Por Pablo Marín Escudero
Creo que fue el historiador Javier Tusell quien comparó la transición española con una carrera de galgos, apartándose de la terriblemente tóxica mitología oficial sobre su carácter modélico y ejemplar. Así que nada mejor que el aroma pestilente de un galgódromo para ponernos en situación. Un galgódromo español en 1977.
En primer lugar me parece de especial interés el valor político de la novela de PMS. Nos han hecho creer que lo político es lo que hace referencia a ese deprimente grupúsculo de representantes electos institucionales, la mediáticamente sobrerrepresentada tribu de mediocres que parecen dirigir nuestro futuro común al dictado de oligopolios que nos suministran calefacción, electricidad, prensa y wifi mientras que todo permanezca atado y bien atado. Pero lo político no es eso. Lo político (para un animal político) es todo. Lo que uno hace y deja de hacer, lo que dice y lo que calla, lo que impulsa y lo que frena, nuestra intimidad y nuestros sueños son parte de nuestra participación política y social, que es siempre ineludible. No es más político ir a una manifestación que quedarse sentado en el sofá. No hay ningún ser parlante apolítico, aunque a veces duela.
Creo que PMS ha sabido captar esto en una trama ágil, meticulosamente estructurada, de grata lectura y con la extensión adecuada. El lector encontrará también brotes de ingenio como gratificación añadida así como la convergencia final de emociones fruto de un concienzudo entramado dramatúrgico y estructural. Pienso además que la prosa fluida, a veces veloz como un galgo, supone también una afirmación de carácter ideológico vitalista en un mundo de incitación a la pasividad colectiva por agotamiento. Una sociedad agotada no resiste, hemos corrido mucho tras la liebre del consumo y los de arriba siempre han tenido muy clara la lucha de clases, más que nadie.
Los que crecimos en la asfixia de las medias tintas envenenadas y esos silencios espantosos de la historia reciente oficial debemos agradecer el modo en que PMS investiga sobre la identidad en un tiempo y un país con serios problemas de identidad. Me refiero a que la multiplicidad de yoes narrados en primera persona en su novela, como disgregación de la identidad, no es un tema menor en el marco de los problemas identitarios que la (supuesta) caída de los valores nacional-católicos conllevaba.
Hay que observar la cuestión recurrente de los personajes (especialmente uno de ellos, Clara, la niña) cuyo rasgo más destacado es su interés extremo en hallar el nombre de las cosas, es un personaje que busca palabras en una transición que no puso nombre a las cosas. Al mismo tiempo y a otro nivel textual el lector experimenta estar contemplando cosas cuyo nombre conoce pero los personajes ni siquiera pueden intuir: el galgo esclavo en un universo aún sin animalismo, la niña acosada en un universo donde este acoso escolar no existe porque no tiene nombre todavía, la violencia machista en un mundo que se jacta de tocarle el culo a la criada, el fumador pasivo aún por inventar (nombrar), los niños robados, sin nombre, luego inexistentes, las torturas policiales aún hoy apenas mencionables, las violaciones de los derechos humanos, a duras penas reivindicados -según para quien- en nuestros días. Todo un despliegue de formas de violencia y dominación y la batalla lingüística sin final por combatirlas. El 15M español supo (y sabe) mucho de palabras, la semilla de su revolución verbocéntrica renueva, como la novela de PMS, la mirada sobre nuestro presente.
También la novela misma como hecho histórico, hablándonos de lo hablado y sobre todo de lo que está por hablar, de lo que no tiene palabras y ha de manifestarse como síntoma. La voz es lo primero que se olvida de los muertos- dice un personaje. Desenterrar palabras, sacarlas de sus cunetas, es la tarea moral y política de esta y otras generaciones de escritores y lectores. Creo que PMS ha entendido esto a la perfección. Pensemos en nuestra relación con la realidad política española y mundial donde la guerra se libra en que no seamos capaces de nombrar las cosas, donde se llama reformas a algo más parecido a los históricos movimientos de antimodernización españoles cuyo paradigma es justamente la Contrarreforma. ¿Qué son las fosas comunes más que espacios para borrar nombres? Es lógico que en las tinieblas de lo no dicho el personaje que más hable de palabras se llame Clara.
