Felipe Borbón, Presidente de la República de España

Por Luis Aneiros @LuisAneiros | Ilustración de Atxe @AtxeSinH


Como he dicho ya en varias ocasiones, mi republicanismo (como otros muchos de mi “ismos”) es más lógico que ideológico. No busco con él confrontar ni dos ni tres concepciones distintas de España, sino eliminar todo el artificio que rodea a este tipo de disputas, y quedarme con el concepto más simple: no me caben en el mismo cajón monarquía y democracia. Es imposible, desde el punto de vista de la coherencia, que una institución que se basa en la absoluta lejanía de los ciudadanos, y en la nula importancia de lo que éstos opinen, forme parte de algo tan de la gente como la democracia. ¿Cómo es posible que el “poder del pueblo, por el pueblo y para el pueblo” tenga como máxima autoridad y representación a quién huye de la posibilidad de ser nombrado por ese mismo pueblo? ¿Qué opciones tiene una nación cuando su próximo jefe del estado está elegido el mismo día de su nacimiento, sin esperar a saber si es apto para tan alta responsabilidad? En una palabra: ¿es la monarquía el régimen político adecuado cuando se quiere una nación gobernada por los ciudadanos?

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Los argumentos más utilizados para defender a la monarquía en España son, por una parte, que es el sistema político con más tradición en nuestro país y, por otra, que el pueblo así lo quiso cuando aprobó la Constitución, allá por 1978, en referéndum. La tradición es el mismo argumento que se utiliza para defender asuntos como las corridas de toros, la presencia de la religión en la educación de nuestros hijos o las bodas por la iglesia, y serviría también para retomar el derecho de pernada o la visita del cura del pueblo a la hora de comer allá donde olía a buena comida. La tradición es la trampa de quien sabe que el tiempo puede hacer desaparecer barbaridades y afianzar buenas costumbres, y pretende hacer pasar unas por otras. En cuanto a la Constitución del 78, puedo entender la petición de taparnos la nariz para no recibir el aroma a podrido que la envuelve, pero esta España nada tiene que ver con aquella, y con la desaparición del fantasma golpista y la transformación de un pueblo asustado y alejado de la política en personas informadas y más exigentes de nuestros derechos, es necesaria una revisión importante tanto del texto como del espíritu que se esconde en él, y dejar así de utilizarla como barricada desde la que defender posturas cada día más impopulares e incomprendidas.

Las últimas intervenciones del actual rey, Felipe VI, alejan toda posibilidad de renovación desde dentro. Ni la institución ni las personas que la componen han demostrado intención alguna de evolucionar con el tiempo que les ha tocado vivir. Cada privilegio, cada incomprensible aislamiento de la realidad, cada gesto y cada palabra, demuestran que la continuidad es el objetivo. Y hasta cierto punto es comprensible, porque  salirse del guión histórico de la monarquía supondría aceptar la necesidad de cambio. Pero, ¿cómo saber qué es necesario cambiar si no se le pregunta a las personas gobernadas por la institución? ¿Mediante encuestas? ¿Y si esas encuestas ya reflejan un rechazo de la mayoría de los españoles a la monarquía? ¿Quiere la familia real enfrentarse a la posibilidad de tener que dejar su actual estatus y comenzar a llevar una vida como “un español más”, eso de lo que siempre presumen pero que nunca han sido? Las recientes informaciones que señalan que Adolfo Suárez no se atrevió a realizar un referéndum sobre la monarquía, porque sus encuestas reflejaban un claro rechazo, ponen de nuevo sobre la mesa la necesidad de plantearse el modelo de país que quieren los ciudadanos. La tan arraigada corrupción de la clase política española ha salpicado al rey porque su entorno se sabía a salvo, lejos de las responsabilidades del común de los mortales. Y a día de hoy, ciertos estamentos judiciales que deberían de velar por el cumplimiento de la ley por encima de cualquier otro tipo de consideraciones, trabajan para mantener esa diferenciación entre “ellos” y “nosotros”. Y la figura del actual rey emérito está más cubierta de sombras que de luces, tanto en su actuación personal como en su participación en momentos clave de la historia de España. Todo esto debería de obligar a replantearnos si éste es el modelo de estado que queremos seguir manteniendo, si la perpetuación de la jefatura del estado en un apellido es lo idóneo y lo necesario, y si conviene seguir manteniendo a la gente al margen de algo que, al fin y al cabo, supone nuestra imagen internacional.

¿Es peor la actuación de los diputados que no han saludado ni aplaudido al rey en el Congreso que la de Felipe VI no dando las oportunas explicaciones al pueblo sobre lo ocurrido con su hermana o respecto a las sospechas que recaen sobre los manejos financieros de su padre? ¿La falta de respeto está en manifestar el rechazo a la corona, pero no en el rechazo de la corona a sus súbditos? Cuando el monarca se posiciona políticamente y agradece al PSOE su “generosidad”, ¿está devolviéndole el favor de apoyarle desde un extraño republicanismo rendido a la conveniencia?

Tengo el convencimiento de que hay cosas que son imparables, y poner la jefatura del estado en manos del pueblo es una de ellas. Sólo espero verlo con mis propios ojos y poder depositar la papeleta que ayudará a hacer desaparecer lo que es ya un anacronismo. Y felicitaré a Felipe Borbón si es elegido Presidente de la República de España.

 

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