No quiero ser guapa, tampoco bella

Por María Sánchez Arias

En muchas ocasiones se nos juzga en función de nuestra belleza o ausencia, según, claro está, los cánones que rijan la misma, normalmente heteropatriarcales. Asimismo, en la sociedad occidental, se nos valida por nuestro físico y no por nuestros actos para con los otros. Del mismo modo, es obvio que todo el mundo necesita sentirse estimado socialmente y en consecuencia intentamos que el otro nos reconozca positivamente en el ámbito público, ya sea de manera consciente o inconsciente. No obstante ¿por qué este reconocimiento ha de estar basado en la belleza y no en otras cualidades que sí que influyen en el ámbito público y en las relaciones que forjamos con el resto de los humanos? Está claro que vivimos en una sociedad de la imagen y, por ende, de la apariencia, pero es aún más cierto que el hecho de ser mujer impone más obligaciones en lo que se refiere al aspecto que en el caso de ser hombre. Por otro lado, se tiende a escuchar consignas desde la izquierda y el feminismo en las que se pone de manifiesto que una mujer puede ser bella de formas no patriarcales o realizando «tareas revolucionarias», como, por ejemplo, «mujer bonita es la que lucha», pero esto no pone en cuestión que la mujer sea valorada por su aspecto físico. Así, solo se trata de un cambio de perspectiva.

La belleza no debería ser el indicador de la valía de una persona, pues es solo apariencia, imagen que no representa la capacidad y la moral de una persona. En cambio, como ya señalamos, en el caso de las mujeres es así. Obviamente ello está relacionado con el hecho de que las mujeres son «objetos» o lo que es lo mismo «cosas» que admirar, como si de una obra de arte se tratase, exceptuando que la segunda no puede ser poseída mediante el cuerpo. Por tanto, la mujer no vale por lo que es, sino por lo que aparenta ser mientras que el hombre, aunque debido a las tendencias actuales deba también procurarse un físico o apariencia acorde al imperativo de la moda actual, tiene la posibilidad de ser algo más que un recipiente bello y dispuesto a ser rellenado, perdonen el símil.

La mujer es cosificada y mediante ese proceso es desposeída de su capacidad creadora, pues su único valor es el de servir de inspiración o de placer para el grupo dominante.

Asimismo, hay cosas que son bonitas siendo esa su cualidad, ser bellas, admiradas, pero, también, hay cosas que son sujetos de derecho y de deber. He ahí la diferencia entre la cosa y la persona o el individuo. La cosa ocupa espacio, pero no crea; es invisible si nadie repara en ella. En cambio, el individuo al ser capaz de crear y ser algo más que lo que se mira tiene esencialmente deberes y derechos. La mujer es cosificada y mediante ese proceso es desposeída de su capacidad creadora, pues su único valor es el de servir de inspiración o de placer para el grupo dominante. En consecuencia, es necesario que la mujer deje a un lado la corporeidad, puesto que mantenerse en ella supone la pérdida de la lucha por el espacio público y el conocimiento científico, ya que la mujer ha de mirar y crear, no solo ser mirada. En consecuencia, la mujer, más bien, el género ha de ser sujeto, descosificándose, de derecho y de deber moral.

En última instancia, la mujer se torna en un ser que solo tiene existencia en tanto en cuanto forma sin materia y, aunque Aristóteles y con anterioridad Platón le confiriesen un sentido divino a la forma, en la sociedad posmoderna, la ausencia de materia despoja de toda dignidad, pues el cuerpo se ha convertido en mercancía, en objeto de cambio. La resistencia a esta tendencia mercantilista solo es posible desde dentro, es decir, desde aquello que somos en relación con lo que nos rodea centrado en el ser en cuanto ser y no en el ser en cuanto apariencia con un determinado valor monetario.

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