El mundo que viene para los personajes (los noventa) es la utopía que ya pasó para nosotros, ambos tiempos entablan diálogo con la novela de forma muy productiva, a la vez que lo entablan el interior de los personajes y el exterior convulso y próximo de la época. A su vez un fantasma parlante del nacional catolicismo asiste escandalizado a la intimidad irreverente de su servicio doméstico o de una transición que va a ser algo más complicada que descolgar un retrato para colgar otro, como aparecía literalmente reflejado en aquel trabajo del fotógrafo de cámara de la transición Alberto Schommer. Así, el fugaz cameo de un joven y no nombrado Mariano Rajoy hiela un poco la sangre de quien intente sumarse irreflexivamente a la representación paródica de los personajes arquetípicos del nacional catolicismo como si su mundo (ya fantasmático en el libro) se hubiera extinguido en lugar de adaptarse en espera de este actual rearme prefascista del siglo XXI.
Y si hablamos de palabras hemos de hablar de silencios, esa infravalorada parte integrante de los textos, que hay que reivindicar constantemente. Sí, los silencios: ¿Qué asoma por el error ortográfico magnificado en una pintada? , ¿Un señalamiento de determinada impostura de esa oposición a la España nacional-católica que terminó pareciéndose sospechosamente a ella? ¿Tal vez un resto aplastado y extraño de la revolución libertaria triunfante de 1936 en esas calles de la Barcelona sede de la olimpiada popular antifascista y de la olimpiada de 1992, que re-inauguraba imperial y pomposamente el mundo sucio de los magnates del ladrillo? En la novela aparecen por cierto los cimientos de su encumbramiento especulativo noventero, en cuyos lodos chapoteamos hoy día.
Otro silencio: el niño español robado y su mellizo no robado, que no tiene voz. Uno, botín de guerra atroz de la siempre silenciada lucha de clases, otro perdiendo tal vez el aterrador ascensor social al que su hermano es arrastrado desgarradoramente. Todo ello contemplado desde la actual caída del espejismo de los ascensores sociales basados en el mérito, el trabajo honesto o el conocimiento.
Al mismo tiempo, mientras leemos la novela su autor hace llamar a la puerta de nuestro inconsciente nombres que, por su familiaridad actual (José Mari, Leticia, un can de noble linaje apellidado «Sexto») parecen querer recordarnos con humor negro aquello que sabemos pero no sabemos que sabemos acerca de nuestro presente. Las tachaduras lacerantes de los crímenes franquistas y las de los crímenes de la democracia, los que siguen ocurriendo. Lo que permanece, la transición de un mundo hacia sí mismo.
Un extraño soplo de viaje en el tiempo, que conocemos por la ciencia ficción, corre por momentos como una brisa que entra y sale de las páginas de la novela para tocarnos, porque el lector es el habitante del mañana que regresa a su propio pasado reciente para encontrarse con el doloroso parto de una sociedad de la que ya ha visto su utopía (los noventa) y su derrumbamiento actual. El lector podrá sentir al mismo tiempo que la proximidad un extrañamiento que recuerda al que introdujo Buero Vallejo en El Tragaluz mediante el artificio de los personajes del futuro que recuperan imágenes y restauran sonidos de un pasado -tan remoto como cercano- teniendo en cuenta, según decían, algo que Tuyo es el mañana ha sabido trabajar con maestría: la importancia infinita del caso singular.
El hoy es nuestro si sabemos tomarlo, hacerlo nuestro y afrontar la tarea política, entre otras, de novelar lo que está pendiente de novelar, como ha hecho Pablo Martín Sánchez en su obra. Si además, se hace con tan buena mano como la suya, hay que darle la bienvenida.
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