Cine | Un delfín azul sobre tu tumba. El cine de Derek Jarman

Por Juan Argelina y Eduardo Nabal

«Todo mi corazón se regocija en el rugido de las olas sobre los guijarros. Es una dulce y maravillosa música para mis oídos. Qué alegría hay en el abrazo del agua y de la tierra». Con estas palabras, dichas por la reina Isabel I de Inglaterra, mientras pasea por Dancing Ledge, en Dorset, junto a su astrólogo John Dee, acaba Derek Jarman su película Jubilee (1977), clamor amargo y siniestro de la Gran Bretaña punk contra el sueño convertido en pesadilla de un imperio sumido en el caos del «no futuro» de los Sex Pistols. Un país convertido en tierra de miseria, condenado a la barbarie del neoliberalismo. La frase de la reina puede ser un epitafio contradictorio, tras el terrible paseo que el arcángel Ariel somete a ambos personajes a través del tiempo desde su glorioso siglo XVI hasta la ponzoña del XX, para comprobar la decadencia de su homónima Isabel II en el año de su jubileo, y observar la deriva de una Historia en la que la confusión de los símbolos es la metáfora de la mentira global que domina las mentes de todos. Jarman tituló precisamente «Dancing Ledge» su autobiografía. «El único lugar seguro de Inglaterra», donde Borgia Linz, «el rey del capital», propietario de «todas las asociaciones de siglas posibles» (BBC, CIA, KGB, ABC, MGM, ATV, EMI…), ha comprado su mansión, protegida por nazis con bandera comunista y el propio Hitler convertido en un gran artista. En un alarde de nihilismo, todos los «ismos» socio-políticos (capitalismo, estalinismo, nazismo, protestantismo, positivismo,…) conducen al mismo camino de la dominación instrumental.

Y así, el desencanto se traduce en surrealismo mágico y trágico, metáfora de muerte, que se percibe en toda su filmografía, hasta agotar la imagen misma en «Blue» (1993), probablemente el único caso de cine abstracto monocromo experimental. El caos de «Jubilee» conduce al vacío de «Blue». La protesta ante el maltrato que recibían los enfermos de sida por el gobierno de Margaret Tatcher culmina en el abismo de la muerte. En «Blue» el azul eléctrico e hipnótico nos sumerge en la pantalla mientras nos fundimos con ella, a la vez que escuchamos los relatos y sonidos que describen los procesos mentales relacionados con la experiencia intuitiva de la muerte: «Buscadores de perlas, mares azules, aguas profundas bañan la isla de los muertos, arrecifes de coral, ánforas y oro en el lecho del mar. Yacemos mecidos por las olas, velas de barcos olvidados, agitados por un viento fúnebre allí abajo. Niños perdidos duermen para siempre. Tiernos abrazos y labios salados se rozan. Por jardines submarinos esbozan antiguas sonrisas. Sonidos de conchas susurran amores profundos, flotando para siempre en la marea. Su olor. Hermosos muertos. La belleza del verano. Los vaqueros en los tobillos alejan mis ojos espectrales. Bésame los labios, los ojos. Nuestros nombres se olvidarán con el tiempo. Nadie recordará nuestro trabajo. Nuestra vida pasará como el rastro de una nube; se desvanecerá como la niebla acosada por los rayos del sol. Porque el tiempo corre como las sombras. Y la vida centellea fugazmente por la hierba. Y yo pongo un delfín azul sobre tu tumba». Un lenguaje poético que rememora las últimas palabras pronunciadas por la reina Isabel I, disueltas en las olas de Dorset, en su viaje de «Jubilee», repetido por el propio Jarman en «Blue» hacia la trascendencia de sí mismo, invitándonos a generar imágenes inexistentes, porque la pantalla es el espectador. La abstracción pura, aparentemente vacía, es la perfecta alegoría de la pandemia del sida. Si el virus es invisible, también lo son sus víctimas para la sociedad. Además, el azul, el color que «nos revela la ley fundamental de la cromática» según Goethe, utilizado como un «continuum» temporal, ensambla en un todo la visión fija de la pintura con el tiempo relatado del cine, produciendo una escenificación imaginaria de la experimentación que Yves Klein quiso ofrecer en su serie de cuadros monocromáticos, en los que el azul simbolizaba la imagen de la ausencia. Sus «zonas de sensibilidad pictórica e inmaterial» invitaban al público a sentir e imaginar a través del vacío. Sentir la ausencia significaba profundizar en la auto-sensibilidad y el autoconocimiento, en una clara referencia a la filosofía zen. Así Jarman se expone crudamente a través de su mente sin cuerpo, una vez que ya ha experimentado la presencia del dolor, y presiente su propio vacío en una identidad que se desvanece. Es como si toda su actividad artística se confirmara en su propio eclipse, en la desaparición de todo, y la oposición entre lo animado y lo inanimado quedara relegada al trastero histórico, que ya no es un museo, sino ese no-lugar al que va a parar la información cuando se borra por accidente en el ordenador.

