Divulgación | El negocio del diagnóstico psiquiátrico (II)

Por Sergio Martos García

Generalmente, la psiquiatría permanece como un campo poco conocido, incluso para muchos de sus pacientes. El trato de la salud mental supone un par de cuestiones importantes y, ante todo, una realidad desagradable. Poco acostumbrados a mostrar una realidad no visible, cualquiera siente una comprensible incomodidad para hablar del tema en sociedad, al menos desde una experiencia personal. De forma más aguda, hay un peso indecible en las palabras «enfermedad mental» o «trastorno mental». El truco que se ha inventado para sortear este problema es tan simple como cambiar esos términos por uno más amable, de forma que ahora la idea de una «salud mental» es moneda corriente. Pero esto también trae otros problemas.

A través de la analogía entre los problemas del cuerpo y los de la mente, se supone al paciente una especie de “kilómetro cero” de salud, un estado de supuesta “armonía mental” al que se debería volver con el tratamiento adecuado, o al que no se podría volver en absoluto. Esta es una concepción del problema que funciona perfectamente para mantener la medicalización del sufrimiento, algo que ha inundado nuestras sociedades y que funciona por el principio de «un paciente, una pastilla». Esta es una de las cuestiones; la otra, anterior, consiste en lo que supone la psiquiatría como fenómeno social. Ninguna de las preguntas se puede responder sino remitiendo a la otra.

Este es otro pequeño mapa de la cuestión.

La historia de la psiquiatría es incómoda. Por supuesto, está ligada a la historia de la anatomía y el descubrimiento «científico» del cuerpo, pero al mismo tiempo ha reflejado el estatus del profesional de la ciencia. No está de más recordar la impresionante popularidad de la doctrina de la frenología en el siglo XIX. Esta ciencia («sin ninguna validez en la actualidad», se dice en la Wikipedia) sostenía que se podía inferir el carácter del deseo sexual o la «inferioridad mental» de las mujeres a partir de la forma y capacidad de su cráneo. Podemos decir de paso que este cientifismo no es nada anticuado.

En realidad, los centros psiquiátricos tal y como los conocemos descienden directamente de los manicomios y las «casas de locos». En España, el asunto se hace cuestión pública bajo la mirada atenta de la «Sección de Psiquiatría e Higiene Mental». No es un caso aislado. Si las facultades de medicina eran pozos del deseo para los hijos de las familias adineradas, los manicomios eran pozos de indeseables.

¿Quiénes eran recluidos? Según documenta Foucault, desde los últimos tiempos de la Edad Media y hasta la psiquiatría del siglo XIX, se «parecía asignar una misma patria a los pobres, a los desocupados, a los mozos de correccional y a los insensatos», así como al «depravado, el disipador, el homosexual, el suicida, el libertino»: el manicomio. Entonces, el Hôpital Général de París es una estructura semijurídica de «soberanía casi absoluta, jurisdicción sin apelación, derecho de ejecución contra el cual nada puede hacerse valer». El resto del relato lo dejaré a la lectura de la Historia de la locura.

En general, la ciencia vino a reafirmar la legitimidad de este «gran encierro», con estrategias como la mencionada frenología. La psiquiatría nace en este vaivén. El padre de esta ciencia es Kraepelin, un frontsoldat intelectual favorable a la eugenesia y firme nacionalista alemán. En España tuvo una gran influencia en Vallejo-Nájera, el «Mengele español» que buscaba en las cárceles franquistas el «gen rojo» de la maldad. Esta es también la época en la que triunfan los primeros trabajos de Skinner, uno de los grandes héroes del conductismo, que publica en 1938 su primera obra «El comportamiento de los organismos: un análisis experimental».

«El 37,9% de usuarios de servicios de atención primaria a la salud tomaban psicofármacos, con mayor probabilidad si se era mujer, ama de casa, desempleado o se tenía bajo nivel educativo». Una misma patria para los pobres, los desocupados, los insensatos, las mujeres…: las heridas de su propia condición, impresas por las pastillas en sus cuerpos bajo la mirada atenta del mercado.

Pero esto no causa ni con mucho un efecto tan impresionante como el que tendrá la aplicación médica de determinados químicos sintéticos. La historia comienza con la clorpromazina, que tuvo un gran éxito como tratamiento para la esquizofrenia en los años 50′.

