medida hoy repetimos en nuestro suelo con los Centros de Internamiento de Extranjeros, en donde los desplazados que llegan a nuestras costas son recluidos en un régimen semi penitenciario únicamente por el hecho de ser emigrantes irregulares.

En 2015 la tragedia diaria sí logró saltar brevemente a los informativos mundiales cuando los gobiernos de Tailandia, Malasia e Indonesia impidieron que alrededor de 8.000 personas flotando en viejos barcos llegasen a sus costas

Episodios como la gran inmigración alemana a Estados Unidos, entre 1820 y la Primera Guerra Mundial, donde casi seis millones de ciudadanos alemanes cruzaron sus fronteras para huir de las revoluciones de 1848 o simplemente buscar en el continente americano un futuro mejor lejos de un país que carecía de grandes colonias, nos recuerdan que ningún país ha estado libre de la necesidad de emprender el camino de la emigración. El propio Estados Unidos, viviría en sus carnes el fenómeno de la emigración interna, cuando el Dust Bowl multiplicó los efectos de la Gran Depresión provocando que tres millones de habitantes dejaran sus granjas durante la década de 1930 y más de medio millón emigraran a otros estados, especialmente hacia el oeste. El mayor desplazamiento de población en un espacio de tiempo tan corto en la historia de Estados Unidos. Todas las naciones son en su corazón naciones de emigración e inmigración, todas son parte del mismo camino sin excepción.

Guerras como la de Siria, en donde la sin razón del odio humano ha expulsado de sus hogares a más de la mitad de la población del país, simplemente llegan hasta nosotros como pequeñas ondas en un inmenso mar de desesperación y muerte. Los cuatro millones de refugiados sirios fuera de sus fronteras, suponen tan solo la mitad de los desplazados forzosamente dentro de su territorio. Pese a ello, los acuerdos de los países miembros de la Unión Europea para acoger a los refugiados que huyen de la guerra en su país, han sido sistemáticamente ignorados. Cuando apenas faltaban 98 días para que terminase el plazo establecido, España tan solo había abordado el 7% de las solicitudes de asilo que se había comprometido a procesar. Pese a las continuas peticiones procedentes de todos los sectores sociales, que pedían agilizar los trámites y facilitar la entrada de refugiados, los continuos impedimentos y por qué no decirlo, el boicot directo de las autoridades españolas, dejaban en papel mojado un acuerdo que pretendía de alguna manera compensar aquel otro tratado criminal firmado por la Unión Europea con Turquía. Un pacto anti-migratorio entre Bruselas y Ankara, que obligaba a los emigrantes a lanzarse desesperadamente a vías de entrada a Europa todavía más peligrosas que las habituales, todo con la esperanza de no terminar en centros de detención o devueltos al horror de su lugar de origen fruto de una devolución «en caliente».

La tragedia de la emigración en el Mediterráneo tiene su eco en el Mar de Andamán, en donde los emigrantes abandonados a su suerte en deplorables embarcaciones y los continuos naufragios fruto de la especulación de las mafias, también pagan su precio medido en vidas humanas, simplemente por intentar alcanzar el sueño de un futuro mejor. Alrededor de 160.000 personas han emprendido en los últimos tres años este peligroso viaje, la mayoría musulmanes rohingyas que proceden de campos de refugiados en Bangladesh o Birmania, en donde son víctimas de una auténtica limpieza étnica meticulosamente silenciada en el escenario internacional. En 2015, la tragedia diaria sí logró saltar brevemente a los informativos mundiales, cuando los gobiernos de Tailandia, Malasia e Indonesia impidieron que alrededor de 8.000 personas flotando en viejos barcos mar adentro, llegasen a sus costas. Las agencias de prensa de los países occidentales, los mismos de las concertinas, las vallas y los miles de muertos en sus costas, calificaron lo sucedido como inhumano. Es de suponer que al mediterráneo no le quedaba ya ánimo, ni fuerza para reírse.

El etnocentrismo occidental, hace que nos olvidemos de  campos de refugiados como el de Dadaab en Kenia, Dollo Ado en Etiopía, Jabalia en Gaza, Al Zaatari en Jordania o Panian en Pakistán

Quien es capaz de dormir en «La bestia», podría hacerlo en el mismo infierno. Considerado todavía hoy como el punto migratorio más caliente del continente americano, el corredor que atraviesa México hacia Estados Unidos, es transitado por cerca de 12,2 millones de inmigrantes al año, la mayoría procedentes de  El Salvador, Guatemala y Honduras. Los emigrantes que se suben a «La bestia» saben que se enfrentan a la posibilidad de sufrir maltratos, extorsión, amenazas, secuestro y abusos físicos o sexuales, pero son plenamente consciente de enfrentarse a eso cada día en su lugar de origen, y allí ya no hay sitio para la esperanza. La Bestia», es un tren de carga que atraviesa México de sur a norte y que cruelmente en su recorrido, se cobra el precio de unos 200 mutilados al año. Cuando «La bestia» se dispone a emprender su travesía, en cuestión de minutos uno puede ver como las vías se llenan grupos de personas que hasta ese momento habían permanecido en la ciudad esperando el momento de subirse al tren como polizones. Sombras dispuestas a jugarse la vida por la posibilidad de un futuro mejor, conscientes de que las mismas pandillas que en ocasiones los obligan a abandonar sus países, supondrán la principal amenaza para ellos a lo largo de todo el camino. A su llegada, la amenaza de un muro que pronto separé la frontera entre México y Texas, la cual supone  posiblemente el corredor migratorio más importante del mundo. Un muro y la política anti-migración de una administración Trump, que como tantas otras veces ha sucedido a lo largo de la historia, ha visto en el emigrante el chivo expiatorio perfecto con el que tapar las lagunas de su gestión y los problemas que debiera afrontar durante su mandato.

Muros, mares y leyes suponen hoy el vacuo intento por detener los flujos migratorios de una sociedad que camina a pasos agigantados a la más absoluta desigualdad, una sociedad de ricos y pobres, ciudadanos y desheredados, de sur y norte, en donde tu origen o tus rasgos no cobran la misma importancia si tu futuro se dispone a labrase en un «top manta» o los grandes estadios de nuestro deporte. En donde el jeque no es tan moro como el vendedor ambulante y el extranjero puede o no ser considerado emigrante dependiendo del lujo de la embarcación con la que cruce el Mediterráneo. Una sociedad enferma de discriminación y explotación para su supervivencia, y que encontrará sus próximas víctimas para garantizar el funcionamiento del sistema dentro o fuera de sus fronteras. Escribía Joh Steibeck en su obra, Los vagabundos de la cosecha: «Los próximos jornaleros serán blancos y americanos. No podemos cerrar los ojos: debemos cambiar nuestra actitud hacia los temporeros y el trato que les dispensamos.» Los próximos trabajadores pobres ya son blancos y españoles. Como muchos emigrantes que hoy abandonan nuestro país para buscar un futuro mejor en Europa, ellos comienzan a vivir en su piel el sin sentido de la discriminación y el odio. Ahora, tan solo de nosotros depende comprender la urgente necesidad de un cambio en nuestra concepción y trato al emigrante.

Artículo publicado en NR el 30/10/2012

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