Economía | La privatización del clima: un nuevo colonialismo ambiental

Por Jaime Nieto @jaimenie


El desarrollo de la sociedad industrial no podría entenderse sin la voraz apropiación de las fuentes energéticas fósiles: primero el carbón y, posteriormente el petróleo y el gas natural. La inmensa cantidad de energía movilizada en su combustión solo es comparable con los gases de efecto invernadero (GEI) que emiten como residuo. Tras más de 150 años, la concentración de estos gases en la atmósfera ha provocado un aumento sostenido de las temperaturas como el que puede verse en el gráfico inferior.

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Para detener este ascenso la comunidad internacional viene celebrando sucesivas cumbres climáticas. En ellas se reconocen responsabilidades diferenciadas para exigir un mayor esfuerzo a los países ricos en la resolución del problema que ellos crearon. Sin embargo, lejos de resolverse de una manera neutral, el proceso de gobernanza climática suele saldarse con ganadores y perdedores. No en vano, se trata de un reto en el que se juegan cantidades enormes de dinero. Se estima que la transición hacia la sostenibilidad implica movilizar una inversión mundial de en torno a 1.3 billones de dólares anuales. Además, para garantizar esos esfuerzos diferenciados, el Acuerdo de Copenhague estableció como prioridad la canalización Norte-Sur de al menos 100 mil millones de dólares anuales. La clave de este trasvase está en el cómo y en el por quién.

El principal límite para que estas inversiones tengan lugar realmente es que reúnan la principal condición que se les exige en una economía de mercado: rentabilidad económica. A pesar de ello, el peso de la financiación privada en la política climática se encuentra en constante aumento, pasando de un 56% del total en 2011 a un 62% en 2015. Aunque la urgencia y la escala –planetaria- del reto aconsejarían la puesta en marcha de un plan global liderado por el Estado –con el apoyo y participación de las comunidades locales- el Acuerdo de París profundiza la trayectoria de atomización y privatización de las últimas décadas. Así, la Convención Marco de las Naciones Unidas para el Cambio Climático (UNFCCC) ha diseñado un complejo entramado de finanzas climáticas para canalizar estas inversiones. Por su evidente vinculación con las políticas de desarrollo, el Banco Mundial también forma parte de este emergente nicho de inversión. Entre los diferentes fondos creados destaca el Fondo Climático Verde (GCF en siglas, en inglés) y como instrumento de financiación, el Mecanismo de Desarrollo Limpio (CDM).

El GCF asigna sus recursos a los proyectos a petición de sus promotores, públicos y privados, en función de una serie de criterios. Entre los criterios que deben acreditarse, uno de ellos es el referido a la existencia de un retorno económico suficiente del proyecto. Según su propia web, tan solo ha logrado movilizar 10.800 millones de dólares repartidos en 8 proyectos diferentes y que tan solo están destinados a programas de mitigación de las emisiones en un 12%. Además, según el Centro Vasco para el Cambio Climático (BC3) tan solo el 71% de la inversión climática Norte-Sur permanece en el país receptor, y en torno a un 10%-28% retorno a través del comercio internacional a las empresas del país emisor.

El CDM, por su parte, es un instrumento financiero basado en los mercados de carbono que permite atraer inversiones a proyectos de mitigación a los países empobrecidos. El CDM funciona de la siguiente manera. Tenemos dos empresas de cualquier país industrializado: pongamos un fondo de inversión de la city londinense y una empresa metalúrgica en Alemania. La primera decide financiar un proyecto que reduce emisiones en un país del Sur global: digamos, Namibia. Al hacerlo, genera certificados de reducción de emisiones (CER) que puede utilizar para incrementar sus emisiones o guardarlos para vendérselos a otra empresa que quiera hacerlo. Los CER entran así en un mercado de carbono en el que oferta y demanda se enfrentan para dar lugar a su precio como un producto financiero más. Así, si la metalúrgica alemana prevé un aumento de su producción y, por lo tanto, de las emisiones de su actividad, tan solo tiene que acudir al mercado de carbono para adquirir los CER que requiere. De esta manera, a cada reducción en el país receptor (Namibia) le corresponde un aumento en el país emisor (Gran Bretaña-Alemania). Por lo tanto, el CDM debería ser un juego de suma cero en el que las emisiones quedan compensadas. Sin embargo diversos estudios informan de que, en la práctica, los proyectos suelen saldarse con incrementos netos de emisiones. Su diseño, como veremos, está lastrando el flujo de inversiones “sostenibles” Norte-Sur.

El carbono comenzó su andadura en 21$ pero, tras las oleadas de crisis de las economías industrializadas el precio sufrió diversas fluctuaciones hasta quedar finalmente desplomado en 4$ por la parálisis de la economía europea. El mecanismo es sencillo: el mercado se lanza en 2006 en plena fase explosiva de la economía; el crecimiento económico, siempre ligado al aumento en las emisiones, empuja a las empresas a comprar CERs. Tras el colapso del modelo de crecimiento neoliberal, las empresas dejan de demandarlos y nos encontramos con un mercado con exceso de oferta de CERs creados previamente que hace que los precios se hundan. El mercado de carbono queda así paralizado, demostrando que el cómo es un fracaso como política climática debido a su exposición a estas fluctuaciones. Sin embargo, han sido todo un éxito para alimentar la especulación financiera, así como para extender una alfombra roja al capital europeo y estadounidense para entrar en el “mercado sostenible” de los países empobrecidos. Y aquí entra en juego el por quién.

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Un buen ejemplo del perverso funcionamiento de los CDM lo podemos encontrar en Níger. Allí, empresas del Norte como Shell, extraen el petróleo que se consumirá en Europa, EE.UU., pero también cada vez más en China e India. En el proceso se expulsa gas que suele quemarse in situ, agravando las emisiones de GEI que conlleva la actividad. A pesar de que esta práctica denominada gas flaring está prohibida, las compañías presionaron al gobierno para que las inversiones encaminadas a ponerla fin (cumplir la ley) generara CERs. Como suele ocurrir, ante la posibilidad de perder estas inversiones el gobierno accedió a las peticiones de las compañías. De esta forma, las comunidades locales sufren los impactos de la actividad petrolífera (pésimas condiciones laborales, emisiones, contaminación de acuíferos y cultivos, agotamiento del recurso, etc.), mientras las economías industrializadas recogen un producto vital para su supervivencia energética. En el camino, además, obtienen las rentas que se generan con la extracción del recurso, así como permisos para contaminar en casa a cambio de frenar una actividad ilegal. Vemos así un proceso en el que las emisiones no han sido reducidas (tan solo compensadas) y en el que los proyectos de desarrollo y transición hacia la sostenibilidad en el Sur quedan cooptados.

El complejo camino hacia una transición económica y ecológicamente justa no es, por lo tanto, un elemento colateral del que puede prescindirse siempre y cuando se logre frenar el cambio climático. Al contrario, la única forma posible de alcanzar este objetivo global solo puede basarse en un cambio de modelo socioeconómico que cuestione sus prioridades, basado en el multilateralismo y liderado por unos gobiernos que promuevan la participación de las comunidades locales. En este caminono hay atajos.

 

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