La quinta columna del yihadismo

Por Daniel Seijo

De nuevo el horror, los gritos incesantes, el pánico, los llantos, la sangre. Enseguida el ruido lejano de las sirenas, nombres lanzados al aire con desesperación entre un constante grito sordo que parece como llegar de otro mundo, desde otras fronteras, mucho más allá del puente de Westminster o del propio Londres. De pronto un horror global capaz de imponer su tortura e inducir el pánico en un campo de desplazados en Nigeria, arrasar Damasco o golpear Alepo, hace su aparición en Londres sin que el color de nuestra piel, nuestras creencias o las afiliaciones políticas, parezcan importar cuando la sangre de personas inocentes comienza a derramarse a escasos metros pero todavía a una distancia insalvable de la Square Mile, el Número 10 de Downing Street o el Palacio de Buckingham. Allí estas muertes tardaran unos días en cobrar su sentido en forma de nuevos bombardeos, acalorados debates políticos o condolencias cargadas de medias verdades, silencios demasiado sonoros y palabras huecas como única forma oficial de consuelo.

En la acera, el sin sentido de más muertes. Entre ellas la de Aysha Frade, una profesora de 43 años de origen gallego, concretamente de Betanzos, a apenas cuatro kilómetros desde donde ahora escribo. Una conexión anecdótica quizás, pero lo suficientemente directa para que su muerte me haga pensar un poco más,  para que me resulte sencillo empatizar sin dificultades con el dolor de su familia e imaginarme las circunstancias que pudieron rodear a su muerte, seguramente un día normal para ella, camino del trabajo, una cita o de la universidad, un coche a toda velocidad, el caos y en un instante el miedo.

No existe algo así como la seguridad global basada en las armas, no existen vallas, cuerpos de seguridad o protocolos antiterroristas capaces de impedir que el dolor de un mundo a la deriva nos salpique

El miedo es un arma poderosa, mucho más que un coche, un cinturón bomba o un kalashnikov, el miedo puede enquistarse y perdurar en tu mente, en una sociedad o incluso en todo un continente, haciendo que se levanten nuevos muros de odio y segregación entre nosotros y ellos. Unos muros que son realmente lo único capaz dar sentido a esas muertes para quienes las cometen. Ningún Dios, ni ninguna bandera, pueden provocar mayor fanatismo que aquel que se cría y se reproduce en la miseria oculta al otro lado del muro. Barreras y concertinas que demasiadas veces se trasladan a nuestros barrios en forma de violencia policial, marginalidad, aislacionismo y una sensación de desarraigo cultural, propia de quienes generación tras generación han visto como se les negaba un hogar a ambos lados de la frontera.

No me malinterpreten, no pretendo justificar el yihadismo o decir algo así como que en Occidente nos lo tenemos merecido por todo el dolor acumulado por los pueblos oprimidos del mundo. No creo que funcionen así la cosas, al menos no deberían hacerlo. Pero sí creo firmemente en que los enemigos ya se encontraban dentro de nuestras fronteras antes de que comenzase todo esto. Cuando Osama bin Laden era un luchador anticomunista, las madrasas de Pakistán patentaban por primera vez el modelo de radicalización que arrasaría medio mundo y Yugoslavia sufría por primera vez un ataque destinado a desintegrar a una sociedad que jamás volvería a recuperarse tras aquella guerra. La brutalidad de la  Operación Fuerza Aliada, traslado a Yugoslavia el horror que había reinado en Afganistán. Niños más familiarizados con el sonido de los cazas que con la alegría propia de un patio de colegio, tropas extranjeras, matanzas, guerra santa… Cuando las escuelas se vacían el fanatismo hace acto de presencia. Mucho después de que la OTAN o el ejercito Estadounidense haya abandonado el lugar a su suerte, tras el proceso de pacificación, cuando las cicatrices de la guerra solo pueden curarse con un cerrazón sobre las propias creencias, y la búsqueda de un sentido mayor a tanto sufrimiento. Es entonces cuando desaparece la lógica de las víctimas inocentes, entre campos de refugiados, barrios empobrecidos y cantidades ingentes de propaganda religiosa, alimentada incesantemente por nuestras campañas de democratización armada. Desde Occidente, la opinión pública pretende buscar una lógica de paz a los actos llevados a cabo por quienes se encuentran inmersos en una guerra global.

