Opinión | Pactad, pactad, malditos

Por Luis Aneiros

Es importante mantener intactos aquellos principios que hacen de la democracia el mejor sistema posible de gobierno. Y aunque a veces no nos satisfaga todo lo que sería de desear, una democracia sana y fuerte basa su existencia en la representación de los ciudadanos en las distintas instituciones que conforman el Estado. En espera de un sistema mejor, los españoles hemos aceptado a los partidos políticos como los órganos encargados de intentar llevar nuestros problemas, inquietudes y necesidades a lo más elevado de los mecanismos del poder. Parlamentos, Gobiernos, Ayuntamientos… todos se forman con aquellos políticos que nosotros elegimos en los distintos comicios que se van realizando cada determinado tiempo. Y, con el cargo, dotamos a dichos políticos de las herramientas necesarias para poder gestionar el país, desde la visión ideológica que el partido ganador de las elecciones tiene, o desde acuerdos y pactos con otras formaciones. Todo esto es salud democrática cuando se hace de la manera correcta, y sólo así se consigue que la mayoría decida el rumbo de un  país, con el respeto y la consideración debidos hacia las minorías restantes… Salvo que ese país sea España, claro.

Porque entonces las cosas ya no funcionan así. Si el país es España, los pactos sólo se conciben para la mezquindad y para la obtención de réditos personales o del partido. Cuando dos o más partidos políticos se sientan a la misma mesa, los españoles tenemos motivos para la preocupación, bien sea porque  los acuerdos  perjudicarán nuestros intereses como individuos o como colectivos sociales, o bien porque se trate tan sólo de un paripé para acallar voces populares molestas o peligrosas.

¿Qué credibilidad tienen los acuerdos y los pactos en un país donde el partido del Gobierno reconoce que sólo los utiliza para llegar al poder y que no tiene ninguna intención de cumplirlos?

Desde que en España, debido a la aparición de Podemos y Ciudadanos, las mayorías absolutas son más difíciles de formar en los Parlamentos, todos coincidimos en una misma lectura de la voluntad popular: hemos demandado una nueva política, donde los acuerdos deben de ser la base de la toma de decisiones, y donde ya no tienen cabida los rodillos ni las demostraciones de fuerza sin razón. Y, efectivamente, el espectáculo ha sido simplemente pintoresco. Gracias a las surrealistas firmas de acuerdos a todas las bandas posibles entre PP, PSOE y Ciudadanos, estamos asistiendo a la escenificación de lo que podríamos llamar “la farsa de la democracia” o, con el permiso de Sidney Pollack, de una película titulada «Pactad, pactad, malditos…» . ¿Quién se puede quejar ahora? ¿Quién no se siente representado? ¿Quién no ve sus demandas más perentorias reflejadas en los distintos acuerdos firmados con la mayor solemnidad posible? Pacto (vacío) antiterrorista PP-PSOE, para que de izquierda a derecha nos podamos sentir seguros gobierne quien gobierne (bueno, cuando el PSOE pueda estar de nuevo en condiciones de gobernar, claro). Pacto Ciudadanos-PSOE para intentar un gobierno de Pedro Sánchez, y dejar clara así la naturaleza abierta de los de Albert Rivera… El hecho de la imposibilidad matemática de que aquél pacto fructificara carecía de importancia, toda vez que el PSOE ya no podía elevar más su nivel de humillación por el poder. Pacto PP-Ciudadanos para la investidura de Mariano Rajoy, o lo que se podría titular “Todo por nada”, ya que el partido naranja concede en él la carta blanca que el PP necesitaba a cambio de una firma sin más valor que la gota de tinta gastada en ella. Y, finalmente, el surrealista pacto PP-PSOE, único definitivo para llevar a los populares a un gobierno que no les correspondía ni por votos ni por escaños, pero muy necesario para que los socialistas no se enfrentaran a unas nuevas elecciones que, sin duda, supondrían su definitivo hundimiento como fuerza decisiva.

Pero lo más importante de esos pactos, evidentemente, no serían las consecuencias inmediatas, sino lo que cada partido pudiera sacar de ellos en el futuro. Y ese futuro ya está aquí, incluso antes de lo que se esperaba. El fracaso del acuerdo PSOE- C’s provocó un viraje en las posiciones de Pedro Sánchez, que lo llevaron a ser defenestrado por su propio partido, llevando a éste a la posición más delicada de su historia. El pacto de investidura PP-PSOE sólo ha beneficiado a sus protagonistas, mientras que el pueblo asiste al sistemático cambio de posiciones del PSOE en cada punto que se prometió modificar o incluso derogar de las represivas y regresivas medidas tomadas por el gobierno del PP en su etapa anterior.

Y el acuerdo innecesario entre PP y C’s protagoniza estos días la actualidad por su absoluto incumplimiento. No voy a decir yo que eche de menos alguno de los puntos que en él se trataban, pero lo escandaloso es el ejercicio de desvergüenza que se hace desde las filas de los conservadores, declarando en voz alta y sin ningún tipo de rubor que en ningún momento habían considerado la posibilidad de cumplir ese acuerdo, que se trataba tan sólo de una maniobra para conseguir el gobierno, que habrían firmado cualquier cosa que se les hubiera puesto delante porque necesitaban (o eso creían entonces) los votos de los diputados del partido naranja. ¿Qué credibilidad tienen los acuerdos y los pactos en un país donde el partido del Gobierno reconoce que sólo los utiliza para llegar al poder y que no tiene ninguna intención de cumplirlos? Y más cuando la otra parte del pacto da por bueno lo sucedido, afirma impertérrito que los puntos del acuerdo están encauzados, e incluso muestra su voluntad de renovar dicho pacto. ¿Importan sus votantes y lo que todo esto tiene de burla hacia ellos? No, importa sólo la subsistencia, ya que Rivera es plenamente consciente de que, o van de la mano del PP, o desaparecen del mapa electoral en menos de cinco años. Y eso a Albert Rivera y su sueño de una nueva España Una, Grande y Libre, se le hace muy difícil de aceptar.

Pactar es necesario y así lo hemos dicho en las tres últimas elecciones generales, pero vender nuestros votos y su representatividad a cambio de un candado en el escaño es mezquino y ruin. No están ahí sentados por sus ideales, sino por los nuestros. Y, señores diputados, recuerden que, a diferencia de los suyos, nuestros ideales no tienen precio.

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