Jarman siempre fue un surrealista. En sus películas todos los objetos son signos anacrónicos que saltan del presente al futuro lejano. Modernos artefactos tecnológicos se colocan discretamente entre el esplendor renacentista de los prelados romanos, sus ropajes, sus palacios («Caravaggio», 1986). Un énfasis estético que enlaza con la afirmación nietzscheana de que no existe el pasado y, por lo tanto, en último término, tampoco el tiempo en absoluto. Los planos de «Caravaggio» o los de la más discursiva y activista «Eduardo II» (1991), son representaciones escenográficas que funcionan como metáforas de un presente continuo, que enlazan con su obra pictórica anterior, en la que la sombría sensualidad de los cuartos oscuros y los sitios de cruising era visto como una ambientación teatral y dramática. Donde lo escénico y lo fílmico se retroalimentan en una búsqueda imposible de un arte bello y revolucionario, heredero de algunos postulados de Einsestein, Bretch o Cocteau.  En sus composiciones grababa musculosas figuras en una oscura capa de pintura negra, dorada y roja. Eran figuras casi invisibles, casi indistinguibles en la penumbra, con lemas añadidos como «follad, chicos, follad», en un claro desafío a quienes consideraban (y consideran) que estas prácticas convertían a los gays (proto-queers) en proscritos sexuales, especialmente en la Gran Bretaña thatcheriana, teñida de desajustes socioeconómicos. Toda la obra de Derek Jarman está llena de signos reveladores de una homosexualidad transgresora y cuestionadora del orden moral propio de la política ultraconservadora de una derecha que heredaba lo peor de la era victoriana: el miedo a la diferencia, expresado en la ilegalización de cualquier expresión pública de la homosexualidad (artículo 28 de la Local Government Act, de 1986), que conllevaba de hecho la criminalización del sida. La oscuridad a la que le conduce la marginalidad de su condición homosexual le acercó al tenebrismo barroco de Caravaggio, un alter-ego encuadrado en una época (el siglo XVII) con la que establecía paralelismos emocionales e ideológicos, además de referencias estéticas que le acercaban al sentido ritual de la muerte como parte de la tragedia del hombre abocado a la marginalidad en su búsqueda de independencia frente al poder. Los años 80 fueron los de la «opulencia» del neoliberalismo, el hiperconsumismo, el artificio y la simulación de la riqueza, los años del «fin de la Historia» y la postmodernidad. En esta «destrucción del tiempo» se halla también la necesidad de acudir a la teatralidad del barroco, puesto que su exageración nos induce a la incredulidad de lo que la superficie oculta. Si Caravaggio se autorretrata en la cabeza cortada de Goliat, así como Miguel Ángel lo hizo en la piel desollada de San Bartolomé, Derek Jarman se refleja a sí mismo en el pintor acosado por su propia vida, convertida en drama personal. Caravaggio es Jarman desafiante, rebuscando en la basura para transmutarla en mito y elevarla al nivel de santidad para arrojarla a la cara de la clase dominante. Caravaggio no es un héroe, como tampoco lo es el Eduardo II de Marlowe, que, encerrado en una mazmorra, muestra la impotencia frente a la homofobia, y espera resignado la muerte, al igual que ocurre en «Sebastiane» (1976), donde la tragedia del sacrificio se estiliza en un ejercicio de sadomasoquismo.

El cine de Jarman no es cómodo ni fácil, pero nos fuerza a explorar sensorialmente las entrañas de la realidad a través de sus metáforas. El ángel de «Jubilee» nos arrastra junto a sus personajes hasta las sombras de nuestro mundo, dándonos una perspectiva siniestra del futuro, pese a toda la poesía condensada en «Blue», que más que una despedida personal del mundo, es un compendio nostálgico de toda la belleza de una realidad desvanecida, una mirada al inconsciente colectivo. En sus propias palabras, «todos somos cómplices de los sueños del alma», una forma poética de transmitir el poder de ese inconsciente, para bien o para mal, que nos devuelve la idea del ritual que da forma a la fuerza que como sociedad tenemos para asimilar nuestros actos. El legado visual de Jarman se puede rastrear tanto en largometrajes como videoclips: ahí tenemos, por ejemplo, «Loosing My Religion» (1991), de REM, dirigido por Tarsem Singh, o «Heart Shaped Box» (1993), de Nirvana, realizado por Anton Corbijn; y, sin duda, la adaptación de la obra de Virginia Woolf «Orlando» (1992), de Sally Potter. La estética de Jarman, más plástica que narrativa, más escenográfica que dramática, es de una provocación sin concesiones, de gran potencia visual y un exacerbado homoerotismo. Se podría comparar su obra con la de Peter Greenaway, Jean-Pierre Jeunet o, en menor medida, Sally Potter directores capaces de superar los límites de la creación convencional y rechazar las imposiciones de la industria. Pero es la carga de militancia política y la fuerza expresiva de su representación de la homosexualidad como transgresión lo que define la creatividad de Derek Jarman y le sitúa entre los cineastas más irreverentes e interesantes del cine contemporáneo.

 

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