Cultura | Pasolini: poesía y acción

Por Eduardo Nabal

Cuando  veo a los mass-media y comentaristas de turno convertir a Pier Paolo Pasolini en una especie de figura intelectual, comunista a la antigua usanza, “cura obrero” o mártir de causas que no nombran recuerdo aquellos rostros castigados, aquellos chicos de la calle, parados y precarios de los  barrios de la periferia, sus historias, escritas, cantadas o filmadas de deseo, lucha, sudor, rebeldía, amor y muerte. De “Accatone” a “Saló”- pasando por la sarcástica “Pajarracos y pajaritos”- escrita desde la paradoja- o su hedonista “Trilogía de la vida”- y a, a pesar de sus contradicciones ideológicas y personales, nunca dejó de avisarnos de la Europa neofascista que hoy nos sobrevuela casi sin remedio. Una Europa sacudida por el racismo, el fascismo de los liberales asustados, el analfabetismo emocional de las nuevas generaciones y el totalitarismo socioeconómico de los grandes estamentos que ya estaban entonces encaramados al poder con mayúsculas.

El cine de Pasolini, su teatro (casi inédito por estos lares), su narrativa, su poesía no son fáciles para el lector contemporáneo. Él nos llamaba a mirar su obra con otros ojos, unos ojos distintos de los  que ahora disponemos. Es decir, como Edipo Rey, a sacarnos los ojos de la cultura oficial o “de masas” para mirar de nuevo, para aprender a mirar, para simplemente ver a releer las imágenes, a capturar la simbiosis entre artes  y letras en una de sus expresiones más telúricas, atávicas y a la vez poéticas. Y esa no es una labor sencilla. Su vida y su obra siguen siendo misteriosas, contradictorias sí, en ocasiones irritantes, pero sobre todo herméticas en su apertura a la realidad, a una realidad que hoy, nosotros, desconocemos y, a la vez nos atenaza y nos aplasta. Los buscadores de etiquetas de altura hablaron de Freud y Marx como padres intelectuales de sus inquietudes y fantasmas. Así el cadáver golpeado y apuñalado en la playa de Ostia, se dice, por un anónimo chapero (lo que él llamaba raggazzi di vita), crimen detrás del  que seguramente estuvo el Gobierno Italiano en Alianza con la ultraderecha o la Democracia Cristiana flamante en el poder, sigue siendo difícil de digerir sino se equipara, en artístico flirt con la muerte, con el protagonista crucificado en una cárcel mental en “Mama Roma” o con “Edipo” y “Medea” sacrificados en aras del mito clásico. Un circulo sadiano que algunos se empeñan en calificar de masoquista pero que el en “Saló” ya anunció como un crimen perpetrado por la conjura de los poderes fascistas.

Poca gente, entre los que hablan de él, ven, leen o recitan a Pasolini lo hacen con sinceridad sino más bien es desde el morbo, la piedad o la mistificación, cuando no la aún peor tergiversación evangélica. Una mistificación basada en ocasiones en la estupefacción ante un lenguaje que puede parecernos arcaico y demasiado  futurista a la vez. Sus primeras novelas nos hablan de una manera algo reiterativa de los chicos que conoció y amó  en los suburbios de Roma y otras ciudades italianas, sus correrías adolescentes, sus desencantos juveniles, sus problemas familiares  y con la policía del momento, con leves ecos de Genet en los campos de Gramsci. Algunas de sus películas parecen pasadas de moda. “Saló” ya no escandaliza tanto, más bien solo interesa y a algunos los aburre, repugna o irrita. Passolini puso poesía de lo real al último neorrealismo, como Fellini le había puesto la magia del prestidigitador o Visconti él  auténtico y desbocado melodrama social  de la  elegante decadencia. Todos pasaron de un yo colectivo a un yo individual que no dejaba de ser también, a su manera, la voz de un pueblo en mutación.  Algunos ya le habían puesto humor y sexo lo que, con nobles excepciones, degeneró en la ya envilecida “comedieta italiana” de los 70. Años revolucionarios que tuvieron a sus intelectuales en Francia, pero a sus poetas y cineastas, sobre todo, en Italia hasta la contrareacción conservadora de los setenta de la que fue víctima, entre otros, el poeta en la playa, polemista incansable,  por cuya vida ya poca gente apostaba.

