Derechos | Por la enseñanza presencial

Por Pablo Marín Escudero

Pese a los ríos de tinta que pretenden hacernos creer lo contrario, el mundo digital o el robótico no aparecen en la historia como un hecho natural,  mucho menos son un paso de la evolución ni el único futuro posible y sobre todo no cancelan ninguno de los mundos que los preceden. No hay borrón y cuenta nueva, nunca lo hay en lo social. Quienes además rondamos las proximidades de la educación superior estamos habituados a observar con desánimo la facilidad con que algunos gestores de dinero público se casan con cualquier presunta solución tecnológica de no se sabe muy bien qué problema que un avezado comercial les acaba de desvelar.

Son especialmente avasalladores los grandes discursos institucionales sobre la enseñanza online como el futuro de la educación buena, bonita y barata. En este relato nos vamos a topar con el repertorio completo de lugares comunes (y significantes vacíos) en torno a la cuestión: lo nuevo, una nueva manera de enseñar y aprender, un cambio de paradigma, la necesidad de apartarse de la vieja clase magistral, el futuro, etc.

El Plan Bolonia y el soniquete tecnológico coinciden en un claro arrinconamiento de la clase magistral, convertida en una fósil tedioso.

Lo curioso es observar como personas sin ninguna formación pedagógica hablan de aprender y enseñar con las (eternamente nuevas) tecnologías como si cancelasen la pedagogía o más allá, como si la pedagogía hubiese muerto o no hubiese existido nunca. El caso es que hace muy pocos años con motivo de la implantación del Plan Bolonia en la Universidad ya arreciaba una música sospechosamente parecida al de la disrupción tecnológica: el cambio de paradigma pedagógico. Aprender a aprender se decía mucho, glorificando una nueva autonomía del alumnado en la enseñanza. El lugar del profesorado era otro, no sé si estaba claro cuál pero Bolonia y el soniquete tecnológico coinciden en un claro arrinconamiento -si no en la liquidación- de la clase magistral que de pronto se ha convertido en el fósil tedioso de un viejo mundo jerárquico arrasado por la incontestable verdad tecnológica abierta, colaborativa y rizomática hasta las trancas.

Obviando el pequeño detalle de que en España la formación pedagógica no es requisito de acceso a la condición de profesor universitario, mucho menos a la de cargo institucional y sumando esa especie de complejo de inferioridad que hace correr como la pólvora la creencia en la necesidad indiscutible de parecerse a Harvard, ya tenemos el cataclismo servido. Y no tanto por la adscripción esnob a cualquier palabra de moda tecnorimbombante como por la eterna sensación de que nos sirven vino rancio en odres digitales. El vino rancio del descenso presupuestario que impone un neoliberalismo en el que la universidad pública no cabe.

En las cumbres de este discurso vienen estando los MOOC (Massive Online Open Courses o CEMA, Cursos en línea masivos y abiertos) que uno de sus promotores autóctonos resumía no hace mucho con un impagable «Alguien que no tenía acceso a la universidad de Harvard, de pronto lo tiene«. Ahí queda eso, se diría que la cuestión central es la equidad, qué cosas, esos comunistas de Harvard. Su aportación transformadora consistiría en el acceso mundial con una simple conexión a Internet, en la capacidad de estas tecnologías de facilitar información acerca de cómo se produce el aprendizaje, un feedback (poco o nada somos sin anglicismos) enriquecedor para el profesorado como si de un inédito experimento psicopedagógico se tratase.

Mientras la lucha social por mejorar la educación ha incluido e incluye la lucha contra la masificación, el MOOC celebra la masificación. Cuidado, masivo no es masificado, dirán algunos, pero deberían echar un ojo anglófilo a esa traducción de massive por masivo. El 90% de tasa de abandono en estos cursos no parece un dato importante. No faltará quien convoque el mito del nativo digital para hacernos sentir lo más caducos posibles si ponemos objeciones. Por cierto, la exitosa plataforma de MOOC en español MiriadaX es del Banco Santander y de Telefónica, conocidos defensores del estado social, de la Universidad pública y de la ausencia de ánimo de lucro, como sabemos.

Veamos el contexto con seriedad: no se está democratizando nada en la enseñanza superior española, más bien todo lo contrario. Lo que ocurre no es el maravilloso advenimiento de la enseñanza a distancia, ni la equiparación de nuestras universidades a las más elitistas del mundo mediante ninguna acción democratizadora de la tecnologías de Internet, tan propensas por cierto al monopolio. Lo que ocurre es la ofensiva descapitalizadora contra lo público para luego evidenciar su ineficiencia y justificar su privatización. Ante lo cual el patético canto de cisne consiste en adscribirse a sistemas de indicadores prefabricados para defender posicionamientos en ránquines de cartón piedra y bochornosos discursos de mercadotecnia. Una exquisita esferificación de migajas con nitrógeno líquido: las migajas del estado social, el nitrógeno líquido neoliberal y la esferificación del discurso de la salvación tecnológica.

La disolución del vínculo social, de la capacidad política de las personas y de su tejido de relaciones privadas abre de par en par las puertas al totalitarismo.

El desprestigio interesado de la clase magistral, de la presencialidad, de la figura de auctoritas, de lo transferencial en la transmisión de conocimiento, del cuerpo y de la proximidad física entre las personas, son compañeros de viaje perfectos para estos objetivos. Se olvida que el magister, el educador como desencadenante de afectos, no es ni ha sido nunca un mero transmisor de contenidos. Pero Silicon Valley, experto trilero del robo de significantes (amigos, conversación, conexión, democratización, libertad, infinito) no iba a dejar en su sitio diamantes tan jugosos como maestro o enseñanza. Cierto desprecio condescendiente por la cultura escrita en general y por la cultura en papel en particular sirve en bandeja este gato por liebre tecnológico.

Completan esta cuadratura del círculo el romance de la psicología cognitiva con las neurociencias (con nuestras amigas las farmacéuticas, epítome del altruismo, actuando de Celestinas) y de fondo la muerte por decreto de la transferencia, entendida como la posibilidad de hacer bien a otros. Así se matan tres o cuatro pájaros de un tiro, porque la disolución del vínculo social, de la capacidad política de las personas y de su tejido de relaciones privadas, tal y como describe Hannah Arendt, abre de par en par las puertas al totalitarismo.

Por cierto, no sé si he dicho que no tengo nada contra los MOOC.

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