El miedo es un arma poderosa, mucho más que un coche, un cinturón bomba o un kalashnikov, el miedo puede enquistarse y perdurar en tu mente, en una sociedad o incluso en todo un continente, haciendo que se levanten nuevos muros de odio y segregación entre nosotros y ellos

Un mundo islámico dividido entre guerras de poder internas, geopolítica intervencionista y demasiadas veces, una lógica  cimentada entre la caridad y las armas, con una herida abierta en común en tierras palestinas en donde la ocupación israelí y el posterior holocausto palestino sirvieron como campo de experimentación a la yihad global. Asesinatos selectivos y guerras televisadas con el único objetivo de reducir a cenizas cualquier alternativa política en Palestina, que pudiera simbolizar una esperanza de unidad. El Panarabismo moría al tiempo que des sus cenizas surgía un nuevo monstruo criado entre la sangre de inocentes, y alimentado por la sed de venganza. La guerra de Irak supuso la madurez de la yihad global, una guerra exclusivamente por recursos, cimentada entre mentiras y la total impotencia de las organizaciones internacionales ante el poder del imperio.

De las ruinas de Irak surgiría Al Qaeda como embajador global del terror, una imagen de marca del yihadismo al que como no podía ser de otra manera en una sociedad capitalista, pronto le siguieron numerosas franquicias y competidores. Una lógica de mercado aplicada al terror, que ha salpicado a todo el planeta con su sin razón, con su barbarie. Trasladando de forma indiscriminada el dolor de la guerra a lugares como Riad, Bali, Monbasa o Madrid. Un fanatismo, capaz de transformar la primavera de la esperanza en el más absoluto invierno. Egipto, Libia, Siria, Yemen, juguetes rotos en el tablero global de la geopolítica, que pronto formarían un autentico reino del terror en forma de un pseudocalifato apócrifo capaz de trasladar el infierno a la tierra.

No existe algo así como la seguridad global basada en las armas, no existen vallas, cuerpos de seguridad o protocolos antiterroristas capaces de impedir que el dolor de un mundo a la deriva nos salpique. No existe una política mágica capaz de erradicar al fundamentalismo de nuestras fronteras, resulta necesario tiempo para revertir décadas de etnocentrismo, debates sesgados, guetos y una la política basada en el miedo a lo diferente. Se necesita todo lo contrario a los valores de los que hoy hace gala Europa, una sociedad que ha olvidado sus propios demonios para de nuevo mostrarse impasible ante el auge de la xenofobia. Un  continente en una profunda crisis de valores, que la actual crisis económica no ha hecho más que profundizar.

Es entonces cuando desaparece la lógica de las víctimas inocentes, entre campos de refugiados, barrios empobrecidos y cantidades ingentes de propaganda religiosa, alimentada incesantemente por nuestras campañas de democratización armada.

No pretendo justificar el terrorismo, no creo que un artículo pueda llegar a cumplir tal fin por mucho que los de siempre se empeñen en tergiversarlo. El terrorismo, al igual que la guerra o la desigualdad social, tienen causas que lo provocan. Causas oscuras en demasiadas ocasiones y por norma general, muy alejadas de todos aquellos que derraman sangre inocente en una calle en Londres o en un lejano desierto. Nuestro deber con ellos, nuestro deber como sociedad, es el de intentar comprender los oscuros motivos que llevan a alguien a abandonar toda esperanza, con el único objetivo de matar, de provocar dolor. Solo así, podremos poner fin a un invierno moral ya demasiado largo.

«Nosotros representamos el futuro de Pakistán, un futuro en el que no tiene cabida la ignorancia, la intolerancia, y el terrorismo.»

Benazir Bhutto

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