Son los años de una prometedora antipsiquiatría que no supo gestionarse y ha quedado borrada por una medicina hegemónica, a base de barbitúricos y lobotomías sintéticas. Son los años de una revolución sexual que se quedó grande para las cédulas de izquierda, sobre todo en lo que a la homosexualidad y el lesbianismo se refiere. Un lastre que, en cierto modo, perdura hasta nuestros días.  Y el canto al cuerpo masculino, desnudo, castigado, santificado o deseado pueblan las imágenes del su cine, de lo místico a lo más profano, un canto que tuvo sus ecos posteriores en cineastas como Fassbinder o Derek Jarman, que le dedicó un personal homenaje en forma de videoclip. El joven Ettore de “Mama Romma” acaba medio desnudo, crucificado en los depósitos de una cárcel-manicomio de esas que todavía abundan en las afueras de las ciudades, grandes o pequeñas de la Europa mediterránea. Imágenes bellas de un cuerpo adolescente, picados y contrapicados litúrgicos, música sacra, ciudades como grandes criminales, ejecutoras silenciosas. Pasolini era un cristiano “sui generis”, heterodoxo,  pleno de rabia y contradicciones insalvables. La expresividad de Anna Magnani, al enterarse de la muerte de su hijo, se encarga del resto, acusando con sus ojos a la ciudad entera, a la gran urbe del desarrollismo incontrolado, a sus canallas y sus secretas miserias.

Del neorrealismo avanzado Pasolini  se pasa al Mito. Visconti lo hará al descubrir en “Rocco y sus hermanos” la verdad del melodrama con mayúsculas, un melodrama a la vez operístico y  anti-burgués. Passolini, en cambio, apela a los orígenes, a la tierra, al sabor de lo telúrico,  a la nostalgia de un campo perdido por la periferia de la urbe industrializada o camino de serlo. Ambos compartieron actrices y operadores (directores de fotografía) aunque sus mundos y sus personajes fueran antagónicos, e incluso sus personalidades llegaran a chocar en ocasiones. En “Edipo Rey” y “Medea” las tragedias se representan en los paisajes desérticos, lunares, desolados de una Italia de escenarios naturales y bajo presupuesto. Amor loco, tortura y muerte. Passolini se enfrenta al mito clásico y le lanza su mirada descarnada, deshinbida, rehaciéndolo en imágenes de extraña frescura,  erotismo y crueldad, de poesía y una brutalidad que lleva al canibalismo (entendido también como un acto de amor y posesión del otro). La poesía puede ser más grande que la muerte.

¿Fue Pasolini la bestia negra de la burguesía neofascista italiana, esa que  eligió a Berlusconi, bestia mediática?

Hoy, en la época de la inmigración, del paro juvenil y de los llamados “guettos culturales” Passolini vuelve a cobrar vigencia en un mundo que, se ha convertido en lo mismo pero bajo formas más refinadas, con esos paisajes lunares sofisticados en grandes empresas o enormes superficies comerciales.

¿Fue Passolini un gay rechazado por la ortodoxia marxista? ¿Fue la bestia negra de la burguesía neofascista italiana, esa que  eligió a Berlusconi, bestia mediática? ¿Qué diría hoy Passolini de la, de la Unión Europea, de Trump, Putin y sus torturadores? Preguntas que, lamentablemente, quedan sin respuesta.

Tennessee Williams, otro autor, que desde épocas y lugares bien diferentes, cantó, como Pasolini y Visconti, a la belleza del cuerpo  masculino y a la soledad del creador escribió, en su juventud, un relato corto titulado “El poeta” en el que un hombre ebrio se vale de la narración oral para atraer a los muchachos junto a él, en la arena blanca de una playa… Para seducirlos con su verbo.  Su destino, no podía ser de otro modo en aquella época, resulta finalmente fatalista. Pero ahí la tragedia de Passolini se aleja de la poesía para adentrarse en la política.  Palabra y acción, poesía y política, una búsqueda de un arte trasformador truncada por los de siempre, por una moral estrecha, mezquina  y unas fuerzas de orden que cercenan la creatividad transformadora. Nanni Moretti en su “Caro Diario”, dónde visita la tumba real de Pasolini en la playa de Ostia, le rinde el menor homenaje posible. Los fastos de estos años, le vienen pequeños. Moretti se aproxima con sinceridad pero  lo hace, no obstante, a la tragedia y su escenario, no al hombre y las complejas dimensiones de  su rebeldía.

El reciente biopic de Abel Ferrara, centrado en los últimos años de la vida del poeta y cineasta, apoyado en una sobria y efectiva interpretación de William Dafoe, no aporta mucho al esclarecimiento de los hechos (desde luego mucho menos que el documental “Pasolini: Un crimen italiano”, realizado por un equipo italiano), aunque logra algunos momentos de gran belleza en los que la vida y la obra del poeta parecen confundirse frente a otros más plegados a las convenciones del género biográfico tan en boga.

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