Un cuaderno de la Asociación Española de Neuropsiquiatría resume este éxito: «Rápidamente se informó que la clorpromazina calmaba los pabellones psiquiátricos de agitados, que gracias a su uso disminuyó la población psiquiátrica en Nueva York, y que lo mismo ocurría en otras partes del país americano, fenómeno conceptualizado años más tarde como el inicio de la era de la desinstitucionalización». Sin embargo, nuevos estudios comenzaron a hacerse eco de los «daños estructurales» que provocaban los antipsicóticos en el cerebro. Esto no significó que se retiraran; por el contrario, todavía hoy en día se administran cada vez más; «son el único tipo de psicofármacos que un juez puede condenar a usarlos contra la voluntad del sujeto».

No obstante, «la desinstitucionalización se produce en USA por cambios en políticas sociales y fiscales y el desarrollo de programas específicos con ese fin, que es lo que diferencia a los países donde tuvo lugar y donde no. Las razones para poner en marcha estos programas fueron en gran medida económicas y políticas. La desinstitucionalización se realizó en este país con un uso intensivo de psicofármacos y escaso soporte comunitario». Existen distintos indicios de que la psiquiatría no fue sino una «revolución científica» que se realizaría «desde arriba», por decirlo de alguna forma. Pongamos el caso de «la Biblia de la psiquiatría», que es coétaneo de los años del “éxito” de los neurolépticos como la citada clorpromacina.

También es en 1952 cuando la Asociación Americana de Psiquiatría (por sus siglas en inglés, APA) publica el primer Manual Diagnóstico y Estadístico de los Trastornos Mentales, mejor conocido como DSM. Esta era una versión de la cuarta edición de la Standard Nomenclature of Diseases and Operations (en español por las siglas CIE). En él ya se prevén apartados diferenciados para la clasificación de desórdenes relativos a la función cerebral, deficiencias mentales y desórdenes sin cambio estructural en el cerebro.

La última de las ediciones, publicada en 2013, es un voluminoso tomo seis veces más grande que el primero. Por supuesto, los «trastornos» registrados se han multiplicado, de forma que incluye diagnósticos diferenciados en niños y adultos para varios de ellos; y la «disforia de género» ─también diferenciada entre casos en niños y en adultos─ ha sustituido en estos años a la «desviación sexual» de 1952. Lo interesante no es lo que se registra como tal, sino el por qué y el cómo se registra. Porque aunque es cierto que experiencias tales como la disforia de género suponen daños en los pacientes y el tratamiento merece ser comprendido legalmente, lo llamativo es que se individualiza el diagnóstico de forma creciente.

En palabras del profesor Pérez Soto, «la dimensión psicosomática de las afecciones físicas se extiende hasta convertrila en una variable médica por sí misma, oscureciendo sus raíces intersubjetivas, sociales e históricas. La tristeza, la soledad, la falta de habilidades sociales… calificadas de “excesivas” y, desde luego, la rebeldía, la resistencia a aceptar los patrones conductuales adecuados al consumo y la sobreexplotación, se convierten de pronto en “enfermedades”, o en cuadros diagnosticables a través de categorías clínicas que requerirían tratamientos, directos o preventivos, de tipo médico». Su texto «Una nueva antipsiquiatría» es ejemplo de las contundentes respuestas que ha recibido este ámbito de la medicina.

Finalmente, Pol Yanguas pone nombres y números a los intereses de la psiquiatría. Por ejemplo, «los supuestos comités científicos de la Asociación Americana de Psiquiatría, encargados de definir los criterios diagnósticos de las enfermedades mentales, no son más que parte de la fuerza de ventas de la industria farmacéutica, la parte encargada de crear o ampliar el mercado…».

Estas son las otras puertas giratorias que comentamos en la primera parte del artículo. La conclusión: «el dolor psíquico es instrumentalizado al servicio del negocio». Para ahorrar conclusiones, tomaré solo uno de los muchos datos que adjunta Pol Yanguas ─y que están disponibles en el último enlace─: «el 37,9% de usuarios de servicios de atención primaria a la salud tomaban psicofármacos, con mayor probabilidad si se era mujer, ama de casa, desempleado o se tenía bajo nivel educativo». Una misma patria para los pobres, los desocupados, los insensatos, las mujeres…: las heridas de su propia condición, impresas por las pastillas en sus cuerpos bajo la mirada atenta del mercado.

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