Cultura | Ilustración y Revoluciones en el campo: el caso español

Por Eduardo Montagut

La ciencia agronómica se desarrolló intensamente en el siglo XVIII, especialmente en Inglaterra. En este sentido, destacaron las figuras de Jethro Tull con su sembradora mecánica, que permitió la siembra en línea y la utilización de máquinas cavadoras, especialmente en grandes superficies, y Lord Thowsend con su sistema Norfolk, inspirándose en los conocimientos adquiridos como embajador en los Países Bajos, y que permitió, a través de la rotación cuatrienal, el final del barbecho, un considerable aumento de la producción y la productividad agraria, y la estabulación del ganado. A partir de estos dos personajes surgió una amplia lista de agrónomos, naturalistas y botánicos que descubrirá, inventará y difundirá una larga serie de adelantos claves para dar el salto a una nueva agricultura. También se asistió al desarrollo de la dimensión institucional científica y educativa de la nueva agronomía a través de la fundación de instituciones que fomentaron las investigaciones, los experimentos y la enseñanza de la nueva ciencia. Todo este proceso está considerado como la revolución agrícola.
Pero juntos a estos aspectos científicos, las nuevas escuelas económicas del siglo XVIII, la fisiocracia, primero y el liberalismo económico, defendieron una serie de profundos cambios en las estructuras económicas, y que debían permitir la aplicación de los avances de la nueva ciencia agronómica. Los fisiócratas pusieron a la agricultura en el origen de la riqueza económica de un estado porque la naturaleza producía lo que las otras actividades solamente transformaban y comercializaban, al contrario de lo defendido por el mercantilismo. Pero, además, los fisiócratas defendían el libre ejercicio de la agricultura superando las trabas que pesaban sobre la misma en el Antiguo Régimen. El liberalismo económico establecería de forma más sistemática, superando la teoría de la riqueza de la fisiocracia, una verdadera revolución económica basada en la iniciativa, la no intervención del Estado y la consagración del mercado como órgano que asigna los recursos y como regulador de la actividad económica, frente a la economía reglamentista y sustentada por una estructura de la propiedad basada en la vinculación y no en el libre ejercicio y disposición de la misma. Se defendía, pues, una revolución agraria.

En conclusión, revolución agrícola y revolución agraria comienzan en el siglo XVIII en Inglaterra y en estrecha relación. Los cambios estructurales de la segunda posibilitarían los cambios técnicos de la nueva ciencia agronómica y, por ende, el desarrollo de la producción.
La minoría ilustrada española se planteó la necesidad de abordar los problemas de la agricultura porque, indudablemente, era el principal sector económico del país, Una cuestión muy importante es conocer si los ilustrados españoles establecieron claramente, o no, la conexión entre ambas revoluciones. Todos fueron defensores de la revolución agrícola, de la necesidad de difundir la nueva agronomía como un saber útil, de combatir las rutinas, las prácticas obsoletas o poco productivas. Existe todo un corpus de libros, escritos, informes y relatos de los ilustrados españoles sobre la situación de la agricultura española y de la necesidad de hacer profundos cambios técnicos en la misma. La enseñanza sería uno de los medios más importantes para la difusión de los avances. Pero ya no es tan clara la unanimidad a la hora de abordar los cambios estructurales en la agricultura española ni sobre la vinculación de la revolución técnica o agrícola con esas transformaciones. En la Ilustración española, en general, encontramos una defensa de la liberalización económica, ya fuese de la tierra, que estaba, en gran proporción vinculada, ya fuera a través de la supresión de trabas como la tasa del trigo o los privilegios mesteños. Pero también existieron diferencias entre los ilustrados en puntos fundamentales como el de la intervención del estado. Para algunos, como Campomanes, el Estado debía tener una participación activa en los cambios que debían abordarse, como claro defensor del despotismo ilustrado. En el otro extremo estaría Jovellanos, mucho más cercano a los presupuestos del liberalismo económico. Precisamente, Jovellanos sería el autor español que de forma más acabada defendió un programa de transformaciones económicas o agrarias, además de las agrícolas en estrecha vinculación, en su Informe sobre la Ley Agraria. En todo caso, ni tan siquiera el autor llegó a las últimas consecuencias en relación con la revolución agraria, como lo demostraría en el caso del mayorazgo. Es evidente, que, en teoría, tenía que ser contrario a este privilegio sobre la propiedad de la tierra al apartar del libre mercado de la tierra una importante proporción de propiedades. Pero no se atrevió a defender la derogación definitiva del mayorazgo, ya que pensaba que, con oportunas reformas, la amortización civil podía servir como un medio para seguir sosteniendo a la nobleza, un grupo social que, eso sí, debía demostrar su preeminencia social no en función del mantenimiento de privilegios ganados en el pasado si no en criterios de utilidad al servicio del estado y de la sociedad.
Un aspecto importante a tener en cuenta en relación con el programa ilustrado era su relación con la Monarquía Absoluta. Mientras muchos ilustrados consideraban que el Estado podría ser el mayor y mejor instrumento para realizar los cambios, como hemos visto con Campomanes, y la Monarquía considerase que algunos de estos cambios eran beneficiosos para desarrollar la economía y, por ello, engrandecerse, la vinculación entre ambos fue fluida. Pero cuando estalló el huracán revolucionario francés la relación se marchitó. La principal obra de Jovellanos se publicó en este período y sufrió los embates de la Inquisición. La vía ilustrada más avanzada terminó por entrar en un vía muerta.

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