A la tercera va la vencida…

La monarquía es compatible con el sistema capitalista actual, pero no con el proyecto de la modernidad. Por eso una serie de individuos estirados y petulantes siguen reinando en media Europa.

Por Toni Bernat

Desde posiciones progresistas, se tiende a pensar en la monarquía como en un anacronismo, como en una institución medieval propia de un régimen feudal. Es cierto que las monarquías brotaron en la Edad Media y que fueron un elemento característico y fundamental del sistema feudal.

Sin embargo, cuando afirmamos que son anacronismos, estamos dando por sentado que el feudalismo fue depuesto, superado y sustituido por un régimen más benévolo —al que llamamos modernidad—, y que las monarquías actuales son solo una caricatura de mal gusto de aquel tiempo lejano y oscuro al que no queremos volver. Nos equivocamos. 

La historiografía nos ha convencido de que el triunfo de la Revolución francesa (1789) abrió un proceso de transición desde el medievo hasta la modernidad, hoy ya consolidada —e incluso superada, según algunos autores que llevan décadas hablando del fenómeno de la «posmodernidad»— en el mundo occidental.

La cuestión esencial es que la Revolución nunca tuvo éxito. Los revolucionarios ganaron algunas batallas con un gran poder simbólico cuyo eco todavía resuena —como la toma de la Bastilla y la decapitación de los monarcas—, pero lo cierto es que la guerra civil provocada por el fenómeno revolucionario la ganaron las diversas facciones contrarrevolucionarias de la sociedad francesa, entre las que se encontraba la burguesía.

En efecto, esta fue la gran vencedora de aquel momento histórico. A pesar de ello, con su llegada al poder no triunfó la revolución, sino que fue derrotada. Por este motivo, el conocido líder de los jacobinos, Maximilien Robespierre, firme defensor del proyecto ilustrado y de la aplicación de la Declaración de los Derechos Humanos y Ciudadanos sobre las colonias —frente a la burguesía esclavista francesa— fue al fin guillotinado, y su cadáver atado y arrastrado por el carruaje de la historia, antes de que, tras el periplo napoleónico, la monarquía fuese reinstaurada. 

Todos sabemos que ya no vivimos en un sistema feudal, pero, y he aquí nuestro error, el feudalismo no fue sustituido por el proyecto de la modernidad, sino por un sistema capitalista. Por eso nos equivocamos al tachar a la monarquía de institución anacrónica. El Diccionario de la Real Academia Española (RAE) afirma que anacrónico es aquello «que no es propio de la época de la que se trata». 

Sucede aquí que, bajo condiciones capitalistas, igual que en un régimen feudal, los principales espacios de poder son privados. Los hoy todopoderosos mercados continúan disponiendo del derecho de pernada sobre prácticamente cualquier Gobierno del mundo, sin importar el mandato democrático que estos representen. Basta observar la sucesión de golpes de Estado en América Latina durante la segunda mitad del siglo XX, o la imposibilidad del Gobierno griego para llevar a cabo las principales medidas de su programa económico en 2015. 

En este contexto de poderes privados, despóticos, la monarquía no supone ningún anacronismo. La monarquía es compatible con el sistema capitalista actual, pero no con el proyecto de la modernidad. Por eso una serie de individuos estirados y petulantes siguen reinando en media Europa mientras Gobiernos en apariencia democráticos bailan al son de unos dioses a los que llamamos mercados y a los que nadie ha visto la cara. 

Es muy revelador, acerca de la concepción despótica del poder que entraña la monarquía, el hecho de que el juramento de la Constitución por parte de la princesa Leonor se haga coincidir con la fecha de su cumpleaños.  Como un «niño pijo» al que le regalan las llaves de un coche que todavía no puede conducir. 

Es probable que llegue el día en que ella maneje los órganos del Estado. Y, como ese «niño rico», podrá hacerlo sin cumplir con la normas de circulación que los demás sí que debemos obedecer. No ya porque sus padres vayan a pagar sus faltas —que bien podrían—, sino porque nunca podrá ser cuestionada desde un punto de vista jurídico debido a su inviolabilidad constitucional. 

De igual manera que los pudorosos «niños pijos» rezan el padrenuestro después de saltarse todos los mandamientos cualquier noche de fin de semana, la princesa jura una Constitución que no podría cumplir ni hacer cumplir aunque quisiera. Porque si España fuese un Estado social y democrático de derecho, como reza nuestra Constitución, no habría lugar alguno para una monarquía impuesta por una dictadura militar y que, en palabras de Adolfo Suárez, ilustre primer presidente de nuestra alabada democracia y antiguo miembro destacado del régimen franquista, no se sometió a referéndum porque los sondeos no le eran favorables.

Resulta curioso que la princesa jure la Constitución cuando se cumplen 150 años de la proclamación de la I República española (1873-1874). En 1868, poco antes de su creación, Isabel II, la última mujer que reinó en España, tuvo que exiliarse y buscar cobijo en Francia bajo el amparo de Napoleón III, sobrino de El Gran Corso. Marx escribiría sobre su Imperio la célebre frase: «La historia ocurre dos veces: la primera como una gran tragedia, y la segunda como una lamentable farsa». 

Esperemos que así sea, que la historia se repita. Y que, en un tiempo, cuando se vuelva a sentar una mujer en el trono —si nada lo ha remediado antes—, se proclame una nueva República. Según dice nuestro sabio refranero, a la tercera va la vencida. Espero, entonces, que la que será la tercera reina de nuestra historia sea, por fin, la última reina vencida, y la III República, la vencedora.

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